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Full text of "Alto camino : vida de San Antonio María Claret"

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BX  4700   .C62  L47  1955 
Lerena  Acevedo  de  Blixen, 

Josefina . 
Alto  camino 


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the  Internet  Archive 

in  2014 

https://archive.org/details/altocaminovidadeOOIere 


JOSEFINA  LERENA  ACEVEDO  DE  BLIXEN 


J^í  OF  PRINGO^ 
OCT  14  1981 


ALTO  CAMINO 

VIDA  DE 
SAN  ANTONIO  MARIA  CLARET 


MONTEVIDEO 
1955 


NIHIL  OBSTAT 

Teodolo  llladel  í/.  ]. 
Censor 
15  de  enero  de  1955 


IMPRIMATUR 

£ui5  fiaeciiia 
Vicario  General 
Montevideo,  30  de  enero  de  1955 


4 


Derechos  de  autor 
cedidos  a  la  Congregación  de 
Misioneros  Hijos  del  Corazón  de  María 
de  Montevideo 


Antonio  María  Claret  nació  en  Sallent,  un 
pueblito  apretujado  y  humildísimo,  de  la  Cata- 
luña serrana.  De  vida  transparente  era  como 
un  milagro  de  desvelo  y  actividad  en  aquellos 
lugares  de  soledades,  que  Ignacio  de  Loyola 
quiso  para  meditar  y  escribir  sus  "Ejercicios 
Espirituales". 

Y  él  recibirá  su  influencia,  aunque  sólo 
mencione  la  influencia  de  sus  padres  en  su  mo- 
dalidad, pero  porque  ellos,  como  todos  a  su 
vez,  ya  la  habían  recibido,  y  se  habían  amolda- 
do a  los  hábitos  comunes,  a  los  sentimientos,  a 
las  tendencias,  a  los  gustos. 

Así,  su  espíritu  recién  abierto  irá  transflo- 
rando ya  el  corazón  de  ese  pueblo  apacible,  que 
en  1807  tenía  todavía  algo  de  estampa,  con  sus 
calles  de  tierra,  morosas  y  sin  ecos,  ateridas  y 
violetas  al  llegar  las  lluvias,  y  ardientes  en  los 
días  de  verano  con  su  vaho  de  jazmines,  pero 
quietas  y  sencillas  siempre  como  patios  fami- 
liares. El  irá  viviendo  la  poesía  resignada  de 
aquel  pueblo.  Se  irá  compenetrando  con  su  to- 
no severo  y  distinto,  de  noches  de  piedra,  por- 
que ni  siquiera  se  encendían  las  lámparas  de 
aceite,  si  no  era  para  las  grandes  festividades. 
Irá  afanándose  en  el  ajetreo  de  las  hilanderías, 
laboriosas  como  colmenas  del  alba  hasta  el  An- 


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gelus.  Amará  aquel  único  puente,  abrazo  de 
piedra  que  unía  al  pueblo.  Soñará  con  ese  río 
que  briosamente  venía  de  arriba  tornasolando 
limos.  En  los  ojos  del  alma  llevará  para  siem- 
pre los  paisajes  casi  religiosos  de  su  valle,  con 
sus  ermitas  olorosas  de  fe.  Recibirá  la  lección 
de  austeridad  de  los  peñascales,  erguidos  como 
crestas.  Y  pensará  ya  vanas  las  esperanzas  de 
aquellas  torres  guerreras,  que  como  espadas  se 
alzaban  sobre  el  apretado  círculo  de  los  Piri- 
neos, queriendo  volverlo  muralla  aisladora. 

Y  entre  hombres  sencillos,  que  tenían  algo 
de  candor  como  de  niños,  de  levedad  como  de 
pájaros,  pero  que  asimismo  vivían  una  existen- 
cia intensa  y  dura,  él  irá  aprendiendo  la  gracia 
de  la  pobreza  y  el  valor  del  sacrificio  e  irá  dán- 
dose a  la  contemplación  difícil  de  las  cosas  al- 
tas, y  tomando  el  camino  del  cielo. 


Y  era  bella  y  clara  la  lección  de  aquel  pue- 
blo, que,  alejado  de  todos  los  orgullos,  había 
adquirido  un  positivo  sentido  de  la  paz  y  que 
acaso  buscaba  la  paz  del  cielo  por  la  paz  de  la 
tierra. 

Levantado  cerca  de  una  frontera  enemi- 
ga, como  Manresa,  como  Calders,  como  Vich 
— la  ciudad  rica  en  reliquias  románicas —  que, 
con  valentía  suicida  hacían  frente  a  la  guerra 
y  soportaban  incendios  y  saqueos,  Sallent,  in- 
sensible a  esas  tragedias,  dejaba  sus  caminos 
abiertos. 

Quizá  fuese  porque  los  sallentinos  no  en- 


6  • 


tendían  las  intransigencias  de  la  política,  o  por- 
que sufridos,  sabían  callar  las  mordeduras  de 
las  derrotas;  pero  en  la  hora  del  bravo  dilema, 
cuando  se  les  exigía  servir,  no  empuñaban  tam- 
poco las  armas,  y  sólo  guardaban  obligadamen- 
te las  puertas  y  las  fronteras,  pagando  a  quie- 
nes hicieran  su  oficio  en  la  guerra.  Y  eso  hizo 
murmurar.  Se  habló  de  un  pueblo  egoísta,  y  no 
se  apreció  su  sentido  de  la  paz.  Pero  conviene 
verlo,  ya  que  tendrá  luego  importancia  y  no  es 
baladí  para  esta  historia.  Tendrá  importancia 
haber  nacido  y  haber  sido  criado  en  un  am- 
biente de  una  conformidad  tan  profundamente 
arraigada,  de  un  tan  hondo  sentido  humano, 
y  que  amara  en  verdad  la  paz,  aun  la  paz  llana, 
la  paz  buena,  una  paz  de  ojos  cerrados  a  las 
altiveces,  y  casi  humillada,  y  por  eso  simple,  y 
por  eso  grande. 


El  niño  predestinado  no  tuvo  cuna  de  oro 
ni  suaves  batistas  ni  cortinados  de  encaje;  na- 
ció entre  tornos,  manivelas  y  lanzaderas,  en 
un  ambiente  en  que  se  trabajaba  hasta  con  los 
velones  encendidos.  De  clase  muy  humilde,  su 
padre,  Juan  Claret  Xambó,  era  tejedor  de  al- 
godones y  su  madre,  Josefa  Ciará  Redereda  ha- 
bía sido  granjera.  Y  era  el  abuelo  paterno  teje- 
dor de  linos  y  todos  así,  menos  alguno  que  fué 
cirujano  y  un  tatarabuelo,  cardador  de  paños. 
Y  por  la  rama  materna,  todos  eran  gente  de  la- 
bor, también  allá  en  San  Martín  de  Viñolas, 
donde  desde  hacía  más  de  un  siglo,  ellos  tenían 
granja. 


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Y  ahora  en  la  casa  de  la  calle  del  Cos  tie- 
nen en  los  bajos  la  fábrica.  ¿No  serán  algún  día 
obreros  también  sus  hijos? 

Pero  uno  llegará  al  mundo  con  un  sino  dis- 
tinto, y  como  buen  augurio,  mientras  ensaya- 
ban los  coros  angélicos  y  se  preparaba  el  pese- 
bre. Amará  como  los  suyos  las  bastas  tareas 
familiares,  gozará  él  también  con  las  perspecti- 
vas algo  limitadas  de  los  dibujos  y  con  los  fe- 
lices encuentros  de  los  rojos,  los  amarillos  y 
los  verdes;  pero  seguirá  el  oficio  asimismo  por 
obediencia,  y  lo  dejará  por  la  esperanza  de  un 
sacrificio,  que  durante  mucho  tiempo  nadie  pu- 
do comprender.  .  . 

Pero,  por  él,  un  día  los  peregrinos  irán  a 
visitar  la  vieja  casa,  y  traspasarán  devotamente 
aquella  puerta  de  postigos  abiertos  a  la  vereda, 
como  de  venta  antigua,  se  detendrán  ante  sus 
ventanas  estrechas  y  empinadas,  hechas  sin 
ninguna  avidez  de  luz;  y  pondrán  en  lo  alto 
una  campanica  y  una  cruz. 


El  fue  el  quinto  de  los  once  hermanos.  Ro- 
sa, la  mayor,  era  la  que  él  más  quería  y  la  que 
más  lo  quería.  Juan  heredará  el  mayorazgo,  y 
así  la  fábrica  y  la  casa  familiar.  Dos  niños,  Ma- 
riana y  Bartolomé  van  a  morir  en  los  prime- 
ros años.  Y  después  de  él  vendrán  José,  Pedro, 
María  y  Manuel,  entre  los  conocidos.  Pero  es 
Antonio  Juan  Adjutorio  el  que  nació  en  las  an- 
tevísperas de  la  Navidad,  el  23  de  diciembre,  y 
el  que  fue  bautizado  el  día  del  Nacimiento,  co- 


8  • 


mo  se  dijo,  "mientras  se  escuchaban  los  alegres 
villancicos  y  las  músicas  pastoriles  de  la  fiesta". 

Ocurría  en  1807,  al  año  siguiente  de  Tra- 
falgar,  pero  no  en  los  días  que  Saint  Cyr  toma- 
ba Rosas  y  se  perdían  las  batallas  de  Cardedeu 
y  Molinos  del  Rey,  como  parecería  haber  su- 
cedido por  la  fecha  dada  en  los  libros  parro- 
quiales, ya  que  el  sacerdote  anotó  1808;  pero, 
porque,  como  lo  probaron  otros  documentos,  él 
daba  por  iniciado  el  año  el  día  de  Navidad. 

Y  consta  en  el  libro  bautismal  que  fue  ma- 
drina en  el  acto,  la  tía  del  niño,  María  Claret, 
hermana  del  padre  y  esposa  de  Adjutorio  Ca- 
nudas, cestero  de  Manresa,  y  que  el  padrino 
fue  su  tío  materno,  Antonio  Ciará,  molinero  en 
su  pueblo.  Y  son  datos  interesantes  porque 
agregan  al  tono  grave  y  solemne  de  la  ceremo- 
nia, el  matiz  humilde  que  debió  tener,  y  hablan 
una  vez  más  de  esa  humildad  que  presidió  su 
nacimiento,  y  que  para  siempre  va  a  quedar  en- 
raizada a  su  espíritu. 


Entre  los  detalles  que  parecen  dados  sólo 
para  entretejer  los  días,  hay  casi  siempre  una 
razón  que  dará  el  clima  de  su  vida.  Así  tam- 
bién en  el  hecho  de  que  el  niño  no  fuese  criado 
en  su  casa,  por  enfermedad  de  su  madre,  y  sí 
entregado  por  ello  a  una  nodriza.  Y  todos  los 
autores,  menos  Monseñor  Aguilar,  narran  a* 
este  propósito  un  episodio  que  pudiera  derivar, 
como  lo  creen,  en  una  gracia.  Se  afirma  que 
durante  la  permanencia  en  casa  de  su  ama,  el 


•  9 


esposo  de  ésta  quiso  ampliar  la  vivienda,  y  que 
lo  había  hecho  tan  desafortunadamente,  que  los 
techos  se  desplomaron  muriendo  el  matrimo- 
nio y  sus  cuatro  niños,  y  salvándose  el  pequeño 
que,  esa  noche  había  quedado  con  sus  padres. 

Y  en  un  sentido  humano  y  no  divino,  tie- 
ne interés  también  saber  que  durante  tanto 
tiempo  el  niño  viviera  entre  extraños,  porque 
podría  esto  haber  influido  en  su  carácter.  Aque- 
lla humildad  que  a  todos  dejaba  impresionados, 
ese  marcado  sentido  de  la  obediencia  y  del  res- 
peto, que  no  va  a  perder  nunca,  ni  en  la  cumbre 
de  su  carrera,  ese  deseo  de  pasar  desapercibido, 
esa  timidez  que  le  hacía  bajar  los  ojos  al  sue- 
lo y  aun  esa  modestia  y  falta  de  ambición,  que 
es  común  a  los  de  su  familia,  pero  que  en  él 
se  van  a  hallar  acusadísimas,  pueden  ser  conse- 
cuencias de  esa  época  de  desplazamiento,  de 
incomprensión,  de  las  horas  en  que  tuvo  que 
sentirse  demás  y  más  pequeño  que  ninguno.  Y 
quizá  sea  ésta  la  causa  que  va  luego  a  florecer 
con  más  belleza  en  su  destino  y  que  va  a  agi- 
gantar su  figura  con  los  dones  de  la  mansedum- 
bre y  de  la  conformidad,  tan  raros  en  la  vida. 


Pero  ha  interesado  principalmente  y  los 
autores  reconocen  en  forma  unánime  y  juz- 
gan valioso,  el  clima  moral  y  de  religiosidad  en 
que  fue  criado  el  niño.  Las  versiones  coinci- 
den en  destacar  que  las  dos  familias,  tanto  pa- 
terna como  materna,  eran  muy  creyentes,  y  que 


10  • 


casi  todos  sus  miembros  pertenecían  a  las  Con- 
gregaciones del  Carmen  y  del  Rosario,  por  lo 
cual  se  ha  dado  también  el  curioso  dato,  de  que 
entre  ambas  casi  monopolizaban  la  tumba  de 
la  Comunidad,  en  el  cementerio  local.  Y  nu- 
merosos testigos  han  comentado  la  religiosi- 
dad del  padre  de  Antonio.  Se  le  presenta  siem- 
pre como  un  excelente  cristiano,  cumplidor  de 
sus  deberes,  que  no  comenzaba  su  dia  de  labor 
sin  asistir  a  misa  acompañado  de  toda  la  fa- 
milia, que  de  sobremesa  leía  a  los  niños  libros 
edificantes  y  piadosos,  y  que  lo  mismo  hacía 
con  sus  obreros,  en  los  descansos  de  la  fábrica. 
Hombre  de  limitados  conocimientos,  pero  ver- 
sado sin  embargo  en  Historia  Sagrada,  y  que 
poseía  cierta  inclinación  pedagógica,  y  una  ma- 
nera bondadosa  y  firme  de  guiar,  con  el  ejem- 
plo y  la  palabra,  dió  a  su  alrededor  una  ense- 
ñanza de  fructíferos  resultados.  Y  podía  él  tam- 
bién decir,  porque  así  era:  "¡Señor,  por  ti  velo 
desde  la  Aurora!". 

De  ahí  que  no  solamente  Antonio  tomara 
un  alto  camino,  sino  María  también,  que  se  ha- 
rá Carmelita  de  la  Caridad,  y  tres  de  sus  nie- 
tas: Francisca  Montañola,  la  hija  de  Rosa,  y 
las  hijas  de  José,  Dolores  y  María  Claret,  que 
entrarán  luego  en  la  misma  congregación;  y 
aun  una  sobrina  política,  Rosa  Ciará,  que  ha- 
biendo vivido  en  aquel  mismo  ambiente,  se  ha- 
rá monja  en  Vich.  ¿No  deberá  creerse  que  los 
suyos  aprendieron  con  él  a  amar  al  Señor? 
Hasta  los  hijos  varones  de  José  pensaron  que 
debían  seguir  el  sacerdocio  y,  lo  comenzaron 


•   1 1 


con  gran  disgusto  de  Antonio,  que  no  veía  en 
ellos  las  condiciones  necesarias,  aunque  por 
suerte  no  llegaron  nunca  a  ser  sacerdotes.  Pero, 
¿no  es  todo  esto  como  un  índice  del  clima  en  que 
se  vivía?...  Y  Manuel,  el  menor,  aquel  niño 
que  va  a  morir  tan  joven,  a  los  catorce  años  es- 
tudiaba ya  Humanidades,  que  en  un  pueblo 
obrero  y  falto  de  cultura,  indicaba  posiblemen- 
te una  vocación. 

En  la  misa  se  habla  de  un  río  de  paz.  .  . 

Era  el  clima  de  aquel  hogar  cristianísimo, 
con  aquella  educación  tan  perfectamente  enca- 
minada hacia  lo  alto:  educación  del  espíritu  y 
del  corazón,  moral  y  de  trabajo,  de  comprensión 
y  de  ayuda,  de  oración  y  de  amor.  Así  debía  ser 
en  un  hogar  que  buscaba  la  armonía  en  la  tie- 
rra y  la  profundidad  de  las  cosas  del  cielo.  Y  si 
los  niños  no  tuvieron  la  alegre  despreocupación 
común  de  los  infantes,  se  guió  cuidadosamente 
sus  impulsos  y  se  encendió  su  fe.  Y  en  ese  mo- 
mento, Antonio,  Antoñito  o  Antoñico,  Antón, 
Antoñín,  Toñín,  como  se  le  decía  indistinta- 
mente y  por  mimo,  que  casi  no  sabía  hablar, 
pero  que  escuchaba  lo  que  se  enseñaba  a  los 
hermanos  mayores,  vivía  ya  como  abismado  a 
las  verdades  eternas,  con  la  mente  en  vilo  y 
queriendo  comprender,  y  con  el  corazón  embe- 
lesado, recibiendo  todo  como  un  dulce  rocío, 
como  un  inexplicable  perfume  de  sueños. 


El  padre,  en  verdad,  leía  historias  maravi- 
llosas. Historias  de  hombres  que  hablaban  con 


12  • 


Dios,  de  hombres  que  subían  a  los  cielos,  o  de 
ángeles  o  santos  que  andaban  por  la  tierra.  Y 
leía  libros  que  anunciaban  cosas  tremendas  y 
cosas  divinas,  que  no  podrían  olvidarse  nunca. 
Algunas  palabras  tenían  un  sentido  que  dejaba 
en  suspenso.  Brillaban  como  piedras  preciosas, 
y  el  niño  las  amaba,  pero  quedaba  cegado  y  sin 
entenderlas  todavía.  ¿Cómo  podría  explicarse 
que  siempre  fuera  siempre?.  .  .  La  idea  marti- 
llaba en  sus  sienes,  y  en  su  Autobiografía,  él 
narrará  ese  instante  obsesionado  en  el  que  au- 
mentaba distancias,  enormes  distancias,  y  veía 
que  todo  lo  que  acumulaba  tenía  fin.  Por  eso 
en  su  camita  blanca,  cuando  las  velas  se  apa- 
gaban seguía  pensando  en  la  eternidad.  La  no- 
che cargada  de  sueños  iba  haciendo  callar  a 
sus  hermanos;  pero  él  continuaba  con  las  ma- 
nos apoyadas  en  la  cara  y  los  codos  en  la  al- 
mohada, desvelado  por  la  idea  atormentadora  y 
magnífica.  "La  verdad  del  Señor  permanece 
eternamente" .  .  . 

Pero  se  acordaba  entonces  de  los  malos,  de 
los  que  tendrían  que  sufrir  sin  fin.  "¿  Jamás  aca- 
barán de  penar  — se  preguntaba —  siempre  ten- 
drán que  sufrir?...  Habían  sido  malos,  eran 
malos,  querían  ser  malos,  y  pecaban  y  se  con- 
denaban. Pero  ya  pensaba  que  debía  hacerse 
sacerdote  para  hablarles  y  hacerlos  arrepentir- 
se. Ya  imaginaba  que  podía  ser  santo  para  po- 
nerse ante  la  puerta  del  infierno,  a  fin  de  evi- 
tar su  caída.  Y,  tenía  solamente  cinco  años. 

Asimismo,  a  su  alrededor  todo  seguía  pa- 


13 


reciendo  natural,  y  ninguno  sospechaba  de  sus 
tormentos  ni  de  sus  proyectos. 


No  era  hora  de  preocuparse  tampoco  por 
lo  que  pensaran  los  niños.  Se  vivía  angustiosa- 
mente, con  un  mañana  inseguro,  con  la  guerra 
adentro  y  afuera  de  las  fronteras.  Cataluña 
misma  se  desangraba  en  guerrillas  contra  el 
invasor.  El  intruso  seguía  ciñendo  la  corona.  Y 
en  cuanto  a  las  vastísimas  tierras  conquistadas 
por  Isabel  la  'Católica  y  orgullo  de  Carlos  V, 
iban  siendo  amenguadas,  y,  arrancada  ya  la 
bandera  roja  y  gualda  que  había  quedado  cla- 
vada en  América.  Cisneros  había  sido  echado 
de  Buenos  Aires;  se  agitaban  Venezuela,  Chile 
y  Perú;  se  independizaba  Paraguay;  se  suble- 
vaba México  y  Elío  era  derrotado  en  San  José  y 
en  Las  Piedras.  ¿No  iba  siendo  el  fin  de  la 
dominación  y  la  pérdida  de  cuantiosas  esperan- 
zas y  riquezas? 

Hasta  en  las  inocentes  aldeas,  los  hombres 
como  conjurados  hablaban  con  temor,  porque 
todo  era  adverso,  y  no  se  podía  pensar  sino 
en  librarse  de  los  enemigos,  y  esperar  que  lle- 
gara la  justicia  divina. 


Ahora  entre  las  sierras  empezaban  a  bri- 
llar otra  vez  las  bayonetas  de  los  soldados  fran- 
ceses que  se  presentaban  con  sus  casacas  azu- 
les, sus  altos  morriones,  prepotentes,  desdeño- 


14  • 


sos,  seguros  de  la  victoria,  prontos  a  invadir  el 
pueblo. 

Y  los  de  Sallent  huían  a  los  bosques,  con 
los  colchones,  los  niños,  los  utensilios  caseros. 
Con  ellos  iba  Antonio,  que  tenía  ya  seis  años. 
No  era  llevado  en  brazos,  como  antes,  sino  que 
iba  corriendo,  él  también,  entre  todos.  Pero  co- 
rría deteniéndose,  mirando  hacia  todas  partes, 
porque  Juan  Ciará,  el  padre  de  la  madre,  no 
estaba  con  ellos. 

Y  para  hallarlo  deshizo  el  camino.  Volvió 
al  pueblo  sin  que  lo  vieran.  Tal  vez  el  viejo  ha- 
bía quedado  en  la  casa  por  su  propia  voluntad 
y  para  no  ser  estorbo  en  tan  difícil  trance,  ya 
que  estaba  medio  paralítico  y  medio  ciego.  Pe- 
ro la  presencia  del  niño  debió  parecerle  un  au- 
xilio inesperado,  que  lo  conmovió  y  lo  decidió 
a  seguirlo.  Y  en  la  zozobra  de  la  huida  pudo  ser 
un  bello  espectáculo,  el  anciano  con  sus  pasos 
torpes  y  lentos  y  el  pequeño  héroe,  guiándolo, 
lleno  de  ternura,  en  una  demorada  marcha,  ya 
casi  bajo  la  presión  del  fuego. 


Son  palabras  suyas:  "Desde  muy  pequeño 
me  sentí  inclinado  a  la  piedad  y  a  la  religión". 

Estas  dos  anécdotas  tempranas  lo  prue- 
ban, en  efecto.  El  niño  se  arriesgaba  a  los  cin- 
co años  en  esa  búsqueda  de  ideas  que  tocan 
el  misterio  y  corresponden  a  la  fe.  Y  a  los 
seis  años  daba  pruebas  de  poseer  una  exquisita 
sensibilidad,  realmente  rara  en  las  criaturas. 
¿No  comenzaba  ya  a  hacer  el  bello,  difícil,  he- 


•  15 


roico,  resplandeciente,  magnífico  camino,  que 
ninguno  podía  imaginar?.  .  . 

Para  los  del  pueblo,  y  aun  para  los  suyos, 
era  todavía  un  niño  insignificante,  más  apagado 
que  los  otros,  más  taciturno,  más  tímido,  hu- 
milde y  obediente  como  un  pobrecillo.  En  la 
iglesia,  aun  en  las  largas  funciones,  se  quedaba 
de  pie,  porque  dejaba  siempre  su  asiento  a  los 
ancianos,  con  los  que  tenía  delicadas  deferen- 
cias. Se  sacaba  la  gorra  al  encontrarlos  en  la 
calle,  y  si  tenía  que  hablarles,  lo  hacía  balbu- 
ceante. Pero  desde  luego,  tampoco  a  los  compa- 
ñeros, habló  con  audacia  o  enojo.  Sus  palabras 
eran  escasas,  insuficientes  más  bien,  y  su  misma 
afectividad  era  silenciosa.  Era  poco  demostra- 
tivo, ya  que  no  tenía  esas  explosiones  de  entu- 
siasmo de  los  otros  niños,  ni  sus  violentos  gri- 
tos. Y  en  la  casa,  como  en  la  fábrica,  era  un 
goce  para  él,  ayudar  y  ser  útil. 


Tenía  Antonio  siete  años  y  empezaba  a  ir 
al  colegio,  en  el  tiempo  en  que  Fernando  VII, 
abandonando  por  gracia  especialísima,  su  lujo- 
sa prisión  de  Valengay,  entraba  a  Madrid,  a 
donde  el  pueblo  lo  recibía  con  alegría,  gritan- 
do, ¡Viva  Fernando  !  ¡  Abajo  la  libertad! 

Su  retorno  significaba  otra  vez  la  implan- 
tación de  la  Horca  y  el  establecimiento  de  la 
Inquisición;  significaba  la  venganza;  y,  pron- 
to la  desconformidad  de  todos.  Pero  Cataluña 
vivía  entonces  una  breve  hora  de  independen- 
cia, de  lógico  entusiasmo,  de  calma,  de  dulzura. 


16  • 


Era  cuando  los  padres  de  Antonio  acaba- 
ban de  comprar  una  casa  de  cuatro  pisos,  que 
daba  a  dos  calles,  en  pleno  centro,  cerca  de  la 
plaza  y  ubicada  en  la  calle  Grande  núme- 
ro 1 ;  una  casa  de  muchas  ventanas,  todas  des- 
iguales, y  con  un  gran  balcón  en  el  último 
piso  que  tomaba  la  esquina.  Pero  la  fábrica  vol- 
vió a  ser  instalada  en  los  bajos,  porque  el  pa- 
dre de  Antonio  estaba  conforme  con  su  oficio, 
v  lo  era  de  nacimiento  y  por  tradición,  conside- 
rándolo muy  honroso,  y  queriendo  que  todos 
los  hijos  lo  siguieran  y  no  se  apartara  ninguno, 
como  habrá  de  verse. 


Empezaban  ahora  los  años  escolares  tan 
deslucidos,  pues  si  llamó  la  atención  del  di- 
rector del  colegio,  un  bachiller  de  la  Univer- 
sidad de  Cervera,  don  Antonio  Pascual,  él  no 
dice  de  un  alumno  brillante,  ni  profundo, 
sino  que  quedó  asombrado  con  su  conduc- 
ta, con  su  obediencia,  con  su  mansedumbre, 
que  era  al  fin  su  manera  de  saber  callar.  Y 
así  fué  juzgado  durante  aquel  tiempo  más  o 
menos  por  todos.  Hablará  el  cura  párroco  tam- 
bién de  su  "natural  excelente",  y  dirá  que  dis- 
frutaba de  la  suerte  de  las  almas  buenas.  Y 
sus  compañeros,  exclamarán:  "Antonio  es  un 
santo''. 

Alguno,  sin  embargo,  agregará  una  ob- 
servación interesante,  pues  verá  su  mansedum- 
bre, admirará  su  humildad,  esa  preciosa  docili- 
dad suya,  pero  advirtiendo  que  poseía  asimismo 


•  17 


una  naturaleza  viva.  Y  años  después  volverá  es- 
to a  ser  comprobado.  Se  hablará  asi  después  de 
su  mansedumbre  heroica,  de  una  serenidad  que 
no  era  apatía,  de  una  dulzura  que  no  es  la  que 
deriva  de  un  espíritu  indolente,  de  una  voluntad 
perezosa,  y  que  era  virtud  y  nunca  defecto.  Al- 
gún día,  muchos  años  después,  se  dirá  que  en 
él  se  veía  el  candor  de  un  niño,  el  más  inocente 
y  sencillo,  junto  a  una  perspicacia  de  entendi- 
miento y  a  una  viveza  de  imaginación  poco  co- 
munes. 


Ahora  extraña  asimismo  aquella  miopía 
casi  general  de  los  que  estudiaron  los  primeros 
años  del  niño.  No  habló  ninguno  sino  de  una 
inteligencia  mediana.  Sin  embargo,  se  sabe  que 
el  niño  enseñaba  a  sus  compañeros  lo  que  no 
entendían,  y  que  de  vuelta  a  su  casa  iba  dando 
las  lecciones  para  que  ellos  lucieran  al  día  si- 
guiente. ¿Ninguno  de  los  maestros,  al  expresar 
un  punto,  comprendió  que  él  lo  captaba?  ¿Nin- 
guno siguió  nunca  su  pensamiento?  ¿Ninguno 
consideró  que  su  silencio  era  debido  a  su  mo- 
destia y  a  su  timidez?  Solamente  su  padre  va  a 
advertir  que  el  niño  está  en  otra  cosa,  que  va 
por  otro  camino. 


Es  que  el  padre  lo  halló  transportado  an- 
te el  altar.  Era  cuando  le  hablaba  a  la  Virgen 
lleno  de  confianza  — como  dirá  en  su  Autobio- 
grafía—  y,  cuando  sin  explicarse  lo  que  eran  te- 
légrafos eléctricos,  se  figuraba  que  desde  la  ima- 
gen, delante  de  la  cual  oraba,  había  como  un  hilo 


18  • 


de  alambre  hasta  el  original,  en  el  cielo,  y  que 
subían  las  oraciones  y  bajaban  las  gracias. 

Naturalmente  que  entonces,  la  gramática, 
la  geografía,  la  geometría,  eran  materias  para 
los  otros.  El  sólo  quería  saber  de  los  episodios 
de  la  Historia  Sagrada,  de  Job,  de  Moisés,  de 
David,  de  Jesús. 

Y  como  dice  Pío  Zabala,  quedaba  en  la 
iglesia  como  una  estatua,  inmóvil,  con  los  ojos 
fijos  y  los  brazos  cruzados. 

Ya  muchas  veces  oía  voces  que  lo  llamaban 
al  templo .  .  . 

Era  entonces  cuando  decía,  "que  se  las 
entendía  con  el  Señor",  y  también,  cuando  ya 
pensaba:  "¡Oh  Dios  mío,  quién  os  hubiera  ama- 
do siempre!". 

Por  eso  más  tarde,  al  acordarse  de  estos 
tiempos,  al  pensar  en  esta  fe  de  ahora,  se  la- 
mentará de  haberla  perdido  y  censurándose,  di- 
rá: "soy  un  monstruo  de  ingratitud".  Porque 
así  hablará  para  su  castigo  y  su  mayor  confu- 
sión, según  sus  escritos. 


Era  pues  una  fiesta  para  él,  poder  ir  con  su 
hermana  Rosa,  a  la  ermita  de  la  Virgen  de 
Fusimanya  que  quedaba  a  cinco  kilómetros  del 
pueblo.  Hacían  siempre  el  largo  camino  reco- 
giendo flores  para  depositar  en  el  altar,  y  co- 
rriendo alegres,  entre  pinos,  carrascos,  viñedos, 
olivares  y  romeros.  Pero,  en  cuanto  llegaban 
a  la  vieja  parroquia  de  la  masía  de  San  Martín 
de  Serrahima,  que  estaba  en  una  altura  desde 
donde  se  divisaba  la  blanca  ermita  con  su  puer- 


•  19 


ta  cuadrada  y  aquellos  tres  cipreses  oscuros 
que  hacían  guardia  a  su  lado,  el  niño  caía  de 
rodillas,  siempre  con  la  intensa  emoción  de  la 
primera  vez  y  oraba  largo  rato  con  la  cara  en 
llanto.  Después  seguían  ya  en  un  tono  grave, 
distinto,  y  cantando  o  rezando  el  rosario. 

"Madre  mía,  aquí  tenéis  a  vuestro  hijo".  .  . 
Y  entraban  como  dos  peregrinos. 


La  capilla  había  sido  levantada  en  el  siglo 
XVIIpara  sustituir  a  otra  mucho  más  antigua, 
que  estaba  en  ruinas.  Sencilla,  sólida,  con  su 
crucero  bien  proporcionado,  ornada  de  ramajes 
blancos  como  sus  paredes,  ostentaba  entre  ellos 
cinco  medallones  con  los  motivos  gozosos  del 
rosario.  Y  en  el  altar,  de  estilo  plateresco,  en 
oro,  una  pequeña  virgen  se  daba  a  los  fieles 
guardada  en  una  hornacina.  Los  que  la  vieron 
dicen  de  su  rostro  gracioso  y  lleno  de  bondad, 
y  se  sabe  que  los  campesinos  creyeron  siempre 
verla  sonreír.  Y  que  de  tal  modo  la  adoraban, 
que  la  hacían  llevar  hasta  cuatro  y  cinco  ves- 
tidos superpuestos  sobre  su  ropaje  de  estatua, 
porque  ese  era  su  homenaje  y  su  agradecimien- 
to, y  la  agobiaban  poniendo  una  sobre  otra  dia- 
demas de  metal,  que  pesaban  sobre  su  frente 
coronada  de  gubia. 


La  visita  a  la  Virgen  será  para  Antonio 
uno  de  los  actos  más  deseados.  Irá  siempre  que 

20  • 


pueda,  ahora  y  mientras  sea  estudiante,  y  luego 
de  sacerdote  y  aun  de  Arzobispo.  Pero  en  ese 
momento  podía  imaginarse  que  era  un  premio 
que  recibía,  un  regalo,  una  gracia. 

No  acompañó  nunca  en  sus  paseos  a  los 
demás  muchachos,  ni  cazó  con  ellos  pájaros  con 
la  honda  asesina,  ni  subió  a  las  tapias  y  a  los  ár- 
boles para  robar  frutas,  por  lo  cual  no  tendrá 
que  arrepentirse  de  ninguna  travesura,  como  su- 
cediera a  San  Agustín.  Pero  tanta  gravedad,  y 
esa  modalidad  tan  pura,  tan  recta,  lo  separaba 
cada  vez  más  de  sus  compañeros.  No  podía  se- 
guir sus  diversiones,  porque,  si  en  verdad  no 
los  censuraba,  no  quería  ser  como  ellos.  Y  esto 
lo  hizo  vivir  aislado,  reconcentrado  y  aumen- 
tó aun  más  su  timidez.  ¿  No  se  dice  que  frecuen- 
tó la  escuela  sin  hacer  ninguna  falta?  El  era 
siempre  el  modelo  de  sumisión,  de  taciturnidad 
y  respeto...  Así,  los  compañeros  sabían  que 
para  divertirse  no  contaban  con  él.  y  hasta  le 
decían:  — "Vete,  Antonio,  que  vamos  a  hablar 
mal".  .  . 

La  advertencia  era  ingenua,  pero  la  tenían 
por  diabólica,  y  la  hacían  con  punta  de  fuego. 
Y  sin  embargo,  Antonio  no  se  enojaba,  sino 
que  agradecía  que  se  le  evitara  escuchar  lo  que 
iba  a  molestarle,  y  aunque  ellos  sonrieran,  él 
no  se  ofendía. 

Llegará,  pues,  a  la  santidad,  casi  sin  des- 
viarse, sin  conceder  nada  al  mundo,  sin  hacer 
como  San  Pablo  y  San  Francisco  un  camino 
curvo,  ya  que  por  su  pureza,  por  su  limpidez, 

•  21 


por  su  vida  intachable  y  angélica,  se  acercará 
a  San  Luis. 


A  los  diez  años  enseñaba  el  catecismo  y  el 
rosario  a  los  compañeros,  y  trataba  de  llevarles 
a  Dios.  Y  el  cura  del  pueblo  al  advertir  sus  con- 
diciones, lo  colocaba  a  su  lado  para  que  ayudara 
a  explicar  el  catecismo. 

Pero,  nadie  podía  prever  todavía  que  al- 
gún día  sería  levantado  en  un  sitio  público  de 
Sallent,  en  una  plazuela  entre  árboles  y  flores, 
un  bronce  al  catequista,  que  va  a  ser  después, 
y  que  para  siempre  está  dando  su  lección. 

Su  camino  era  todavía  silencioso.  Estudia- 
ba latín,  pero  aun  podía  parecer  que  lo  hacía 
como  cualquiera.  Y  todos  ignoraban  su  secreta 
posición,  y  que,  cuando  el  azar  ponía  en  sus 
manos  algún  libro  piadoso,  al  terminarlo,  lo 
apretara  contra  su  pecho  y  agradeciendo  con 
toda  el  alma  haberlo  podido  leer,  pronunciara 
estas  palabras :  "¡  Oh,  Señor,  qué  cosas  tan  bue- 
nas yo  ignoraba!".  .  . 


¿No  debió  ser  tremendo  entonces  que  su 
padre  lo  llamara  una  mañana,  para  decirle  que 
era  necesario  dejar  los  estudios  y  hacerse 
obrero?. . . 

Habrá  que  creer  que  la  resolución  debió 
ser  meditada  y  exigida  por  las  circunstancias, 
y  hasta  que  fué  demorada;  pero  para  el  niño 
tuvo  que  ser  asimismo  insólita.  Sólo  que,  con  su 


22  • 


mansedumbre,  con  su  modo  de  saber  acatar  las 
cosas,  con  esa  obediencia  tan  dulce,  respondió 
sin  asomo  de  amargura:  — "Haré  corno  usted 
dice...  ¡Que  se  haga  la  voluntad  del  Señor!" 

Y  a  los  once  años,  todavía  con  sus  panta- 
lones cortos,  entró  a  formar  parte  del  plantel 
estable  de  los  tejedores,  y  desde  el  día  siguien- 
te trabajó  en  la  fábrica,  como  si  aquél  hubiera 
sido  su  gusto. 

Algunos  biógrafos  dicen  que  el  padre  ex- 
plicó al  hijo  que  los  tiempos  eran  malos  y.  que 
no  podía  seguir  pagando  los  maestros;  Mon- 
señor Aguilar  da  la  versión  de  que  había  muer- 
to su  profesor  de  gramática,  y  que  el  padre  ale- 
gó que  no  era  fácil  hallar  quien  lo  reemplazara, 
por  lo  cual  tomaba  esa  resolución;  pero  de 
cualquier  modo  que  fuere,  en  el  taller  no  pa- 
reció su  actitud  de  sacrificio.  ¿Era  porque  to- 
davía tenía  esperanzas?  Porque  se  ha  dicho,  y 
lo  dice  en  su  obra  el  Padre  Cristóbal  Fernán- 
dez, que  el  muchacho  trabajaba  sin  perder  con- 
tacto con  aquellas  materias  y  pensamientos  que 
lo  atraían,  y  que  así,  mientras  la  mano  derecha 
estaba  ocupada  en  voltear  la  manivela  y  la  iz- 
quierda en  gobernar  los  hilos,  los  ojos  seguían 
con  frecuencia  la  lectura  de  un  libro  que  logra- 
ba colocar  a  su  alcance.  Y  también  que  esto 
llamaba  la  atención  de  sus  compañeros,  y  (pie 
maliciosos  y  con  palabras  irónicas  le  preguntar 
ban  entonces  para  qué  estudiaba,  y,  que  él,  lle- 
no de  candor  y  sencillez,  decía  siempre  que  iba 
a  ser  cura. 

Esta  respuesta   causaba  invariablemente 


•  23 


risa,  sobre  todo  a  las  mujeres,  cjue  eran  ignoran 
tes,  ordinarias  e  irrespetuosas  de  las  cosas  del 
cielo,  y  que  reían  porque  no  lo  comprendían. 
¿Cómo  podía  ser  cura  si  estaba  entre  ellos?  Y 
lo  miraban  y  se  miraban,  y  le  tenían  ya  lásti- 
ma, porque  sabían  que  estaba  engañado.  Pero 
allí  mismo  él  se  ofrecía  a  Dios,  y  le  decía:  "Hu- 
manamente no  veo  esperanza  ninguna,  pero 
Vos  sois  poderoso  y  si  queréis  lo  arreglaréis 
todo"... 


Hasta  ahora  hemos  ido  señalando  faces 
más  o  menos  claras  y  precisas  de  su  personalr 
dad,  faces  que  pueden  sintetizarse  así :  espíritu 
religioso,  amor  a  Dios  y  a  la  Virgen,  humildad, 
mansedumbre,  obediencia,  desinterés  en  todo, 
hasta  por  los  elogios,  sencillez,  generosidad  en 
su  manera  de  darse.  Más  adelante  subrayare- 
mos el  heroísmo  de  su  santidad,  su  modo  de 
someterse,  de  dominarse,  de  sacrificarse,  de 
mortificarse.  Pero  también  su  temperamento 
violentísimo,  que  por  la  fuerza  de  la  inmensa 
voluntad  del  Santo  fué  talmente  vencido,  que 
parecía  de  suavidad  inalterable  y  perfecta. 

Tenía  once  años  cuando  empezó  a  tener 
ese  dominio  sobre  sí. 

Acababa  de  constatar  horrorizado  que  iba 
tomando  aversión  a  su  madre.  Nunca  explicó 
por  qué.  Pero  sufría.  Y  comprendió  que  debía 
castigarse  para  corregirse  y  para  devolver  a  su 
corazón  amargado  el  bálsamo  de  la  sinceridad 
y  del  amor,  y  se  esforzó  por  tratarla  con  más 


24 


ternura.  Xo  tuvo  nunca  gestos  de  malhumor 
para  ella  ni  días  de  indiferencia,  y  salió  de  aque- 
lla tormenta  sin  que  la  madre  descubriera  las  pe- 
nalidades de  su  niño. 

Pero  como  en  su  espíritu,  que  estaba  des- 
conforme todavía,  quedaba  una  duda,  consul- 
tó con  su  confesor,  que  al  decirle  Antonio  de 
su  conducta  y  de  su  expiación,  respondió,  apro- 
bándolo: "Dios  es  quien  te  guía,  hijo  mío.  Sé 
fiel  a  la  gracia".  Porque  aquél  vió  una  gracia 
en  esa  manera  de  torcer  los  necios  pensamien- 
tos y  de  encontrar  su  paz  sin  auxilio  alguno. 


Otro  episodio  va  a  poner  en  evidencia  las 
bondadosas  maneras  de  este  muchacho,  que 
recién  cumplía  catorce  años.  Demuestra  en  él 
una  preciosa  comprensión,  un  sentido  de  her- 
mandad y  una  sincera  piedad. 

El  era  en  la  fábrica  uno  de  los  mejores 
obreros,  más  ágil  que  los  otros  y  más  conscien- 
te de  su  deber.  Así,  en  el  tiempo  en  que  los  de- 
más terminaban  una  pieza  de  tela,  como  se  dice 
entre  tejedores,  él  ligaba  una  y  media.  Y  sus 
trabajos  eran  aún  más  prolijos,  más  perfectos 
y  sus  puntos  más  apretados.  Halagado  el  pa- 
dre, animado  también  de  poder  hacer  de  Anto- 
nio un  buen  obrero,  y  en  parte  además,  para  su 
beneficio,  dispuso  que  el  muchacho  y  uno  de 
los  compañeros,  revisaran  todos  los  trabajos 
antes  de  darlos  por  terminados. 

Para  cualquiera  pudo  significar  eso  una 
distinción,  la  constatación  de  una  superioridad. 


•  25 


y  es  probable  que  así  lo  juzgara  el  otro.  Pero 
para  Antonio  era  tarea  dolorosa  la  de  corregir 
los  errores  o  negligencias  de  los  demás.  Sufría 
más  que  quienes  eran  amonestados  y  quería 
que  sus  palabras  no  tomaran  acento  de  correc- 
ción. Entonces  comenzaba  siempre  por  mos- 
trar lo  bueno  de  cada  trabajo  a  fin  de  indi- 
car luego  los  defectos. 

— Para  que  la  labor  pueda  considerarse  per- 
fecta sólo  habría  que  modificar  este  detalle  y 
aquella  otra  cosa. 

No  es  esta  una  forma  corriente.  Esos  mi- 
ramientos para  no  herir  ni  desanimar  mostra- 
ban delicadísimas  condiciones  de  nobleza  y  de 
comprensión.  Pero  él  no  consideró  nunca  que 
en  ello  hubiera  mérito.  Decía  que  procedía  así 
sin  saber  por  qué,  aunque  más  tarde  diga: 

— "Con  el  tiempo  he  sabido  que  era  una  es- 
pecial gracia  y  bendición  de  dulzura  con  que 
el  Señor  me  había  prevenido". 

Y  en  esa  forma  iba  ganándose  sus  corazo- 
nes, conquistando  sus  buenas  voluntades,  y  lle- 
vando a  sus  compañeros  hacia  Dios,  ya  con  su 
prédica,  ya  con  su  ejemplo,  ya  con  ese  ascen- 
diente que  tenía  ahora  sobre  ellos.  Y  con  él 
rezaron  un  rosario  todos  los  días  y  un  avema- 
ria cada  hora. 


Hablaba  a  todos  con  palabras  medidas,  con 
palabras  igualmente  cordiales,  suaves,  serení- 
simas. No  se  arrebataba  nunca.  No  discutía 
ningún  tema.  Los  otros  se  ofuscaban  con  fre- 


26  • 


cuencia,  gritaban.  Era  un  momento  de  apasio- 
nados debates  políticos,  cuando  España  estaba 
enconadamente  dividida,  entre  los  que  acom- 
pañaban a  Fernando  VII  y  los  que  condena- 
ban sus  actos,  porque  había  gran  desconformi- 
dad al  no  haber  sido  puesta  en  vigencia  la 
Constitución.  ¿Quién  hubiera  podido  dejar  de 
sostener  con  calor  una  de  las  posiciones? 

Pero  Antonio  seguía  sin  hablar  de  aquel 
problema  candente.  Era  extraño  que  no  tuvie- 
ra una  secreta  posición,  aunque  sus  biógrafos 
piensan  que  no  podía  estar  sinceramente  ni  con 
el  Rey  ni  con  don  Carlos.  Y  así  debió  ser,  a  pe- 
sar de  que  en  Sallent,  como  dijo,  hasta  el  aire 
que  se  respiraba  era  constitucional. 

Sin  embargo,  él  andaba  como  un  sonám- 
bulo entre  las  discusiones,  como  sin  escuchar 
a  los  que  reñían.  Solamente  hablaba  de  má- 
quinas y  de  dibujos,  como  si  ignorara  las  cosas. 
Y  dice  el  Padre  Aguilar,  en  su  obra  sobre  Cla- 
ret,  que  esa  posición  de  prescindencia  no  impi- 
dió que  historiadores  inescrupulosos  lo  presen- 
taran asimismo  como  interviniendo  en  política. 
Pero  ¿en  cuál  de  los  partidos?  Algunos  sostu- 
vieron que  era  partidario  del  Rey;  otros  habla- 
ron de  sus  ideas  liberales,  y  hasta  dijeron  ha- 
berlo visto  "con  su  fusil  de  chispa  y  su  enorme 
morrión"  gritando:  "¡  Viva  la  Constitución!" 


La  Historia  va  a  dar  ahora  un  vuelco,  pues 
Fernando,  sabiéndose  inseguro,  no  sólo  pondrá 
en  vigencia  la  Constitución,  con  lo  cual  apaci- 


•  27 


guará  por  ahora  a  España,  sino  que  se  presen- 
tará como  el  más  ardoroso  partidario,  y  dis- 
pondrá que  cada  ciudad  o  pueblo,  llame  a  su 
plaza  principal,  de  la  "Constitución".  Y  los  de 
Sallent,  como  los  otros,  van  a  estar  también  de 
fiesta,  pues  se  ha  decretado  que  todo  se  reali- 
ce con  pompa  y  alegría. 

Es  un  acto  de  paz,  que  une  a  realistas,  re- 
publicanos, liberales  y  católicos,  y  que  va  a  ser 
festejado  con  entusiasmo,  quizá  porque  todos 
creyeron  en  la  sinceridad  de  las  palabras  del 
monarca,  o  porque  el  hecho  en  sí,  bastó  para 
dar  satisfacción  a  todos.  Y  en  medio  de  aque- 
lla efervescencia,  entre  aquellos  preparativos,  la 
casa  de  Antonio,  es  decir,  la  casa  de  su  padre, 
fué  adornada  rumbosamente  con  grandes  col- 
gaduras, quien  sabe  si  por  disposición  de  las 
autoridades  que  todo  lo  disponían,  aunque  no 
se  dice  que  Juan  Claret  no  lo  hiciera  por  deci- 
sión propia.  Y,  si  eso  puede  pensarse,  es  debido 
a  que  las  órdenes  llegaban  a  los  pueblos  de- 
talladas y  expresas,  sin  que  nada  se  dejara  a 
voluntad  de  los  habitantes.  Se  levantaría  así 
un  espacioso  tablado  en  la  plaza  que  iba  a  bau- 
tizarse; se  colocaría  en  ella  un  gran  retrato 
del  Rey,  con  velo  para  descorrer  a  la  hora  de  la 
ceremonia;  se  pronunciarían  discursos  enco- 
miásticos, y  se  disponía  por  edicto  que  asistie- 
ran en  corporación  las  autoridades  y  el  clero, 
aquéllas  en  traje  de  etiqueta,  y  los  sacerdotes 
con  bonete  y  manteo,  y  que  luego  en  las  igle- 
sias fuera  explicada  la  Constitución,  para  que 
se  hablara  de  ella,  desde  el  pulpito.  Y  todo  de- 


28  • 


bía  ser  grandioso  y  solemne  y,  todo  también 
entusiasta  y  espontáneo. 

Así,  por  la  noche  las  fiestas  continuarían 
para  solaz  del  pueblo,  que  debía  bailar  tres  días 
en  las  calles  y  plazas,  a  modo  de  adhesión.  Ha- 
bría profusión  de  salvas  y  campanas;  se  toca- 
ría el  himno;  y  frente  a  la  casa  de  don  Diégo 
Artigas,  allí  en  la  plaza,  se  mantendrían  encen- 
didos hasta  el  alba  diez  hachones  de  cera,  ya 
que  para  todos  debía  ser  hora  de  júbilo. 

¿Por  qué  Antonio  permanecía  ausente?.  .  . 
¿Veía  ya  más  (pie  los  otros?.  .  . 


Aquella  alegría  general  era  en  verdad  una 
prueba  de  esperanza. 

Pero  la  Constitución  no  iba  a  ser  cumpli- 
da. Había  sido  aprovechada  para  pacificar  y 
crear  un  clima  benigno,  hasta  que  llegara  el 
momento  de  imponer  de  nuevo  el  despotismo 
absolutista.  De  ahí  que  los  que  festejaron  de 
buena  fe  aquella  conquista,  indignados  al  sen- 
tirse defraudados,  al  verse  burlados,  empeza- 
ran a  sublevarse  otra  vez,  y  que  en  Cataluña 
como  en  Aragón,  grandes  bandas  de  campesi- 
nos armados  recorrieran  las  campiñas  para  in- 
citar a  un  movimiento  de  guerrillas. 

La  desconformidad  era  pues  cada  día  ma- 
yor. Se  había  perdido  la  confianza,  y  hasta  el 
ejército  se  mostró  desconforme. 

La  situación  de  España  iba  siendo  grave. 
Y  fué  cuando  el  Rey  pidió  entonces  apoyo  a 
su  primo,  el  de  Francia,  que  le  envió  aquel  ejér- 


•  29 


cito  que  mandara  el  duque  de  Angulema  y  fue- 
ra conocido  con  el  nombre  de  los  Cien  mil  hijos 
de  San  Luis. 

Es  que  Fernando  había  dejado  de  ser  cons- 
titucionalista,  y  ya  sin  la  máscara  de  aquella 
conveniencia,  atacó  ensañadamente  a  los  que 
se  habían  mostrado  sinceros  partidarios,  con  lo 
que  se  creó  un  momento  de  confusión  en  toda 
España.  ¿Acaso  se  podía  hablar  todavía  de  co- 
razón a  corazón?  Fué  época  de  venganzas  y  te- 
rror, porque  nadie  estaba  seguro  al  hablar  de 
no  ser  delatado,  y  todos  eran  traidores,  o  po- 
dían serlo. 

¿Por  que  eligió  Antonio  ese  preciso  mo- 
mento de  agitación  y  terror,  para  ir  a  estudiar 
a  Barcelona?  Evidentemente  porque  se  hallaba 
alejado  de  los  sucesos  y  debemos  considerarlo 
como  indiferente  a  los  problemas  políticos. 

Su  vida  seguía  siendo  retirada,  aunque  no 
tan  fuera  de  las  cosas  del  mundo.  Y  habría  que 
decirlo :  por  un  instante  primó  en  él  la  vocación 
laboral.  Se  había  propüesto  mejorar  su  situa- 
ción de  fabricante.  Quería  ser  un  buen  obrero. 
Fué  así  un  tiempo  de  pausa,  sino  de  claudica- 
ción, momento  en  que  se  desviaba,  que  hacía 
otro  camino...  Pero  acaso  él  todavía  no  se 
daba  cuenta.  O  quizá  no  quería  darse  cuenta. 

Quería  trabajar  a  ejemplo  de  San  Pa- 
blo, para  pagar  el  sostenimiento  y  los  estudios, 
y  así  lo  hizo.  Se  empleó  en  una  fábrica,  la  de 
Vagatans,  mientras  se  matriculaba  en  la  casa 


30  • 


de  Lonja,  a  fin  de  aprender  dibujo.  Otras  ma- 
terias, como  gramática  castellana  y  francesa, 
matemáticas,  geografía,  astronomía,  las  estu- 
diaría particularmente  y  de  noche,  a  fin  de  no 
perder  el  tiempo.  Y  en  la  Casa  de  la  Lonja  ya 
obtenía  premios,  y  en  la  fábrica  adonde  tra- 
bajaba se  le  empezaba  a  poner  en  las  tareas 
de  los  obreros  avezados.  Se  producía,  evidente- 
mente, un  cambio  de  rumbo  en  su  vida.  Lle- 
garía a  ser  un  fabricante  muy  capacitado,  y  así 
se  pensaba,  ya  que  los  grandes  industriales  qui- 
sieron hablar  con  su  padre,  al  que  propusieron 
una  sociedad,  en  la  que  se  colocaría  el  mucha- 
cho al  frente  de  los  negocios.  ¿No  copiaba  ya 
las  telas,  y  hasta  sabía  mejorarlas?  Veían  to- 
dos en  él  una  adquisición,  y  el  padre  hubiera 
aceptado  con  entusiasmo,  sólo  que  el  mucha- 
cho, no  se  sabe  por  qué,  no  se  resolvía,  y  ale- 
gaba ser  demasiado  joven.  Pero  parecía  asi- 
mismo dispuesto  a  seguir  en  la  fabricación. 

Ya  no  sería  cura.  Va  no  tenía  la  misma  de- 
voción. No  ponía  medallas  y  estampas  en  su 
telar,  como  antes,  no  trataba  de  catequizar  a 
sus  compañeros,  ni  rezaba  él  rosario  junto  a 
ellos.  Lo  rezaba  a  solas,  en  su  cuarto,  sin  ha- 
blar a  nadie  de  su  fe.  Pero  la  populosa  ciudad, 
que  tanto  lo  había  cambiado,  no  había  termi- 
nado su  obra.  El  no  entraba  a  un  despacho  de 
bebidas;  aun  no  miraba  a  las  mujeres  con  la 
cabeza  levantada;  y  si  podía  no  les  hablaba.  Se- 
guía siendo  tímido,  puro,  severo  en  su  conduc- 


•  31 


ta.  Pero  se  conformaba  con  muchas  cosas  que 
antes  le  hubieran  parecido  tremendas.  Así,  iba 
a  la  última  misa,  de  San  Justo,  aunque  dicién- 
dose siempre  por  el  camino  (pie  eso  no  estaba 
bien,  porque  si  por  alguna  causa  inesperada  no 
hubiera  misa,  se  quedaría  sin  misa.  Sólo  que 
ahora  se  reconvenía  sin  corregirse. 


El  Padre  Fernández,  uno  de  sus  biógrafos, 
dice  que  los  que  pasan  por  estos  períodos,  le  lla- 
man estados  de  tibieza,  y  que  los  místicos, 
atentos  a  las  luchas  interiores,  y  a  las  peno- 
sas energías  que  se  desarrollan,  los  titulan  "no- 
che oscura  del  sentido".  Y  en  eso  estaba. 

Los  elogios  y  los  triunfos  habían  desperta- 
do en  él  también,  la  común  y  humana  vanidad, 
que  aferra  a  las  cosas  y  aleja  del  cielo. 

El  dirá  que,  entonces,  hasta  el  mismo  cum- 
plimiento de  las  obligaciones  religiosas  iba  re- 
sultándole  un  verdadero  martirio.  .  .  Oía  la  mi- 
sa distraído,  con  la  mente  en  los  inventos,  en 
las  máquinas,  en  las  difíciles  y  apasionantes 
soluciones...  Y  tanto  fué  así,  que  empezó  a 
preocuparse.  Había  llegado  a  vivir  en  un  es- 
tado de  alma  no  previsto.  Estaba  fuera  de  su 
órbita. 

Fué  a  su  confesor,  al  Padre  Amigó,  un 
hombre  talentoso  y  comprensivo,  que  respon- 
dió tranquilizadoramente.  Sin  duda  quiso  arro- 
jar un  cabo  al  muchacho  que  empezaba  a  per- 
derse, que  se  había  alejado  de  sus  deseos  y  que 
sin  darse  cuenta,  ya  no  sentía  con  su  corazón... 


32  • 


"Atendiendo  a  todo,  le  dijo,  usted  cumple  y 
emplea  bien  su  tiempo".  Y  esto  consta,  como 
está  dicho,  en  los  libros  que  tratan  su  vida  y 
según  éstos,  en  el  Proceso  Informativo  de  Bar- 
celona. 

El  espíritu  del  mundo,  que  lo  rodeaba,  se 
iba  apoderando  de  él.  ¿Cómo  defenderse?... 
¿Por  qué  defenderse?...  Posiblemente  ambas 
posiciones  alternaban  en  su  mente.  Quería  se- 
guir siendo  él  mismo.  Pero  ya  no  lo  era.  Tal 
vez  ya  no  veía  tampoco  la  necesidad  de  seguir 
siendo  como  antes,  puesto  que  había  cambiado. 
]£1  proceso  de  transformación  debió  ser  lento. 
Y  si  al  principio  él  se  había  resistido,  sus  com- 
pañeros lo  presionaban  constantemente  con 
sus  hábitos,  sus  gustos,  sus  tendencias,  con 
sus  mismas  expresiones.  Y  ahora  se  le  ofre- 
cían corazones  también,  como  a  los  demás,  o 
como  a  ellos  solamente  cuerpos.  ¿Qué  hacer? 
¿No  consideraban  todos  ridicula  su  pureza,  su 
rectitud,  su  lealtad? 

Pero  él  seguía  manteniendo  aquella  con- 
ducta que  los  otros  no  comprendían.  Y  asimis- 
mo, la  mujer  de  uno  de  sus  amigos  se  enamoró 
de  él,  o  como  mujer  coqueta,  quiso  jugar  con  él, 
colocándolo  en  la  desairada  posición  de  tener 
que  huir  de  ella.  ¿No  era  porque  conservaba 
escrúpulos  morales  y  principios  religiosos? 


Pero  en  otros  aspectos  ya  había  empeza- 
do a  ceder.  Trabajaba  afanosamente,  pero  lo  ha- 
cía para  ser  rico.  Sus  compañeros  debieron  ver 


•  33 


esa  debilidad  suya,  y  como  una  serpiente  uno 
pudo  deslizarse  a  su  lado,  amigo  artero,  que 
iba  a  proponerle  el  canto  de  los  negocios,  y  le 
dijo  que  solamente  tendría  que  entregar  las 
sumas.  No  precisaba  entender  aquel  manejo 
complicado  que  el  otro  tan  bien  sabía.  Le  ha- 
bló de  que  tenía  buena  cabeza,  y  él  creyó/  Le 
dijo  que  empezarían  por  jugar  a  la  lotería.  De- 
bió parecer  inocente,  y  Antonio  lo  dejó  ha- 
cer. .  . 

Luego  entraron  en  otros  juegos,  en  otros 
negocios.  El  no  los  comprendía.  Eran  cosas  lí- 
citas; pero  que  sólo  sabían  los  que  estaban  en 
esas  cosas.  Y  ganaba  mucho  dinero. .  .  En  rea- 
lidad no  vió  nada  más.  Pero  quería  ser  rico. 
No  era  malo.  Por  eso  el  golpe  fué  terrible. 


Un  día  supo  que  su  socio  estaba  en  la  cár- 
cel. Había  especulado  y  había  estafado  con  su 
dinero,  a  causa  de  su  debilidad,  de  su  estupi- 
dez. Quedó  horrorizado.  El  lo  había  ayudado, 
sin  darse  cuenta.  Y  ahora  se  veía  unido  a  un 
delincuente.  Ciertamente  que  tuvo  vergüenza. 
Ya  ni  quería  salir  a  la  calle.  Pensaba  que  todos 
lo  miraban.  Le  parecía  que  lo  señalaban  con 
el  dedo. 

¿Cómo  no  cortó,  sin  embargo,  definitivamen- 
te con  aquella  existencia?...  Vivía  casi  ence- 
rrado. Pero  no  dejó  la  turbadora  ciudad.  No  se 
fué.  Estaba  asqueado  del  mundo.  Y  seguía  en 
él.  Se  encontraba  y  hablaba  con  aquellos  com- 
pañeros peligrosos  y  divertidos.  ¿Acaso  lo  ha- 


34  • 


cía,  lo  admitía,  porque  la  fabricación  lo  tenía 
fascinado? 


Con  esos  amigos  fué  aquella  tarde  también 
a  la  playa  de  la  Barceloneta.  Era  verano,  y 
contento  como  un  niño,  corrió  descalzo  por 
la  arena  mojada,  dejándose  llevar  por  el  vér- 
tigo de  la  hora  límpida.  Así,  cegado  de  luz,  de 
color,  de  gozo,  no  vió  la  gran  ola  que  se  había 
alzado,  ya  sobre  él,  y  que  en  su  reflujo,  lo 
arrastró  mar  afuera. 

Gritaron  en  vano  sus  compañeros.  Grita- 
ron cobardemente  sin  arriesgarse,  sin  animar- 
se a  auxiliarlo.  Pero  quedaron  aterrados,  por- 
que lo  vieron  desaparecer,  como  lo  vieron  to- 
dos los  que  estaban  en  la  playa.  Y,  consterna- 
dos se  alejaron  al  fin,  comentando  el  hecho. 

El  también  comprendió  que  debía  morir. 
Estaba  lejos,  no  sabía  nadar,  y  ya  la  orilla  se 
perdía  a  sus  ojos.  En  aquel  segundo  angustio- 
so, en  el  que  empezaba  a  irse,  acaso  se  acordó 
de  sus  padres,  pasó  todo  como  ráfaga,  su  pue- 
blo, su  fe  de  niño.  Y  esta  fué  su  ancla.  Se  hi- 
zo como  una  luz.  Invocó  a  la  Virgen  y  le  pidió 
ayuda.  Casi  la  había  olvidado,  y  ella  oyó  su  sú- 
plica desesperada,  ardiente,  sincera,  y  como  de 
antes.  Quedó  entonces  sobre  el  mar,  sin  que  ya 
el  agua  tocara  su  boca,  sin  que  mojara  sus  la- 
bios, acostado  como  sobre  un  lecho  de  olas. 

Igual  que  en  un  sueño,  suavemente  las  olas 
lo  llevaron  a  la  orilla,  a  la  playa  y  lo  dejaron 
en  la  arena  con  sus  ropas  secas,  con  sus  manos 
secas. 


•  35 


La  emoción  saltaba  en  su  pecho.  Y  ja- 
deante se  puso  de  píe,  comprendiendo  el  mi- 
lagro. ¿Era  una  advertencia?...  Estaba  páli- 
do... 

Después  corrió  para  alejarse,  y  llegó  a  la 
casa,  casi  a  un  tiempo  que  sus  compañeros,  que 
lo  miraron  atónitos  y  sin  comprender.  Había 
desaparecido  a  su  vista.  ¿Cómo  estaba  con 
ellos?  Hicieron  preguntas...  Se  hablaban  sin 
darse  cuenta.  .  .  Veían  sus  ropas  secas,  sus  ma- 
nos secas . .  . 

El  se  encerró  en  su  cuarto  a  sollozar,  y  con 
las  manos  en  la  cara,  rezó  de  rodillas  ante  la 
milagrosa,  emocionado  y  agradecido. 


Algunos  autores  piensan  que  en  ese  mo- 
mento nació  en  Antonio  la  idea  de  hacerse  car- 
tujo, y  que  fué  cuando  recapacitó  y  volvió  en 
sí.  Otros  hablan  de  un  episodio  posterior  y  de- 
cisivo. Habría  sido  en  su  pueblo,  cuando  fué 
para  las  fiestas  de  San  Sebastián.  Pero  aquí 
de  nuevo  se  dividen  las  informaciones,  y  así, 
mientras  unos  dicen  que  había  ido  a  casa  del 
notario  Camps,  adonde  se  bailaba  festejando 
un  bautismo  y,  por  voluntad  propia,  otros  di- 
cen que  fué  llevado  a  la  fuerza.  Y  una  versión, 
la  primera,  alude  a  que  mientras  bailaban,  pa- 
só el  viático,  y  que  él,  al  oirlo,  propuso  un  mo- 
mento de  recogimiento,  que  fué  rechazado,  sa- 
liendo entonces  con  su  compañera  al  balcón  y 
que,  mientras  rezaban  de  rodillas,  los  techos  de 
la  sala  cayeron,  muriendo  los  demás  bailarines. 


36  • 


Que  ella  habría  entrado  en  un  convento  y  él 
habría  decidido  hacerse  cartujo. 

La  otra  versión,  que  el  Padre  Clotet  tu- 
vo más  verídica,  dice  que  fué  llevado  al  baile 
entre  muchos  amigos  y  a  la  fuerza,  y  que  en 
cuanto  pudo  desasirse  de  sus  brazos  y  salir 
a  la  calle,  los  techos  se  derrumbaron  y  se  ha- 
bría producido  la  tragedia. 

De  acuerdo  al  primer  relato,  Antonio  no 
habría  llegado  a  Sallent  con  intenciones  defi- 
nidas; según  el  segundo,  podría  haber  tenido 
ya  el  proyecto  de  hacerse  monje.  Pero  la  fami- 
lia recibió  la  noticia  con  sorpresa,  y  el  padre, 
que  estaba  satisfecho  de  que  su  hijo  triunfara 
en  el  mundo  quedó  apenado.  Sin  embargo,  a 
ese  deseo  mundano  iba  a  contraoponerse  su  re- 
ligiosidad. Era  demasiado  creyente  para  dis- 
gustarse con  aquella  decisión.  Y  si  en  su  fondo 
íntimo,  hubiera  querido  no  perderlo  tan  total- 
mente, sólo  dijo:  No  quiero  quitarte  la  voca- 
ción; pero  piénsalo  bien,  encomiéndalo  a  Dios 
y  consulta  con  tu  director  espiritual.  Y  si  éste 
dice  que  es  la  voluntad  de  Dios,  la  acato  y  la 
adoro,  por  más  que  lo  sienta  mi  corazón." 

Eran  palabras  traspasadas,  pero  devotísi- 
mas; hablaba  con  emoción  y  con  gravedad,  co- 
mo correspondía  a  la  hora,  que  era  de  sacrifi- 
cio. Y  luego  añadió:  "Si  fuera  posible  que  en 
lugar  de  meterte  a  fraile,  te  hicieras  sacerdo- 
te secular,  me  gustaría  más"...  Deslizaba  la 
frase  tímida,  con  el  anhelo  de  que  sirviera  de 
insinuación,  pero  sin  acentuarla,  pronuncián- 
dola apenas,  como  negándose  el  derecho  de  de- 


•  37 


cirla,  y  agregó  enseguida:  "Pero  con  todo,  que 
se  haga  la  voluntad  de  Dios". 

Había  dolor  en  cada  una  de  sus  palabras, 
acento  humano;  pero  el  hijo  estaba  resuelto  y 
mantuvo  su  voluntad  de  ser  cartujo. 


Sin  embargo  el  Padre  Amigó,  su  confesor, 
consultado  por  él  sobre  este  nuevo  punto,  no 
estuvo  seguro  de  la  vocación  del  muchacho. 
Creyó  más  bien  en  una  exaltación  pasajera, 
tal  vez  en  un  efecto  accidental.  Y  sin  desani- 
marlo ni  tampoco  animarlo,  le  dijo  que  espe- 
rara, que  siguiera  por  ahora  en  sus  trabajos, 
y  que  dejara  que  la  Providencia  resolviera.  De 
ahí  que  Antonio,  dócil  como  siempre,  partiera 
otra  vez  para  Barcelona,  dispuesto  a  hacer  un 
compás  de  espera.  Pero  ya  su  vida  era  otra, 
retirada  y  de  estudio,  lo  que  probaba  que,  si 
la  resolución  no  había  sido  muy  meditada,  era 
asimismo  firme.  Estudió  en  ese  momento 
muy  especialmente  latín.  Algunos  dicen  que, 
con  don  Juan  Riera,  su  viejo  profesor,  y  que 
al  morir  éste,  unos  meses  después,  lo  estudió 
con  don  Francisco  Más  Artigas,  Francisco 
el  ciego,  como  se  le  llamaba,  porque  así 
estaba.  Y  se  dijo  y  él  lo  confirmará,  que  en 
poco  tiempo  decoraba  verbos,  y  que  tenía  tan 
satisfecho  a  su  maestro  que,  cuando  años  más 
tarde  éste  publique  un  diccionario  latino-caste- 
llano, lo  dedicará  en  recuerdo  de  estas  clases,  a 
quien  será  ya  entonces  el  Excelentísimo  Se- 
ñor Claret, 


38  • 


Y  en  verdad  existieron  motivos  para  esa 
satisfacción  del  maestro,  ya  que  en  nueve  me- 
ses, como  atestiguó  un  condiscípulo  suyo,  que 
fué  luego  presbítero,  Ignacio  Alemany,  apren- 
dió el  latín,  incluso  su  complicada  gramática, 
sin  poseer  casi  ningún  conocimiento  anterior 
de  esa  lengua.  Seguía  además,  los  estudios  de 
otras  materias  y  todo  esto  lo  hacía  sin  aban- 
donar asimismo  su  oficio  de  tejedor. 

En  ese  instante,  una  circunstancia  extraña 
a  él,  va  a  ayudar  a  encaminar  su  vida.  Es  el  ca- 
samiento de  su  hermano  Juan  con  la  hija  del 
delegado  del  Obispo  de  Vich  en  Sallent,  que 
viene  a  vincularlo  inesperadamente  a  elemen- 
tos de  la  Iglesia.  María  Casajuana,  ahora  su 
cuñada,  supo  pues  de  aquella  decisión,  que  tan- 
to preocupaba  a  la  familia  y  la  comentó  a  su 
vez,  llegando  también  la  noticia  al  propio  Obis- 
po Don  Martín  de  Jesús  Corcuera,  que  se  inte- 
resó entonces  por  conocer  al  joven  y  pidió  ie 
fuera  llevado  a  su  presencia.  Pero,  ¿quién  te- 
nía interés  en  que  se  realizara  la  entrevista?  Xo 
por  cierto  los  padres,  que  debían  preferir  que 
el  asunto  no  se  resolviera  tan  prontamente;  ni 
él,  que  temió,  que  a  insinuación  de  la  familia, 
tratara  de  disuadirlo  de  su  propósito.  Pero 
cuando  el  Obispo  y  Antonio  se  encontraron,  és- 
te quedó  resuelto  a  no  volver  a  Barcelona  y  a 
estudiar  en  Vich  filosofía  y  las  materias  nece- 
sarias a  su  nuevo  estado.  Y  ya  nadie  habló  de 
que  no  fuera  cartujo,  puesto  que  el  apoyo  del 


•  39 


Obispo  concluyó  con  las  vacilaciones,  porque 
era  persona  muy  reconocida,  sacerdote  de  con- 
sejo y  venerado  en  aquellos  lugares. 


Así,  el  día  de  San  Miguel,  Antonio,  el  p  i  - 
dre  y  la  madre,  oyeron  sin  luz  la  primera  mi- 
sa, con  los  ojos  rojos  de  insomnio,  y  partie 
ron  a  pie,  bajo  una  lluvia  mansa  y  persistente, 
que  duró  todo  el  día,  como  el  largo  camino 
que  llevaba  a  Vich.  Había  melancolía  en  el 
aire  y  en  los  rostros,  melancolía  en  los  pasos, 
como  en  las  palabras  innecesarias  que  cambia- 
ban, sin  que  dijeran  lo  que  querían  decir.  Iban 
con  sus  cartas  de  recomendación,  sin  duda 
terminantes  para  decidir  un  destino. 

A  momentos  rezaban  los  tres.  Debían  que- 
rer hacerlo  una  vez  más,  mientras  todavía  es- 
taban juntos,  porque  tenían  que  pensar  que  él 
no  volvería.  Y,  sin  prisa  se  acercaban  a  la  no- 
che, y  a  la  ciudad  real  y  episcopal,  como  se  le 
llamaba. 

Nunca  más  volverían  a  encontrarse  en  su 
casa,  al  abrir  una  puerta;  no  se  volverían  a  ver 
en  ninguna  calle,  en  ningún  camino.  El  iba  :i 
enclaustrarse,  y  hacía  un  viaje  sin  retorno. 

Era  imposible  que  el  padre  y  la  madre  no 
pensaran  que  cada  paso  que  daban  los  alejaba 
del  hijo,  que  desgarradamente  no  imaginaran 
que  tenía  esto  algo  de  muerte,  y  que  no  se  di- 
jeran en  las  pausas  sin  palabras: 

— "¡  Dios,  dadnos  un  amor  ardiente  por  Vos, 
un  vivo  temor  de  ofenderos,  un  gran  deseo  y 


40  • 


un  gran  cuidado  en  complaceros,  fuerza  para 
cumplir  nuestros  deberes,  paciencia  en  nues- 
tras aflicciones".  . . 


Penetraron  en  una  ciudad  de  calles  de  som- 
bra, de  casas  de  sombra,  adivinando  apenas  sus 
torres,  sin  vislumbrar  sus  jardines.  'Casi  no  la 
vieron  los  ojos  cansados  de  los  que  iban  car- 
gados de  penas  a  entregar  a  su  hijo  a  aque- 
lla ciudad  de  brazos  abiertos  para  quienes  lle- 
gaban, generosa  y  simpática  con  los  estudian- 
tes, acojedora  con  los  que  venían  pobres  a  en- 
contrar en  sus  casas  asilo  y  facilidades  para 
poder  estudiar. 

Levantada  sobre  una  planicie,  que  los  ria- 
chuelos volvían  sonora,  circundada  de  montes 
en  los  que  se  había  refugiado  la  historia  y  la 
leyenda,  que  el  mismo  Quijote  conoció  y  en 
los  que  tuvo  encuentros  y  aventuras,  predispo- 
nía a  recibir  su  encanto.  Era  amable  con  to- 
dos y  recogida,  sabia  por  su  Seminario,  severa 
por  sus  hábitos.  La  vieja  Ausona,  festonada 
de  murallas,  que  se  abrían  en  nueve  puertas, 
de  las  cuales  una  ostentaba  los  leones  y  armas 
de  la  ciudad,  guardaba  entre  sus  antiguas  cons- 
trucciones aquel  Seminario,  de  altos  y  espesos 
muros,  casi  no  abiertos  al  exterior,  y  que  re- 
gía la  vida  cristianísima  de  los  habitantes,  has- 
ta poderse  decir,  que  estaban  siempre  concurri- 
das sus  veinticuatro  iglesias,  y  vacío  su  único 
teatro. 

Eminentes  sacerdotes,  llenos  de  sabiduría 
y  virtudes,  hicieron  famoso  aquel  seminario. 


•  4; 


Miles  de  estudiantes,  entre  los  que  se  encontra- 
ban en  ese  momento  Balmes,  Xifré  y  Claret, 
seguían  allí  serias  disciplinas  y  lecciones  que 
culminaban  en  la  Suma  Teológica.  Y  un  gran 
público  asistía  diariamente  a  la  lectura  de  la 
Biblia,  que  escuchaba  de  pie,  y  que  los  semina- 
ristas leían  de  rodillas. 


Con  la  buena  recomendación  de  don  Mauri- 
cio Casajuana,  Antonio  fué  recibido  por  el  sa- 
cerdote Fortián  Bres,  Mayordomo  de  Palacio 
alojándose  ambos  en  una  lujosa  casa,  que  más 
tarde  perteneció  a  las  Beatas  Dominicas  y  cu- 
yo propietario  les  alquiló  el  segundo  piso. 

Era  una  mansión  importante,  con  entrada 
a  la  calle  Dos  Solas  y  un  ala  extendida  sobre 
la  calle  de  los  Angeles.  Tenía  ancha  escalera 
de  piedra,  galería  volada  sobre  un  umbroso  jar- 
dín, con  vista  a  la  montaña,  e  incrustada  en  un 
torreón  del  muro  exterior,  una  capillita,  entre 
árboles  y  flores.  Antonio  tuvo  en  esa  casa  su 
alcoba  y  su  estudio,  que  separaba  una  cortina. 
Piezas  ambas  desmanteladas,  como  convenía  a 
su  espíritu  y  correspondía  a  su  situación.  Allí 
tenía  su  mesa  de  trabajo  y  en  ella  una  calavera 
al  pie  de  un  crucifijo,  y  en  las  paredes,  una  ima- 
gen de  San  Bruno,  fundador  de  la  Orden  de  la 
Cartuja  y  un  cuadro  que  representaba  un  alma 
pecadora  cayendo  a  los  infiernos. 


Ahora  sus  días  comenzaban  con  la  aurora. 
Porque  si  recién  a  media  mañana  debía  entrar  a 


42  • 


clase,  rezaba,  meditaba  y  estudiaba  mientras 
la  ciudad  dormía. 

Su  vida  iba  siendo  de  más  en  más  espiri- 
tual. Y  así,  luego  de  su  frugal  almuerzo  y  an- 
tes de  volver  al  seminario,  pasaba  largo  tiempo 
arrodillado  en  la  capillita  de  la  Virgen  de  los 
Angeles,  allí  en  su  jardín,  y  tan  profundamente 
ensimismado,  que  su  oración  parecía  un  éx- 
tasis. 

Por  eso  cuando  las  hijas  del  dueño  de  casa, 
llevadas  por  un  azar,  lo  sorprendieron,  queda- 
ron tan  admiradas,  que  desde  entonces  busca- 
ron pretextos  para  levantarse  de  la  mesa,  a  fin 
de  espiarlo,  cosa  de  la  que  el  meditativo  jamás 
se  apercibió.  Pero  el  padre  de  ellas,  extrañado 
por  aquel  desasosiego  no  acostumbrado,  las  si- 
guió cierta  vez,  obteniendo  de  las  niñas  esta 
encantadora  respuesta:  Venimos  a  ver  rezar  al 
seminarista  porque  nos  parece  un  santo. 

Sin  saberlo,  habían  pronunciado  las  mis- 
mas palabras  que  sus  condiscípulos  de  los  años 
escolares.  Hacían  el  juicio  que  habían  hecho 
sus  camaradas  de  taller.  Lo  habían  juzgado  co- 
mo comenzaban  a  hacerlo  sus  compañeros  de 
seminario.  Porque  Cuando  uno  de  los  semina- 
ristas, Vilamitjana,  recuerde  estos  tiempos, 
siendo  ya  doctor  en  Teología,  Obispo  de  Tor- 
tosa  y  Arzobispo  de  Tarragona,  dirá:  "Creo 
que  ya  era  un  santo".  .  .  Y  el  muy  ilustre  doc- 
tor Sauquier  afirmará  algún  día  con  el  mismo 
convencimiento:  "Desde  sus  comienzos  existía 
en  él  esa  heroica  santidad  que  todos  admira- 
mos". 

•  43 


La  opinión  era  unánime.  Antonio  era  ya 
un  santo. 


Modestamente,  sin  embargo,  aquel  hom- 
bre no  aspiraba  a  la  santidad;  sólo  se  prepara- 
ba para  ser  cartujo. 

Pronto  vestirá  el  pardo  sayal  de  los  mon- 
jes, encerrado  en  la  Cartuja  de  Montealegre, 
y,  según  su  voluntad,  llevará  permanente  cili- 
cio. Joven,  desdeñará  las  conversaciones  mun- 
danales. Enfermo,  pasará  los  días  de  rodillas 
sobre  las  lozas.  Porque  ese  es  el  camino  que 
ha  elegido. 

Y  no  ignora  que  su  penitencia  puede  ser 
larga,  muy  larga,  ya  que  durará  hasta  que  Dios 
lo  mande  quedar  bajo  tierra. 

El  Padre  Bach,  del  Oratorio  de  San  Feli- 
pe de  Neri,  de  gran  ascendiente  con  los  semi- 
naristas, ha  aprobado  su  decisión  y  corre  en  ese 
momento  con  los  trámites. 

Pero  a  su  alrededor  nadie  más  conoce  su 
proyecto. 

Y  parte  sin  que  sus  compañeros  sepan 
adonde,  despidiéndose  de  ellos  con  un  cordial 
"hasta  la  vista",  que  sólo  para  él,  quiere  decir 
"hasta  la  eternidad". 


Llega  la  hora  de  la  reclusión,  cuando  la 
Torre  de  Diamante  del  Palacio  Real  de  Madrid 
ostenta  la  bandera  blanca  que  anuncia  al  mun- 
do el  nacimiento  de  la  Princesita  Isabel,  la  hi- 

44  • 


ja  de  Fernando  VII  y  de  María  Cristina  de  Ña- 
póles. 

La  Marquesa  de  Santa  Cruz,  aya  de  la 
princesa,  recién  la  llevará  en  brazos  para  ser 
bautizada  en  la  Capilla  Real,  rodeada  de  una 
corte  fastuosa  y  cerrada;  y  él  por  su  parte,  ya 
no  andará  más  por  el  mundo.  ¿Cómo  podrían 
encontrarse  sus  destinos? 

Ni  estaba  previsto  siquiera  que  ella  llega- 
ra a  ser  reina,  porque  la  ley  sálica,  puesta  en 
vigencia  por  Felipe  V,  prohibía  reinar  a  las 
mujeres,  y  no  teniendo  hijos  el  Rey,  el  trono 
pasaría  al  hermano  de  éste,  Don  Carlos,  el  tío 
de  la  Princesa.  Y  esa  ley  no  había  sido  aún  de- 
rogada. Además,  el  porvenir  era  lejano. 

¿  Podría  imaginar  alguno,  sin  que  pareciera 
desvarío,  que  ese  muchacho  de  manos  hechas 
para  las  tareas  fabriles,  modesto,  hijo  de  obre- 
ros, de  naturaleza  apocada,  al  que  muchos  ne- 
gaban talento  y  que  aspiraba  solamente  a  en- 
cerrarse en  una  celda,  pudiera  ser  personaje  en 
la  Corte?.  .  .  Cierto  es  que  Ximenez,  que  tan- 
ta preponderancia  tuviera  en  España,  ya  que 
fué  confesor  de  Isabel  la  Católica,  Arzobispo 
de  Toledo,  Primado  de  Iberia,  y  que  el  otro  Fer- 
nando tuvo  intención  de  designar,  para  ocupar 
a  su  muerte,  la  Regencia,  era  como  'Claret,  de 
muy  bajo  origen.  Pero  este  novicio  era  más 
llano,  más  tímido,  más  humilde;  y  sólo  quería 
imitar  a  San  P>runo. 

Pero  nadie  penetra  los  designios  de  Dios, 
hacedor  de  destinos.  Y  Antonio,  que  salió  de 

•  45 


Vich  para  no  volver  nunca,  no  llegó  a  la  Car- 
tuja. 

¿ Qué  pasó? 

iban  muchos  viajeros  por  un  camino  que 
la  tormenta  había  llenado  de  noche,  cuando 
una  turbonada  con  lluvias  torrenciales,  hizo 
que  todos  corrieran  a  buscar  refugio.  El  anda- 
ba con  ellos  todavía.  Pero  ya  no  los  acompañó. 

Estaba  enfermo,  aunque  él  no  se  creyera 
grave.  Acaso  sus  pulmones  no  resistían  aque- 
lla existencia  de  privaciones  y  trabajos.  ¿Sin- 
tió que  se  ahogaba  al  huir  ante  la  tempestad? 
Esa  es  la  explicación  más  verosímil  y  la  más 
admitida.  Como  una  advertencia,  quizá,  quedó 
un  punto  de  sangre  en  su  pañuelo. 

Vió  sin  duda  que  su  cuerpo  enfermo,  que- 
brado, roto,  no  era  ya  digno  de  ser  ofrecido  a 
Dios.  Y  que  era  demasiado  fácil  así  pagar  los 
pecados  del  mundo.  Porque  no  es  con  peniten- 
cias tan  breves  que  se  forjan  salvadores  de 
hombres. 


Su  retorno  no  sorprendió  en  el  seminario, 
puesto  que  sus  compañeros  lo  esperaban.  Y 
ninguno  sospechó  la  razón  de  su  viaje,  hallan- 
do natural  que  estuviera  otra  vez  entre  ellos. 
Pero  se  sabe  que  dió  detalladas  explicaciones  a 
su  confesor,  y  que  éste  lo  oyó  sin  aprobar  ni 
reprobar  su  conducta,  sólo  diciéndole:  "Hay 
que  esperar  a  que  la  Providencia  resuelva  su 
destino". 

Así  volvió  a  clase,  vencido,  callado  y  hu- 
mildísimo, estudiando  ahora  hasta  en  los  re- 


46  • 


creos,  y  durmiendo  apenas.  Y  hasta  en  las  va- 
caciones que  pasaba  con  su  familia  en  Sallent, 
llevaba  vida  conventual. 

Habló  su  hermana  María  de  su  encierro, 
de  sus  sacrificios,  de  sus  privaciones.  Había  sa- 
cado los  jergones  de  su  cama,  para  hacerla 
más  incómoda.  No  salía  de  su  cuarto  sino  a  la 
hora  de  comer.  Ella  misma  sorprendió  sus  za- 
patos llenos  de  piedritas,  que  llevaba  para  mor- 
tificarse. Y  una  criada  halló  disciplinas  debajo 
de  su  almohada,  y  una  corona  de  espinas,  que 
tenía  para  ceñirse  las  sienes.  Y  ésta,  curiosa 
de  encontrar  esos  instrumentos  de  dolor,  lo  es- 
pió a  altas  horas  de  la  noche  y  vió  que  se  daba 
latigazos,  y  le  oyó  decir  quedamente:  "¡Como 
Vos  en  el  pesebre  y  yo  en  tan  blanda  cama! 
¡Vos  en  la  Cruz  y  yo  en  regalado  lecho!  "Y  en 
el  libro  de  Cruz  Ugalde  se  dice  que,  con  cada 
azote  que  se  daba,  recitaba  a  modo  de  letanía 
"ora  pro  nobis". 

Iba  así  cumpliendo  su  programa  de  sacri- 
ficios, y  a  un  tiempo  haciéndose  a  una  humildad 
y  a  una  pobreza,  que  no  dejará  nunca. 

Tal  vez  pensara  en  las  palabras  de  San 
Mateo,  que  dicen  que  el  que  se  hiciere  humilde 
será  el  mayor  en  el  reino  de  los  cielos.  .  . 


Antonio  quiere  ya  sentirse  más  opaco  y 
más  insignificante  cada  día.  Sólo  aspira  a  ser 
como  un  parvulito,  a  fin  de  complacer  a  Jesu- 
cristo. Busca  la  humillación  y  hacerse  oscuro  y 
parecer  el  último,  como  otros,  como  tantos,  bus- 


•  47 


can  el  triunfo  y  los  honores.  Y  a  manera  de 
premio,  que  casi  no  merece,  desea  servir  a  los 
desheredados. 

Por  eso  pasa  ahora  las  tardes  de  los  do- 
mingos en  el  hospital,  dedicado  a  tareas  de  en- 
fermero o  de  sirviente  y  ocupado  en  los  más 
desagradables  menesteres. 

Jamás  se  le  ocurre  reunirse  con  sus  con- 
discípulos en  los  parques,  cuando  bajo  el  sol 
de  invierno,  en  los  mediodías  claros,  vigorizan 
su  salud  mientras  tratan  o  discuten  temas  de 
clase,  ni  cuando  en  los  lentos  atardeceres  de 
estío,  buscan  bajo  la  espesa  fronda,  el  agrada- 
ble descanso,  con  el  necesario  apoyo  del  bre- 
viario. 

Ajeno  a  ellos  y  a  lo  que  ofrece  el  mundo, 
medita  en  su  alma  la  gran  verdad. 

Medita,  y  se  desvela  por  los  hombres.  Va 
a  ellos  para  aliviarlos  y  consolarlos,  con  pala- 
bras dulces  y  actos  llenos  de  abnegación. 

Sin  embargo,  a  veces,  un  enfermo  tiene  es- 
crúpulos de  dejarse  servir  por  el  seminarista, 
pues  no  considera  que  sean  tareas  propias  pa- 
ra él.  Pero  es  tanta  la  sinceridad  y  ardor  que 
pone  Antonio  en  que  se  le  dejen  cumplir  sus 
propósitos,  que  todos  ceden,  porque  compren- 
den que,  inflamado  por  un  santo  deseo,  como  el 
de  Asís  al  curar  a  los  leprosos,  está  haciendo 
caridad  divina. 


"Quiero  pasar  por  la  tierra  haciendo  bien 
como  Jesús..."  le  oirá  decir  alguno.  "Quiero 


48  • 


llevar  la  salud  a  los  cuerpos  y  a  las  almas".  .  . 
Y  alterna  así  sus  estudios,  con  esos  actos  de 
piedad. 

En  el  libro  que  Puigdessens  escribiera  so- 
bre el  Santo,  se  dice  que  desde  el  comienzo  y 
cuando  aún  su  virtud  no  había  llegado  al  heroís- 
mo, demostraba  ya  poseer  un  corazón  hermoso 
y  verdaderamente  grande.  Y  habla  de  su  cora- 
zón nobilísimo  y  generoso,  pronto  siempre  a  la 
caridad,  a  la  compasión  y  pleno  de  extraordina- 
ria y  no  común  delicadeza. 

Está  así  junto  al  que  sufre,  al  que  pasa 
miserias.  Alguno,  sabiéndolo,  indica  un  tugurio 
o  una  casa,  de  esas  que  no  tienen  llave,  y  a  las 
que  no  hay  interés  en  entrar.  Y  él  va  siempre. 

Una  tarde,  al  empujar  una  puerta,  halló  a 
un  hombre  enfermo  rodeado  de  niños  que  llo- 
raban de  hambre.  Los  veía  por  primera  vez,  y 
ya  estaba  disponiendo  todo  como  en  su  propia 
casa.  En  un  rincón,  como  mueble  inútil,  estaba 
el  telar  del  enfermo,  con  el  que  éste  trabajara 
para  mantener  la  familia.  Y  al  verlo,  Antonio 
dijo : 

— "Yo  tejeré  para  que  nada  le  falte". 
Y  al  retirarse,  agregó  que  volvería  al  día 
siguiente. 

Volvió  todas  las  tardes  y  hasta  de  noche, 
mientras  dormían  y  ya  no  faltó  el  pan. 

Quisieron  los  niños  saber  su  nombre. 
El  padre  dijo:  — Es  un  ángel. 

— ;Es  uno  de  los  ángeles  de  San  Isidro  el 
Labrador? . . . 


•  49 


Ellos  conocían  la  bella  historia  y  hallaron 
precioso  el  encuentro.  .  . 

Aclaró  el  padre:  — No  es  uno  de  aquéllos; 
es  otro  ángel. 

Volaban  las  ruedas  del  telar,  de  día,  de  no- 
che. Y  hubo  dinero  para  remedios,  hasta  que 
la  tos  de  aquel  padre  atribulado  cedió  y  desapa- 
ció  su  fiebre. 

Un  día,  pasados  ya  muchos  días,  dijo: 
— "Ahora  me  iré  por  el  mundo  a  llevar  a 
bocas  hambrientas  de  Dios,  el  pan  de  la  divina 
palabra".  Y  añadió  con  voz  exaltada:  "Siento 
que  unas  voces  me  llaman  de  lejos,  de  todo  el 
mundo" .  .  . 


Antonio  se  superaba  y  se  exigía  mayores 
sacrificios  cada  día.  Hacía  un  constante  ejer- 
cicio de  la  humildad,  de  la  caridad.  Pero  el  sa- 
cerdocio exige  muchas  virtudes,  muchas  priva- 
ciones, muchos  renunciamientos.  Y  él  estaba 
en  los  comienzos. 

¿Lograría  la  perfección  que  anhelaba? 

En  ese  momento  no  pareció  así,  sino  que 
todo  estaba  perdido,  que  iba  a  sucumbir. 

Se  había  propuesto  el  difícil  camino  sin 
sombras  de  San  Luis.  Y  una  mañana,  que  es- 
taba enfermo  y  la  fiebre  había  puesto  sus  ner- 
vios en  tensión,  se  apoderó  de  él  un  pensa- 
miento turbador.  Era  persistente.  Iba  dominán- 
dolo. 

Antonio  invocó  a  su  ángel. 

Pensó  en  su  vocación  que  se  desvanecía. 


50  • 


Ya  no  podría  ser  sacerdote.  Ansiosamente  ro- 
gó entonces  al  Señor  para  que  lo  librara  de  sus 
malos  deseos. 

Iba  desesperándose. 

Quizá,  horrorizado  contemplo  aquella  al- 
ma pecadora,  grabada  en  la  lámina  de  su  es- 
tudio, y  que  veía  descender  a  los  abismos.  ¿No 
tendrían  eco  sus  ruegos? 

— ¡  Qué  la  Virgen  me  ampare !  Llamó  así 
en  su  auxilio  a  la  abogada  de  los  pecadores.  Y 
de  nuevo  ella  oyó  su  llamado. 

Al  darse  vuelta  en  la  cama,  la  encontró  en 
el  aire  de  su  cuarto,  ''hermosísima  y  graciosí- 
sima", como  él  dijo,  con  su  ropaje  carmesí,  su 
manto  azul,  su  cabello  ondulado.  .  .  Ella  lo  mi- 
raba con  sus  ojos  dulces.  .  .  En  las  manos  sos- 
tenía una  guirnalda  de  fragantes  rosas,  tan  fra- 
gantes y  bellas,  como  él  no  había  visto  otras 
iguales.  .  .  ¿No  estaba  salvado? 

Extasiado  miró  su  rostro  luminoso...  Y 
se  vio  a  su  lado,  no  como  hombre,  sino  de  ni- 
ño, puro,  inocente,  arrodillado  y  con  las  manos 
juntas.  Se  vió  como  antes. 

Y  más  atrás  santos  y  santas,  y  en  el  fondo 
vió  demonios .  .  .  Los  ojos  milagrosos  lo  mira- 
ban. Los  labios  se  movieron.  Oyó  su  voz... 
"Antonio,  esta  corona  será  tuya  si  vences".  .  . 
Sintió  la  mano  sobre  su  cabeza,  y  el  niño  que- 
dó coronado. 

Cesó  de  oir  aquella  voz.  La  imagen  se  bo- 
rró. Pero  la  voz  y  la  imagen  quedaron  para  él, 
en  su  corazón.  Y  dirá  siempre:  no  fué  un  sueño, 


•  51 


no  fué  una  ilusión;  y  victoriosamente  soporta- 
rá ya  todas  las  pruebas,  porque  para  ello  le  bas- 
tará acordarse  de  aquella  presencia,  pensar  en 
aquellas  palabras .  .  . 


Muchos  son  los  que  van  a  atestiguar  su 
impresión,  mantenida  a  través  de  los  años,  los 
que  van  a  oir  a  relatar  el  milagro,  y  dirán  de 
una  voz  temblorosa  todavía,  encendida  de 
amor,  agradecida,  de  una  voz  que  vivía  el  ins- 
tante, de  una  voz  cálida  de  fe,  preciosa  de  segu- 
ridad. 

Así,  cuando  el  Santo  sea  Arzobispo  y  Di- 
rector del  Escorial,  narrará  un  día  a  sus  discí- 
pulos esta  aparición,  pero  sin  nombrarse  y  co- 
mo si  él  fuera  otro;  y  el  Obispo  Aguilar,  que  va 
a  estar  entre  ellos,  escribirá:  "El  rostro  del  Pa- 
dre Claret  se  animaba  por  grados  al  referirse 
al  suceso;  sus  ojos  parecían  buscar  o  contemplar 
todavía  a  la  Virgen;  su  voz  era  conmovida,  y 
notábase  en  todo  él  algo  extraordinario".  .  . 

Y  este  obispo,  que  fué  su  biógrafo,  dirá 
también,  cómo  todos  ellos  al  salir  de  la  capilla 
se  quedaron  comentando  el  hecho:  la  seguri- 
dad con  que  hablaba,  la  viveza  con  que  descri- 
bía la  pena  del  joven  y  sus  esfuerzos  por  resis- 
tir a  la  tentación,  y  el  calor  con  que  recordaba 
aquella  alegría  del  que  viera  a  la  Virgen  . 

Además,  en  otros  lugares,  distantes  en  el 
tiempo,  también,  de  aquel  suceso,  se  hicieron 
análogas  constataciones.  Y  así,  las  Beatas  Do- 
minicas, vieron  que  al  entrar  a  su  recibidor, 


52  • 


quedó  en  suspenso  ante  una  imagen  de  la  Vir- 
gen, que  tan  viva  fué  su  emoción  que  todas  cre- 
yeron que  algún  daño  le  sucedía.  Pero  que  él 
dijo : 

— "Es  que  esta  imagen  me  recuerda  la  apa- 
rición de  Nuestra  Señora,  a  un  amigo  mío".  .  . 
Y  hablaba  siempre  así,  porque  su  humildad  le 
impedía  expresarse  de  otro  modo. 


Después,  su  agradecimiento  a  la  Virgen 
va  a  estar  dado  por  todos  sus  actos,  por  todas 
sus  palabras.  Y  decía  frecuentemente:  "Alma 
cristiana,  acude  a  ella  en  todas  tus  necesidades, 
ámala  con  fervor,  sírvela  con  fidelidad,  obsé- 
quiala  con  devoción".  Es  que  aquel  auxilio  tu- 
vo hondísima  repercusión  en  su  vida  y  hasta  en 
su  obra  futura. 

El  Padre  Puigdessens  destacará  después 
con  qué  frases  tan  vivas  se  refería  a  ella.  El  Pa- 
dre Aguilar  hará  conocer  una  oración,  desde 
cuyas  primeras  palabras  se  advierte  el  ofreci- 
miento : 

"Yo,  Antonio  María  Claret,  Arzobispo, 
quisiera  tener  todas  las  vidas  de  los  hombres 
para  emplearlas  en  el  servicio  de  la  Madre  de 
Dios;  quisiera  tener  todas  las  vidas  de  los  San- 
tos y  Santas  del  Cielo  para  amar  a  la  Santí- 
sima Virgen  María  Madre  de  Dios,  con  aquel 
perfectísimo  y  ardentísimo  amor  con  que  ellos 
actualmente  la  aman"... 

En  cada  palabra  de  la  oración,  en  éstas  y 
en  las  que  siguen,  está  dado  ese  amor  que  hizo 


•  53 


decir  al  Padre  Gorricho,  ai  estudiar  al  Santo, 
que:  "difícilmente,  aún  nombrando  a  San  Bue- 
naventura, a  San  Bernardo,  a  Luis  de  Mont- 
fort,  a  San  Ligorio,  pudiera  hallarse  hijo  más 
encorazonado  de  María". 

¿No  afirmaba  la  hermana  de  Antonio,  que 
aquel  amor  era  tan  total,  que  sacudía  todas 
las  fibras  de  su  espíritu  y  que  sus  directores 
espirituales  nunca  llegaron  a  comprenderlo  ple- 
namente? 


Pero  volvamos  atrás.  Estamos  en  el  mo- 
mento en  que  cursa  su  segundo  año  de  filoso- 
fía, época  en  la  que,  a  los  ojos  del  mundo  no 
se  presenta  todavía  como  mejor  que  los  otros. 
Y  esto  vuelve  más  extraordinario  el  suceso  ya 
narrado  de  la  aparición  de  la  Virgen. 

Por  el  momento  es  casi  como  cualquiera, 
aunque  algunos  profesores  le  reconocieran  co- 
mo buen  estudiante.  Pero  ¿eso  importa  ante  lo 
que  luego  va  a  ser?  En  matemáticas  especial- 
mente, en  álgebra  y  geometría,  es  el  primero 
de  la  clase.  En  cambio  no  destaca  en  las  espe- 
culaciones del  espíritu.  El  Padre  Gorricho,  al 
buscar  una  explicación  de  esto,  dice  que  Anto- 
nio había  desarrollado  actividades  distintas  a 
las  de  sus  compañeros,  ya  que  al  principio  se 
movía  en  un  campo  más  práctico  que  especula- 
tivo. Y  así  puede  ser,  porque  luego,  al  profun- 
dizar sus  estudios,  cursará  con  brillantez  los 
siete  años  de  teología. 

Y  su  biógrafo,  el  Padre  Aguilar,  advierte 


54  • 


por  otra  parte  que,  en  ese  momento,  la  clasifi- 
cación de  mediana  era  la  más  alta  que  daba  el 
Seminario,  pues  sólo  se  decía:  "reprobado", 
"aprobado''  y  "mediano",  y  que  de  este  modo 
"mediano"  venía  a  significar  curiosamente  la 
máxima  clasificación. 

Pero  asimismo  se  discutirá  mucho  si  tenía 
o  no  talento,  y  aun  si  era  o  no  inteligente.  Tal 
vez,  sus  demás  extraordinarias  condiciones,  sus 
virtudes,  impedían  que  resaltaran  demasiado 
los  dones  de  su  intelecto.  Con  todo,  un  insigne 
historiador  y  canonista,  a  quien  cita  a  estupro- 
pósito  uno  de  sus  biógrafos,  y  que  era  uno  de 
sus  condiscípulos,  Vicente  Lafuente,  va  a  sos- 
tener que  "tenía  mucho  talento";  el  doctor  Ma- 
riano Puigllat,  Obispo  de  Lérida,  a  quien  tocó 
ser  su  profesor  de  teología,  en  carta  dirigida  al 
propio  Papa,  dirá  también  de  su  "esclarecido 
talento,  además  de  sus  indiscutidas  condiciones; 
y  el  Pontífice  Pío  XI  en  la  alocución  pronun- 
ciada en  la  solemnidad  de  sus  virtudes  heroi- 
cas, empleará  para  juzgarlo,  la  palabra  "ge- 
nial", con  lo  cual  hay  que  dar  por  agotado  el 
tema. 


Antonio  María  Claret  fué  un  ser  notable. 
¿Acaso  no  basta  eso?  Y  en  este  aspecto  hay 
absoluto  acuerdo.  El  padre  Bach  sostenía  va 
entonces  que  veía  en  él  algo  extraordinario,  ta- 
les sus  términos.  El  Obispo  de  Vich,  don  Mar- 
tín de  Jesús  Corcuera  se  expresaba  en  forma 
idéntica. 


•  55 


Y  también  el  doctor  Sarrarica.  ilustre  ca- 
tedrático, a  quien  el  seminarista  fuera  a  con- 
sultar sobre  algún  punto,  luego  de  sostener  con 
el  muchacho  una  larga  entrevista,  quedó  di- 
ciendo: "Ya  veremos,  ya  veremos,  lo  que  con 
el  tiempo  llegará  a  ser  este  estudiante".  .  .  Y 
más  tarde,  el  padre  Puigdessens,  en  su  obra  ti- 
tulada "El  espíritu  del  Venerable  Padre  Anto- 
nio María  Claret"  hablará  de  su  plenitud  inte- 
lectual. Dirá  que  en  él  se  juntaban  de  modo 
no  común  todos  los  factores  esenciales:  com- 
prensión, dirección,  invención  y  censura,  sin 
que  ninguno  de  esos  factores  se  hallara  ate- 
nuado o  disminuido. 

Este  sacerdote,  que  era  escritor  y  psicó- 
logo, clasifica  su  inteligencia  dentro  del  tipo 
concreto.  Lo  muestra  como  un  talento  prácti- 
co, inclinado  a  las  ciencias  concretas  y  con  afi- 
nidades artísticas,  con  gusto  y  facilidad  para  el 
dibujo  e  inclinación  para  la  poesía  y  la  música, 
que  en  efecto,  va  a  ensayar  también.  Y  luego 
de  hacer  resaltar  sus  rasgos  de  tipo  concreto, 
su  indiscutida  disposición  para  las  matemáti- 
cas, llega  a  la  conclusión  de  que  "disfrutó  de  un 
equilibrio  intelectual  que  dista  mucho  de  ser 
frecuente". 


Este  paréntesis  hecho  para  señalar  al  lec- 
tor las  condiciones  intelectuales  del  Santo,  nos 
ha  apartado  de  su  vida,  haciendo  olvidar  que 
estamos  todavía  en  sus  horas  de  estudiante,  y 
que  cursaba  su  tercer  año  de  filosofía,  cuando 


56  • 


Sus  superiores  consideraron  que  podía  recibir 
la  tonsura. 

Con  asombro  de  sus  compañeros  se  le  in- 
corporó al  estado  eclesiástico  antes  de  lo  esta- 
blecido. Casi  en  seguida  se  le  dieron  las  órde- 
nes menores  y  no  mucho  tiempo  después  fué 
designado  presbítero  y  luego  vicario  de  parro- 
quia. 

Y  lo  interesante,  es  que,  mientras  tanto, 
Antonio  seguía  sus  estudios  y  daba  exámenes, 
hasta  que,  por  decoro  de  los  cargos,  según  se 
le  dijo,  debió  continuar  su  carrera  privadamen- 
te. ¿Es  que  podía  convenir  que  un  sacerdote  es- 
tudiara entre  los  seminaristas?  Y  porque  en  él 
se  habían  abreviado  etapas,  se  produjo  esta  sin- 
gular situación. 

Así,  recibía  el  subdiaconado  a  tiempo  que 
Balmes,  varios  años  adelantado  a  él,  recibía  el 
diaconado.  Y  de  ahí  que  juntos  cantaran  la  mi- 
sa de  la  ordenación,  Balmes  en  el  Evangelio  y 
Claret  en  la  Epístola. 

Y  unos  meses  después,  en  junio,  el  día  de 
San  Luis  Gonzaga,  dijo  su  primera  misa;  y  en 
julio  del  mismo  año  recibió  permiso  para  con- 
fesar y  en  setiembre  subió  al  pulpito. 


El  novel  sacerdote  iniciaba  su  ministerio 
en  tiempo  de  persecusiones  para  la  Iglesia. 
Ocupó  su  primer  cargo  eclesiástico,  casi  al  co- 
menzar la  Regencia  de  María  Cristina,  aquella 
princesa  extranjera,  esposa  de  Fernando  VII, 
a  la  que  el  pueblo  no  quería,  que  no  tuvo  tam- 


•  57 


poco  el  apoyo  del  partido  católico  — que  deci- 
didamente, se  había  puesto  de  parte  de  don 
Carlos,  el  pretendiente  de  la  Corona —  y  que, 
a  causa  de  sus  dificultades  para  gobernar,  ha- 
bía buscado  respaldo  en  el  partido  liberal,  que 
la  obligó  a  una  política  de  violencias  para  la 
Iglesia  y  de  persecuciones  a  los  sacerdotes. 

El  clero  pasaba,  pues,  momentos  dificilí- 
simos. 

Y  agravó  y  complicó  grandemente  este  es- 
tado de  cosas,  un  hecho  desgraciado,  que  se 
aprovechó  para  engañar  la  opinión  y  desen- 
cadenar sus  iras  contra  la  Iglesia. 

Un  barco  que  había  llegado  de  ultramar 
a  uno  de  los  puertos  españoles,  traía  a  su  bordo 
enfermos  de  cólera,  y  ésta  se  propagó  de  una 
ciudad  costanera,  a  otras  muchas  ciudades  y 
pueblos,  causando  enorme  mortandad  y  páni- 
co entre  todos.  Y  un  descuido  de  las  autorida- 
des, un  error  de  la  sanidad,  y  su  falta  de  cor- 
dones sanitarios,  que  provocó  miles  de  muer- 
tes, se  quiso  hacer  recaer  sobre  los  monjes,  pro- 
pagando criminales  versiones,  y  diciendo  que 
los  monjes,  descontentos  con  la  política  del  go- 
bierno, habían  envenenado  las  aguas  de  los  ríos, 
con  lo  cual  habían  originado  aquella  terrible  si- 
tuación. 

La  reacción  del  pueblo  fué  la  que  se  había 
previsto  y  querido.  En  una  noche  fueron  incen- 
diadas numerosas  iglesias,  conventos,  bibliote- 
cas católicas  y  archivos  de  gran  valor  histó- 
rico, además  de  ser  asesinados  muchos  sacer- 
dotes y  monjes. 


58  • 


V  esto  creó  lógicamente  un  momento  de 
tremenda  confusión,  de  odios,  de  saña,  de  crí- 
menes. Pero  el  joven  sacerdote  puso  en  juego 
un  gran  tino  y  una  inesperada  diplomacia,  a  fin 
de  poder  tratar  con  las  enervadas  autoridades 
locales  sin  chocar  en  nada,  y  cambió  notas  con 
la  Diputación,  siempre  en  un  tono  elevado,  con 
lo  cual  pudo  sostener  su  posición,  porque  sus 
palabras  acertadas,  corteses  y  firmes  asimismo, 
no  molestaban  y  los  asuntos  se  arreglaban  con 
beneficio  para  ambas  partes.  De  ahí  que,  cuan- 
do la  Iglesia  dispuso  que  pasara  a  otro  lugar, 
a  un  cargo  que  significaba  para  él  un  ascenso, 
allí,  sin  distinción  de  tendencias,  y  tanto  auto- 
ridades como  particulares,  solicitaron  que  le 
fuera  concedido  el  ascenso  sin  sacarlo  del  pue- 
blo, que  lo  quería  y  lo  respetaba. 


Casi  adolescente  era  así  cura  párroco.  Y 
como  ejercía  el  cargo  sin  haber  terminado  sus 
estudios,  y  atendía  a  un  tiempo  sus  deberes  de 
confesor  y  predicador  y  demás  tareas  inheren- 
tes a  la  parroquia,  estudiaba  durante  la  noche. 

Y  ese  doble  esfuerzo  que  cumplía,  no  lo  hi- 
zo descuidar  nunca  tampoco  a  los  enfermos  y 
a  los  pobres,  que  acudían  a  él  y  que  esperaban 
todo  de  él.  Así  ellos  se  apiñaban  en  su  puerta, 
en  su  escalera;  sin  que  ninguno  se  retirara  sin 
ser  socorrido,  pues  hasta  daba  su  almuerzo  mu- 
chas veces  a  los  que  llegaban  con  hambre,  aun- 
que él  debiera  quedar  entonces  casi  en  ayunas. 
Y,  si  alguno  iba  harapiento  en  busca  de  vesti- 


59 


dos,  que  no  tenía,  enviaba  a  su  hermana  María 
a  alguna  casa  pudiente  del  barrio,  a  fin  de  que 
la  limosna  no  dejara  de  hacerse. 

Además,  Antonio  daba  a  sus  pobres  todas 
sus  rentas  y  sueldos,  y  había  pensado  vender  su 
biblioteca,  aun  cuando  por  sus  estudios  la  ne- 
cesitaba mucho.  Pero  quien  sabe  si  pensaba  en 
las  palabras  del  gradual,  que  dicen:  "La  sabi- 
duría de  este  mundo  es  necedad  ante  Dios".  .  . 

Y  si  puede  sospecharse  que  ese  fuera  su 
pensamiento,  es  porque  para  cumplir  su  misión 
nunca  hizo  uso  de  los  grandes  conocimientos 
que  llegó  a  poseer,  sino  que  habló  a  todos  con 
sencillez,  claridad  y  humildad,  sin  emplear  la 
hojarasca  de  las  vanidades,  hablando  de  Dios  a 
los  hombres  como  si  fueran  niños,  con  palabras 
puras,  como  de  agua. 


Esta  actitud  era  lógica  en  quien,  como  él, 
estuvo  siempre  apartado  de  los  intereses  pro- 
pios, sin  los  anhelos  y  pasiones  de  los  demás 
hombres.  Y  esto  sucedía  porque  era  limpio  de 
corazón  y  sano  de  espíritu,  y  hallábase  total- 
mente en  una  actitud  de  acatamiento  y  confor- 
midad. 

Se  cuenta  así  el  caso  de  que  hasta  su  pro- 
pia madre  ignoraba  sus  simples  gustos  y  prefe- 
rencias. ¿Es  que  no  deseaba  en  verdad  nada? 
Ella  pudo  creer  que  a  su  hijo  todo  le  era  igual, 
porque  así  era  en  él,  como  flor  que  recibe  con 
la  misma  gracia,  el  sol  y  la  lluvia.  En  vano  ella 
buscó  darle  los  comunes  y  pequeños  halagos. 


60  • 


No  los  necesitaba,  porque  para  él  todo  era  bue- 
no. ¿Qué  podía  entonces  desear? 

— "Lo  que  usted  me  da,  siempre  me  gus- 
ta", era  la  respuesta  que  obtenía. 

Y  si  ella  insistía,  deseosa  de  arrancar  su 
secreto  a  aquel  hijo  sacrificado,  no  conseguía 
sino  la  misma  angélica  respuesta: 

— "Lo  que  usted  me  da,  es  siempre  lo  que 
más  me  gusta". 

Y  esto  probaba  una  conducta  ya  trazada. 
Había  aprendido  a  tomar  la  diaria  gota  de 

agua,  con  sus  variaciones  corrientes,  siempre 
como  elixir  precioso,  y  disfrutaba  de  una  ín- 
tima, inalterable  felicidad,  acaso  de  la  felicidad 
que  se  halla  en  el  mayor  sacrificio,  que  se  halla 
en  la  conformidad  absoluta. 

Una  cosa,  sin  embargo,  deseaba  ardiente- 
mente y  de  ahí  su  pedido  a  los  hombres: 

— "Rogad  para  que  pueda  derramar  mi 
sangre  por  Jesús". 


¿Qué  camino  debía  tomar  para  realizar  su 
único  deseo? 

Pensó  en  el  camino  de  las  misiones.  Lle- 
varía la  cruz  a  los  descreídos,  a  los  ignorantes, 
a  los  salvajes. 

En  esas  "Cartas  de  los  Angeles",  que  aca- 
baba de  publicar,  mostraba  condiciones  que  lo 
señalaban  como  elemento  a  propósito  para 
evangelizar.  Pero,  ¿cómo  llegar  a  ello? 

Soñó  con  fundar  una  congregación  de  mi- 
sioneros. Consultó  el  proyecto,  y  en  general,  se 


•  61 


le  aconsejó  que  lo  aplazara.  Eran  tiempos  de 
muy  mala  voluntad  para  esa  clase  de  empre- 
sas. Balmes,  Sauquier  y  Francisco  de  Asís 
Aguilar  — los  consultados —  consideraron  que 
era  hora  difícil. 

¿Qué  debía  hacer  entonces?...  Fué  a  Coll- 
sacabra  a  fin  de  conversar  sobre  el  proyecto  con 
el  padre  Bach.  "Si  él  juzga  que  aún  no  es  opor- 
tuno, me  voy  a  las  misiones  extranjeras". 

Y  con  estas  palabras  se  despidió  del  padre 
Aguilar,  añadiendo:  "Me  iré  porque  tengo  sed 
de  derramar  mi  sangre  por  Jesucristo".  Volvía 
a  repetir  lo  que  había  dicho  siempre.  V  como  la 
respuesta  de  Bach  tampoco  era  la  que  esperaba, 
partió  para  Roma. 


Hacía  tiempo  que  Antonio  soñaba  con  la 
lucha  heroica;  pero  los  hombres  no  aprobaban 
sus  proyectos,  hablando  asimismo  de  esperar. 
Por  eso  partiría  sólo. 

Debió  leer  pues,  y  releer  muchas  veces 
aquel  versículo  del  Libro  10  de  Isaías,  que  pa- 
recía haber  sido  escrito  para  este  momento: 
"No  temas,  que  estoy  contigo;  no  declines,  por- 
que yo  soy  tu  Dios''.  Y  eran  palabras  que  im- 
pedirían que  desmayara.  El  Señor  guiaría  sus 
pasos.  El  lo  llevaría  de  la  mano. 

Terminado  el  verano  de  1839  emprendió 
un  viaje  cuyo  destino  podía  ser  Asia,  Africa, 
América. 

Por  última  vez  pasaba  ahora  delante  de  las 
casas  cerradas  de  su  pueblo,  y  hacía  su  despe- 


62  • 


dida  al  suelo  y  a  las  cosas,  en  aquella  hora  in- 
móvil y  sin  sombras,  que  precede  al  día.  Se  ale- 
jaba sin  tener  que  pronunciar  un  adiós  ni  oír 
una  voz  amiga.  Empezaba  a  andar  por  campos 
en  los  que  la  escarcha  iba  levantándose,  bajo 
olivos  oscuros,  ya  por  las  laderas  de  los  Piri- 
neos, que  subía  y  bajaba  a  grandes  zancadas, 
como  era  su  costumbre,  y  ahora  con  más  razón, 
porque  iba  a  ser  largo  el  camino. 

Ya  a  cruzar  a  pie  el  sur  de  Francia,  en 
busca  de  un  puerto,  recogiéndose  apenas  en  los 
pueblos  de  paso,  albergado  por  caridad  en  los 
conventos.  Y  lo  hará  sin  llevar  una  presenta- 
ción, sin  pertenecer  a  ninguna  orden  religiosa, 
sin  que  se  sepa  quien  es,  y  en  muchos  lugares 
le  pedirán  asimismo  que  se  quede  para  siempre. 
¿Por  qué? 

Iba  a  ellos  con  su  sotana  ordinaria,  con  un 
libro  de  oraciones  en  la  mano,  un  montón  de 
rosarios  en  el  bolsillo,  sin  dinero  y  sólo  con  su 
gran  paraguas  y  un  hatillo  de  percal  que  la  es- 
casez de  la  ropa  que  había  guardado  tornaba 
ligero  de  llevar.  Era  un  cura  pobre  y  sólo  se 
sabía  que  venía  de  lejos,  que  iba  lejos. 

Era  bajo,  muy  bajo,  flaco  entonces,  de  ras- 
gos vulgares  y  de  piel  cetrina,  como  la  de  los 
enfermos  biliares,  aunque  en  su  pasaporte  se 
dijera  "buen  color".  Tenía  los  cabellos  casta- 
ños, como  los  ojos,  de  un  castaño  claro  tam- 
bién, que  en  el  pulpito  parecerá  a  todos  más 
claro,  y  de  una  mirada  suave,  pero  penetran- 
te, que  veía  más  allá  de  lo  que  los  ojos  hu- 


•  63 


manos  suelen  ver,  y  a  veces  más  allá  también 
de  lo  que  él  quería  ver;  y  los  llevaba  de  conti- 
nuo bajos,  entornados  siempre.  Y  hablaba  con 
una  voz  dulce,  a  pesar  de  lo  áspero  del  acento 
catalán,  una  voz  que  entenderán  todos,  aun  sin 
saber  el  idioma,  que  arrastrará  a  los  públicos, 
que  sobrepasará  a  los  auditorios,  y  que  inex- 
plicablemente llegará  a  oyentes  ausentes.  .  . 


En  cada  lugar  hallaba  quien  lo  guiara,  co- 
mo si  anduviera  siempre  con  su  ángel  a  su  la- 
do. Generalmente  eran  hombres  que  se  acer- 
caban a  él,  sin  que  él  los  interrogase,  y  como  si 
estuvieran  esperándolo.  En  Marsella,  un  joven 
distinguido  lo  acompañó  por  la  ciudad  durante 
los  cinco  días  de  permanencia,  y  como  un  guía 
lo  llevó  al  consulado,  se  ocupó  de  sus  pasapor- 
tes, fué  con  él  a  las  agencias  marítimas,  y  lo 
hizo  visitar  iglesias,  conventos,  bibliotecas, 
museos,  como  si  su  deber  fuera  atenderlo.  Lo 
esperaba  en  la  puerta  de  la  casa  en  que  se  hos- 
pedaba, pronto  para  cuando  saliese,  sin  hablar 
nunca  de  comer  ni  de  beber  y,  cuando  fué  a 
embarcarse,  tomó  el  equipaje,  "tan  ocupado 
de  mí  — dijo  Antonio —  que  más  parecía  un 
ángel  que  un  hombre",  y  añade  que  desapare- 
ció en  el  muelle,  sin  que  pudiese  explicarse  có- 
mo, y  como  otras  veces  había  sucedido  con 
quienes  se  acercaban  a  servirlo. 

El  barco  salió  con  las  velas  desplegadas  y 
brisa  favorable.  El  fué  a  la  cubierta,  que  era 


64  ♦ 


su  sitio,  y  se  instaló  junto  a  un  cañón  que  le  ser- 
viría de  almohada  para  apoyar  la  cabeza,  al 
lado  de  unas  cuerdas  arrolladas,  que  serían  su 
cama. 

Había  una  promisoria  paz  azul,  y  mien- 
tras la  luz  dejaba  ver  todavía  la  lejanía  de  las 
costas,  él  leía  sus  rezos.  Se  sentía  bien  en  aquel 
medio  incómodo,  con  aquellos  compañeros  de 
travesía  que  discutían  sin  entenderse,  hablando 
a  gritos,  con  ese  espíritu  de  camorra  de  los  que 
han  de  molestarse  con  sus  vulgaridades,  con  el 
lloro  de  sus  niños,  con  el  olor  rancio  de  sus  ro- 
pas y  de  sus  comidas,  con  sus  risas  y  bromas 
agresivas.  Pero  él  había  estado  muchas  veces 
en  sus  casas,  o  en  casas  como  las  suyas:  había 
curado  en  los  hospitales  a  hombres  como  és- 
tos y  sucios  como  éstos;  había  tratado  con  gen- 
te de  la  misma  incultura,  y,  no  le  incomodaban. 
Y  esa  noche,  serenamente  seguía  su  oración. 

Habían  entrado  ya  ahora  en  las  tinieblas 
dormidas.  Estaba  el  mar  en  calma,  y  también 
en  calma  el  barco.  Sólo  velaban  los  que  tenían 
la  responsabilidad  de  las  vidas  de  los  viajeros 
y  él,  porque  se  sentía  responsable  de  sus  almas. 

En  el  silencio  hubo  como  un  imperceptible 
silbido  de  serpiente.  El  aire  estaba  quieto  y 
dejó  oírlo.  El  mar  estaba  quieto,  sin  murmullos. 
Se  dieron  órdenes  breves  y  se  plegaron  las  ve- 
las, y  después  volvió  todo  a  la  quietud. 

Era  un  viento  lejano,  que  no  se  veía,  un 
viento  que  se  escondía  en  los  horizontes.  Arri- 
ba seguían  encendidos  los  astros,  y  abajo  todo 
era  sueño. 


•  65 


Pero  de  pronto  el  huracán  bailó  sobre  los 

palos,  y  como  una  sorpresa  crujieron  las  made- 
ras y  las  olas  se  encresparon.  En  un  segundo 
todos  los  ojos  se  abrieron  con  espanto.  Los 
hombres  corrieron  con  sus  pequeñuelos,  asus- 
tados, sin  saber  qué  hacían,  con  sus  paquetes, 
con  sus  ropas.  Bajaron  las  escaleras,  entraron 
en  los  salones,  tomaron  por  asalto  los  camaro- 
tes. 

El  mar  balanceaba  la  nave  como  a  una  ha- 
maca. Era  un  mar  blanco  en  la  noche  negra, 
que  pasaba  sobre  la  cubierta  en  la  que  única- 
mente habían  quedado  dos  benedictinos  y  el 
cura.  Estaban  de  rodillas  y  bajaban  sus  cabe- 
zas ante  cada  ola  que  se  derramaba  sobre  ellos, 
sin  interrumpir  sus  oraciones. 

— "Hágase  la  voluntad  del  Señor". .  . 


El  amanecer  trajo  una  lluvia  gris  sobre  un 
mar  que  se  iba  haciendo  lacio. 

Ninguno  de  los  viajeros  pensó  desde  luego, 
en  volver.  Así,  en  las  cubiertas  desamparadas 
que  lavaban  las  nubes,  sólo  permanecían  los  tres 
religiosos,  con  sus  hábitos  chorreando  mar,  sus 
meriendas  saladas  y  frío  desde  la  piel  a  los  hue- 
sos. 

A  la  tarde,  el  cura  pudo  abrir  su  libro  y  re- 
zar las  horas  menores.  Había  amainado  el  tem- 
poral y  ya  no  llovía.  Los  viajeros  comenzaban 
a  volver.  Antonio  estaba  con  la  sotana  arru- 
gada y  húmeda  todavía,  cuando  un  señor  in- 
glés, que  había  ido  a  mirar  el  aire  y  los  hori- 


66  • 


zontes,  emocionado  al  ver  aquel  cura,  le  ofre- 
ció un  óbolo.  El  dudó.  Después  lo  aceptó  para 
los  benedictinos,  que  lo  precisaban  de  veras. 

El  donante  supo  de  aquel  desprendimien- 
to, o  tal  vez  observó  la  escena,  porque  lleno  de 
admiración  se  acercó  al  sacerdote  para  ofrecer- 
le, esta  vez,  su  casa  en  Roma. 

Halló  extraño  que  en  la  situación  en  que 
estaba  el  cura  no  admitiera  un  socorro.  Pero 
Antonio  iba  a  seguir  a  pie  por  Italia,  como  des- 
de el  comienzo  del  viaje.  Y  así  haría  el  camino 
de  Civitavechia,  sin  incomodarse  por  el  suelo 
áspero,  ni  por  las  nubes  de  polvo  que  levanta- 
rían los  coches  al  pasar  junto  a  él. 

Iba  a  su  vocación,  amando  las  dificultades, 
amando  la  pobreza.  Las  penalidades  esculpi- 
rían a  martillazos  su  cuerpo  y  su  corazón,  y  él 
seguiría  diciéndose: 

— "No  digas  nunca  basta" .  .  . 

— "Alma  cristiana,  camina  siempre  hacia 
la  perfección', .  .  . 


Al  azar  anduvo  por  la  gran  ciudad  con  una 
carta  de  presentación  que  el  mar  había  deste- 
ñido, y  que  estaba  dirigida  al  Obispo  Vilardell, 
que  acababa  de  partir  para  el  Líbano,  e  iba  a  ser 
difícil  orientarse.  Golpeó  la  puerta  de  un  con- 
vento, de  la  Orden  Carmelitana,  el  primero  que 
halló  a  su  paso,  y  el  principa]  de  aquella  casa, 
catalán  como  él,  lo  acompañó  hasta  San  Basi- 
lio, adonde  encontró  refugiados  españoles,  y 
entre  ellos  a  Xifré,  su  antiguo  compañero. 


67 


Sin  embargo,  no  era  su  propósito  perma- 
necer mucho  tiempo  en  Roma,  sino  partir  para 
las  misiones,  y  mientras  daba  término  a  su  pro- 
yecto, fué  a  hacer  los  ejercicios  del  año,  que 
aún  no  había  hecho,  en  un  convento  de  la  Com- 
pañía de  Jesús.  Todo  fué  casual;  pero  allí,  en 
cuanto  se  enteraron  de  sus  proyectos,  lo  ani- 
maron a  que  se  agregara  a  la  Compañía,  de- 
mostrándole que  era  peligroso  y  menos  eficaz, 
hacer  las  misiones  solo.  Y,  aunque  era  verdad, 
y  lo  reconocía,  él  vacilaba.  Se  consideraba  sin 
cualidades  para  formar  parte  de  aquel  grupo 
de  sacerdotes  tan  virtuosos  y  sabios,  y  pasaron 
algunos  días  antes  que  presentara  su  memo- 
rándum. 

Tenía  que  indicar  sus  méritos,  condiciones, 
deseos  e  intenciones,  además  de  los  estudios 
efectuados  y  de  sus  datos  personales;  y  cando- 
rosamente escribió,  así:  "Tengo  buena  salud, 
poca  estatura,  y  memoria  no  muy  fácil.  Me 
agradan  mucho  las  cosas  espirituales,  sobre  to- 
do, visitar  enfermos,  oír  confesiones,  exhortar 
al  pueblo,  tanto  que  en  estos  ejercicios  soy  in- 
fatigable, como  yo  mismo  lo  he  experimentado 
en  estos  últimos  cuatro  años". 


Nada  más  dijo  a  su  favor,  y  probablemen- 
te no  tenía  nada  más  que  decir.  Pero  fué  admi- 
tido, por  lo  cual  volvió  a  ser  novicio. 

Era  este  un  noviciado  severo  y  muy  im- 
portante, en  el  que  comprendió  que  iba  a  apren- 


68  • 


der  mucho;  pues  se  hallaría  entre  religiosos 
muy  adelantados  en  virtud  y  ante  quienes  se 
reconocía  inferior.  Ellos  practicaban  sacrificios 
preciosos,  actos  devotísimos  y  secretos,  cum- 
plidos en  la  soledad  de  sus  celdas,  sin  que  fue- 
ran divulgados  como  propios,  pero  que,  para 
estímulo  de  los  demás,  debían  ser  detallados  en 
un  papel  anónimo,  y  echados  a  un  buzón  de  la 
celda  del  prior,  a  fin  de  que  en  las  vísperas  de 
las  grandes  fiestas,  cuando  se  reunía  la  comu- 
nidad, fueran  leídos  a  modo  de  letanía.  Y  los 
vió  así  cumpliendo  actos  magníficos,  y  cum- 
pliéndolos calladamente,  ejemplares  en  su  for- 
ma y  en  su  fondo,  de  una  virtud  viva,  de  una 
devoción  sincera,  y,  agradeció  a  Dios  el  favor 
que  le  había  hecho  al  llevarlo  a  Roma.  Antonio 
se  encontraba  en  aquella  casa  como  en  una  es- 
cuela de  santidad.  V  con  su  humildad,  con  su 
fervor  y  su  deseo  de  sacrificios,  estaba  ansioso 
por  recibir  las  bellas  enseñanzas.  El  que  esta- 
ba dispuesto  a  dar  su  sangre  por  el  Señor,  com- 
prendió cómo  se  podía  dar  gota  a  gota,  en  aque- 
lla diaria  humildad,  en  aquella  paciencia  de  to- 
dos los  momentos,  en  una  sobriedad  absoluta, 
en  la  mortificación,  en  el  desprendimiento,  en 
las  privaciones. 

Veía  a  un  venerable  sacerdote,  sentarse  en 
el  refectorio  siempre  junto  a  una  pequeña  me- 
sa baja,  al  lado  de  la  grande,  sin  que  se  le  sir- 
viera sino  un  jarro  de  agua  y  un  pedazo  de  pan. 
Y  Antonio  que  se  privaba  del  vino,  de  la  car- 
ne, de  los  manjares  delicados  y  apetitosos,  re- 
cibió allí  una  lección. 


•  69 


— "Bendito  seáis,  Dios  mío,  que  tan  bueno 
y  misericordioso  habéis  sido  conmigo!''. 


El  agradecía  que  se  le  enseñara  a  vencerse 
y  a  sufrir. 

Se  le  privó  de  la  Biblia,  aquel  libro  que  te- 
nía siempre  en  las  manos,  y  no  se  le  entregó 
hasta  el  momento  de  su  partida.  Y  fué  en  ver- 
dad una  manera  de  probarlo.  Había  que  acep- 
tar las  privaciones,  saber  obedecer  alegremen- 
te. Y  ¡cuán  dulce  y  dura  resultó  a  Antonio 
aquella  lección!  Pero  estaba  asimismo  conten- 
to. Sabría  hacerse  digno  de  entrar  en  la  Com- 
pañía y  hacía  su  noviciado  obediente  y  fervo- 
roso, con  la  gran  esperanza  de  las  misiones, 
cuando  una  mañana  un  terrible  dolor  le  impi- 
dió levantarse,  pues,  según  sus  palabras,  "es- 
taba tullido". 

Antonio  fué  llevado  en  seguida  a  la  enfer- 
mería y  atendido  solícitamente.  Pero  no  se  cu- 
raba, ni  siquiera  mejoraba.  Pasaron  de  este 
modo  muchos  días,  y  el  Prior,  ante  la  insistencia 
del  mal,  le  dijo: 

— "Es  voluntad  de  Dios  que  usted  vaya 
pronto  a  España".  Y  frente  al  desconcierto  del 
novicio,  añadió: 

— "¡  Animo !  No  tenga  miedo" .  .  . 

Era  evidente  que  no  podía  ser  misionero, 
como  no  había  podido  tampoco,  ser  cartujo. 

Debía  volver  a  su  país  revolucionado,  e  in- 
tentar una  acción  que  no  sería  probablemente 
eficaz.  Y  ni  siquiera  sabía  a  qué  ciudad  o  pue- 
blo debía  dirigirse. 


70  • 


Los  jesuítas  le  aconsejaron  que  íuera  a 
Manresa,  aquella  ciudad  religiosa  e  ignaciana, 
como  dijeron.  Otros  sacerdotes  le  hablaron  de 
Berga,  un  pueblo  que  estaba  al  margen  de  la 
política  y  acaso  al  margen  de  todo. 

Pero  Antonio  fué  a  Vich. 

Y  de  Vich  fué  enviado  a  Viladrau. 


Cuando  él  llegó,  los  campos  estaban  en 
primavera.  Era  1840,  en  aquel  pueblo  mísero, 
de  carboneros  y  leñadores,  levantado  en  ple- 
na selva,  entre  abetos,  hayas,  nogales  y  fres- 
nos, en  tierras  quebradas  y  de  abundantes 
aguas,  que  azotaban  sin  piedad  los  temporales. 
El  predicaría,  confesaría,  diría  su  misa. 

El  pueblo  ya  había  sido  destruido  trece  ve- 
ces por  la  guerra,  había  sido'  trece  veces  sa- 
queado. Los  que  pudieron  abandonarlo,  lo  hi- 
cieron. Hasta  los  médicos  se  habían  ido.  Y  por 
ello  las  farmacias  habían  cerrado.  La  miseria  y 
el  dolor  eran  así  pavorosos.  Los  enfermos  se 
morían  sin  ser  atendidos. 

El  enseñaba  a  rezar.  Explicó  el  catecismo, 
que  desconocían,  leyó  ante  ellos  los  Evange- 
lios, e  hizo  que  esa  pobre  gente  rezara  el  rosa- 
rio y  cantara  el  Trisagio  también,  el  cual  adqui- 
ría tal  grandiosidad  en  aquellas  alturas,  entre 
los  cerros,  que  se  hizo  famoso  y  quedó  incor- 
porado a  las  costumbres  locales.  Cumplía  su 
misión.  Pero  vio  que  debía  enseñar  también  las 
letras  y  todo  lo  primario,  porque  no  podía  de- 
jarse a  todos  en  aquella  ignorancia. 


•  71 


Antonio  cuidaba  así  sus  espíritus,  salvaba 
sus  almas  con  una  estricta  conciencia  y  celo 
perfecto.  Pero  ellos  continuaban  enfermándo- 
se, y  sus  cuerpos  sin  medicamentos,  sin  auxi- 
lios, parecían  condenados.  Xi  siquiera  se  les  po- 
día aliviar  ej  dolor  físico. 

Por  piedad,  para  ayudarlos,  compró,  en- 
cargó, mandó  buscar,  algunos  libros  de  medi- 
cina práctica  y  se  hizo  enseñar  por  un  herbo- 
rista, conocido  suyo,  las  propiedades  de  algu- 
nas plantas  medicinales,  que  él  mismo  recogía 
recorriendo  la  selva,  para  hacer  con  aquellos 
buenos  yuyos,  infusiones,  lavados  o  cataplas- 
mas. Y  consiguió  que  algunos  se  sintieran  me- 
jor, y  hasta  sin  explicarse  cómo,  que  muchos 
curaran. 

Para  suerte  de  los  habitantes  del  pueblo, 
este  sacerdote,  no  era  solamente  un  hombre 
piadoso  y  devotísimo,  sino  que  era  también  un 
hombre  de  voluntad  y  de  acción,  que  no  queda- 
ba pasivo  ante  sus  desgracias,  sino  que  obraba 
con  inteligencia,  energía  y  eficiencia  y  que  supo 
adaptarse  a  las  apremiantes  necesidades  de 
aquellos  desgraciados  y  se  ocupó  de  ellos  sin 
darse  reposo.  De  ahí  que  todos  acudieran  en- 
seguida a  él.  Querían  verse  libre  de  los  dolores, 
paliar  las  enfermedades  y  además,  ahuyentar  la 
muerte. 

Antonio  les  daba  su  corazón.  Volvían  fe- 
lices y  llenos  de  salud.  Los  curaba  con  yuyos, 
o  a  veces  solamente  con  agua.  .  . 


72  • 


Pero  los  curaba,  él  mismo  pudo  consta- 
tarlo. 


Un  día  lo  esperó  en  la  calle  un  muchacho 
paralítico.  Lo  habían  traído  de  un  pueblo  veci- 
no, después  de  haber  recorrido  todos  los  pue- 
blos y  ciudades  de  los  contornos  y  luego  de  ha- 
ber sido  desahuciado  por  todos  los  médicos.  Su 
madre  pedía  angustiosamente  que  lo  curara. 
Pero,  ¿qué  podía  hacer  él?.  .  .  Tuvo  lástima. 
Sólo  podría  darle  unas  horas  de  ilusión.  Vaci- 
laba; y  ellos  insistían.  Ya  lo  había  dicho,  él  no 
era  médico.  Pero  cedió  ante  aquella  desespera- 
ción y  recetó  un  tratamiento  inofensivo. 

Y  unos  días  después,  el  muchacho,  comple- 
tamente curado,  estaba  escuchando  su  misa. 

Así  empezó  la  fama  del  Santo. 


Un  mal,  que  no  se  conocía,  atacó  simultá- 
neamente a  unas  muchachas  del  pueblo.  Su- 
frían mucho  y  no  podían  trabajar;  y,  con  ge- 
neral asombro,  él  dió  un  remedio  para  aquella 
enfermedad.  Después  fué  una  epidemia  que  se 
propagó  entre  los  niños.  De  todas  las  casas  lo 
llamaban  a  un  tiempo,  y  con  una  sola  aplica- 
ción de  un  remedio  que  dió,  quedaban  sanos. 

Llegaban  ya  los  enfermos  de  otros  pue- 
blos. Y  aunque  se  resistía  a  atenderlos,  era  du- 
ro dejarlos  partir  sin  hacer  nada  por  ellos,  y 
por  eso,  aunque  advertía  que  no  era  médico  y 
que  no  sabía  nada  de  medicina,  los  curaba.  An- 


•  73 


tonio  comprendía  que  había  invadido  un  campo 
desconocido.  Pero  los  enfermos  llegaban  cada 
día  en  mayor  número.  Pidió  entonces  a  Dios 
que  le  diera  luces.  Y  se  dice  que  recetó  reme- 
dios que  durante  años  se  siguieron  usando  con 
eficacia  en  todos  los  pueblos  de  la  comarca,  y 
que  algunos  médicos  juzgaron  más  adelante, 
"como  cosa  extraordinaria  en  un  hombre  extra- 
ordinario" .  .  . 

Devolvía  la  vista  a  los  ciegos,  hacía  cami- 
nar a  los  paralíticos. 


Pero  tuvo  que  ausentarse.  Se  alejaría  so- 
lamente por  unos  días.  Los  humildes  lugareños 
quedaron  desolados  al  saberlo.  El  los  tranqui- 
lizó diciendo  que  volvería  pronto.  Y  volvió. 

Fueron  así  pocos  días  los  que  estuvo  au- 
sente, y,  sin  embargo,  el  breve  alejamiento 
bastó  para  que  olvidaran  sus  beneficios  y  su 
doctrina. 

Llegaba  el  Santo  en  uno  de  los  días  de  car- 
naval. 

En  la  plaza,  numerosas  parejas  estrafala- 
riamente arregladas,  bailaban  con  desenfreno. 
Quedó  atónito.  Les  había  dado  lecciones  claras 
como  el  agua  y  que  parecieron  haber  compren- 
dido. Pero  ya  las  habían  olvidado.  Estaban  con 
los  espíritus  oscuros  como  antes,  llenos  de  con- 
fusiones, y  como  tocados  por  un  histerismo  co- 
lectivo, ahora  todos  reían  y  gritaban  a  un  tiem- 
po, contorsionándose  con  estúpida  alegría. 

El  llegaba  de  hacer  misiones  y  quedó  es- 


74  • 


pantado.  Eran  los  mismos  que  cantaban  el  ro- 
sario por  las  calles,  que  cantaban  el  Trisagio 
por  los  cerros .  . . 

Tomó  un  crucifijo,  y  alzando  el  brazo  se 
lo  mostró.  Así  entró  a  la  plaza  severo  y  se- 
guro. Y  con  el  crucifijo  los  detuvo.  Dió  vuelta 
entre  todos.  Las  parejas  se  separaban.  Dejaban 
de  bailar,  dejaban  de  reir.  Retrocedían.  Muchos 
se  fueron  a  sus  casas.  Muchos  se  alejaron  aver- 
gonzados. 

Pero  otros  retrocedieron  y  siguieron  el 
baile  un  poco  más  lejos.  Se  sintió  vencido.  Ellos 
ofendían  a  Dios. 

Y  las  autoridades  se  desentendieron,  sin 
ayudarlo. 

Abrumado,  fué  a  arrodillarse  ante  el  Sa- 
grario, para  pedir  clemencia  para  los  pecado- 
res. Fué  a  rogar  por  los  que  reían  al  desobede- 
cerle, por  los  que  ultrajaban  sus  hábitos,  por 
los  que  cantaban  como  si  estuvieran  ebrios,  por 
los  que  en  verdad,  no  sabían  lo  que  hacían. 
Pero  comprendió  que  era  inútil  quedarse  con 
ellos. 

Lo  llamaban  de  otras  partes;  y,  resolvió 
partir  para  Vich,  esa  ciudad  que  fué  siempre 
su  refugio. 


¿A  qué  quedarse  y  sacrificar  días  que  a 
otros  resultarían  benéficos?  ¿A  qué  seguir  ha- 
blando con  ellos,  si  en  sus  mentes  todo  se  bo- 
rraba? ¿No  era  como  escribir  en  la  arena? 

Parecieron  civilizados  y  estaban  como  an- 


•  75 


tes,  en  sus  costumbres  primitivas.  No  había  lo- 
grado dar  a  esos  carboneros  una  conciencia 
moral,  a  esos  leñadores,  a  esos  pastores.  .  . 

A  pesar  de  su  celo  no  se  iluminaron  sus 
espíritus  y  quedaban  sin  religión  y  como  sin 
Dios. 

El  misionero  se  iba  con  pasos  melancóli- 
cos. Su  predicación,  caída  en  terreno  infértil, 
no  daría  casi  flor. 

Se  alejaba  meditando. 

Dialogaba  con  el  Señor  misericordioso  que 
todo  lo  comprende. 

Caminaba  con  los  ojos  bajos,  sin  ver  un 
resplandor  que  como  una  aurora  encendía  el 
horizonte. 

Cuando  miró  ardían  los  campos  del  herbo- 
rista Boffil,  el  que  le  había  enseñado  a  conocer 
los  yuyos  buenos  para  la  medicina.  Muchos 
hombres  se  agotaban  en  desesperados  esfuer- 
zos, sin  lograr  apagar  el  incendio,  y  las  llamas 
ya  encerraban  la  casa. 

El  llegó  haciendo  en  el  aire  la  señal  de  la 
cruz,  por  un  lado,  por  otro,  por  los  cuatro  la- 
dos. Y  su  bendición  apagó  el  fuego. 

— ''¡Milagro!"  gritaron  todos  llenos  de 
emoción,  y  cayeron  de  rodillas.  "¡  Milagro !  ¡  Mi- 
lagro !" 

—"¡Es  un  Santo!" 


Ahora  se  le  había  dicho  de  predicar  en 
Vich. 

La  ciudad  lo  esperaba  llena  de  viajeros  que 

76  • 


acudían  a  escuchar  su  palabra  de  predestinado. 
Se  llenaron  las  posadas,  muchos  debieron  ser 
alojados  en  las  casas,  hasta  en  las  salas,  en  los 
patios  y  numerosas  familias  acamparon  en  los 
alrededores  por  no  hallar  alojamiento  y  confor- 
mes asimismo,  porque  querían  asistir  a  sus  ser- 
mones, aunque  tuvieran  que  pasar  las  noches 
frías  de  marzo,  sin  techo  alguno. 

Las  autoridades  no  consideraron  que  era 
aquel  un  panorama  corriente.  Avisaron  al  Go- 
bernador, y  porque  éste  también  tuvo  miedo  a 
la  influencia  del  misionero,  se  prohibió  que  su- 
biera al  pulpito. 

La  Iglesia,  sin  objetar  nada,  acató  la  or- 
den, debido  a  que  en  aquellos  tiempos  de  in- 
transigencias, violentos  y  duros,  había  que  evi- 
tar rozamientos.  Y  se  aceptó  que  él  callara  su 
doctrina  de  paz,  que  los  gobernantes  tenían 
por  palabras  de  guerra. 

Y,  él,  al  saberlo,  dijo: 

— "Obedezco  sólo  a  mis  superiores,  sola- 
mente a  ellos,  porque  si  así  no  fuera,  aunque  se 
me  hubiera  querido  detener  con  la  amenaza  de 
un  puñal,  habría  predicado. 

Pero,  asimismo,  el  acatamiento  de  la  Igle- 
sia no  tranquilizó  al  Gobernador.  Este  tomó 
nuevas  medidas.  Prohibió  que  Claret  ejerciera 
su  ministerio  en  la  región,  cosa  que  también 
aceptaron  las  autoridades  eclesiásticas,  dispo- 
niendo entonces  que  pasara  a  Puit,  un  pueblo 
sin  importancia,  perteneciente  a  otra  provincia, 
encerrado  entre  montes  y  casi  aislado.  Y  en 


77 


aquel  retiro  fué  donde  el  Santo  recibió  su  título 
de  Misionero  Apostólico,  que  le  enviara  la  San- 
ta Sede. 


De  la  actividad  pasó  al  silencio,  como  lue- 
go del  retiro  volverá  a  las  misiones. 

No  pudo  predicar  durante  algún  tiempo. 
Y  sin  embargo  los  milagros  seguirán  entremez- 
clados a  sus  pasos,  y  llenando  de  asombro  a 
todos.  ¿Cómo  sucedían  las  cosas?  ¿En  qué  mo- 
mento ocurrió  cada  hecho?...  No  importa  el 
orden,  ni  hacer  listas  interminables,  ni  conocer 
detalles  y  nombres  que  fueron  presentados  en 
los  Procesos  de  Beatificación,  donde  se  estu- 
diaron cuidadosamente  durante  nueve  años. 
Su  cantidad  abrumaría  al  lector,  sus  semejan- 
zas serían  tomadas  muchas  veces  por  repeti- 
ciones. Pero  todo  fué  escrito  y  firmado  por 
quienes  dijeron,  "yo  vi",  o  "yo  sé". 

Los  hombres  iban  a  él  con  muletas,  en  ca- 
millas, con  lazarillos,  sufrientes,  demacrados, 
quemados  por  las  fiebres.  A  veces  los  hallaba 
agonizantes.  Los  médicos  se  habían  retirado. 
Se  les  habían  dado  los  sacramentos.  Y  él  los 
curaba. 

De  alguno  de  los  pueblos  españoles  fué  a 
él  una  mujer  con  un  niño  contrahecho.  Llega- 
ron a  la  casa  rectoral  consumidos  por  la  des- 
gracia. Habían  dado  sus  dineros  en  vano,  y 
ahora  hacían  el  viaje  para  desengañarse. 

El  misionero  les  dijo  que  no  era  médico. 
Lo  decía  siempre.  Lo  advertía  a  todos,  e  insis- 


78  • 


tía  en  ello.  Pero  la  madre  y  el  hijo  sabían  que  a 
muchos  había  curado.  ¿Es  que  tendrían  que  re- 
gresar sin  que  intentara  la  curación?  Lo  mi- 
raban interrogantes,  con  ojos  angustiados. 

— Dios  lo  curará  si  conviene,  fué  la  res- 
puesta. 

Después  rezó  con  las  manos  puestas  sobre 
el  niño,  que  volvió  a  su  pueblo  con  el  pecho  liso 
v  la  espalda  sin  joroba. 

Habían  llegado  casi  sin  esperanzas,  y  se 
iban  alegres,  porque  el  niño  estaba  ya  sano  y 
curado. 


Algunos  testigos  hablaron  de  una  mujer 
que  había  sufrido  años  y  años  de  terribles  do- 
lores, sin  que  nadie  pudiera  aliviarla,  y  a  la  que 
él  devolvió  la  salud  y  el  bienestar.  Otros  narra- 
ron el  caso  de  una  enferma  grave,  cuyo  mal 
había  sido  constatado  por  distintos  médicos,  y 
que  se  halló  absolutamente  sana,  apenas  él 
traspasó  el  umbral  de  la  puerta  de  su  casa. 
Fué  verificado  lo  sucedido  con  la  hija  de 
un  rico  labrador,  que  no  había  podido  caminar 
nunca,  y  a  la  que  él  consoló,  diciéndole  que  tu- 
viera esperanzas  en  Dios.  Y  se  dijo  que  la  niña 
paralítica  empezó  a  mejorar  en  seguida,  que  ca- 
minaba unos  días  después,  y  que  para  siempre 
fué  una  mujer  activa  y  robusta,  como  muchos 
la  conocieron. 

Hay  que  tomar  los  hechos  casi  al  azar.  To- 
dos son  interesantes,  valiosos,  y  en  realidad, 
extraordinarios. 


•  79 


Había  ido  a  él  una  madre  apenadísima, 
una  madre  cuyo  hijo  se  moría.  El  enfermo  era 
un  muchacho  todavía,  un  seminarista,  que  es- 
taba tuberculoso.  El  Santo  la  escuchó  con  lás- 
tima, pero  dijo  entonces  también,  que  él  no  era 
médico.  No  quería  engañar.  No  quería  que  se 
hicieran  ilusiones  imposibles.  Y  la  pobre  mujer 
se  iba  sin  insistir,  doblada  por  el  dolor,  muda, 
resignada. 

— Mujer,  le  dijo  al  verla  así:  aunque  lo  que 
le  digo  es  cierto,  rogaré  a  Dios  por  tu  hijo. 

Era  todo  lo  que  podía  hacer,  y  lo  que  hizo. 

Y  el  joven  seminarista  sanó  y  celebró  sus 
bodas  de  oro  sacerdotales. 

Era  como  si  se  vivieran  otra  vez  las  horas 
bíblicas. 


Un  niño  había  quedado  ciego,  sin  que  se 
supiera  por  qué.  Hacía  más  de  un  año  que  no 
veía,  que  no  se  conseguía  devolverle  la  vista. 

Su  hermano  que  era  presbítero  lo  llevó  al 
Santo. 

— "Ya  curarás,  ya  curarás",  le  dijo  éste. 

Y  aunque  pasaba  el  tiempo  y  la  ceguera 
persistía,  aquellas  palabras  habían  sembrado 
confianza  en  el  enfermo. 

Llegó  el  Viernes  Santo.  El  predicaba  el 
Sermón  de  la  Agonía.  De  pronto,  en  medio  de 
una  frase  se  detuvo  y  anunció  que,  cual  Longi- 
nos,  alguien  en  ese  momento  recobraba  la  vis- 
ta, en  virtud  de  la  sangre  de  Cristo. 

El  niño  estaba  lejos  de  aquel  lugar  en  ese 


80  • 


preciso  instante.  Estaba  en  su  casa,  en  una  ha- 
bitación en  la  que  su  madre  y  su  hermana  co- 
sían, porque  eran  costureras,  y  junto  a  ellas, 
dio  de  pronto  un  grito: 

— "¡Veo  este  verde  redondel  de  la  mesa! 
¡Veo  las  otras  cosas!  ¡Veo  todo!" 

Y  vió  ya  para  siempre. 


El  Santo  daba  a  los  hombres  su  oración  y 
su  palabra,  toda  esperanza  y  toda  consuelo,  y 
los  que  sufrían  sin  remedio  acudían  a  él. 

Un  padre  le  llevó  a  su  hijo  cubierto  de  lla- 
gas y  envuelto  en  lienzos. 

— ¡  Pobrecito !  ¡  Cómo  habrá  sufrido !  ex- 
clamó el  misionero  al  ver  el  cuerpo  llagado.  Y 
dirigiéndose  al  niño  le  dijo: 

— Sé  buen  cristiano,  que  curarás,  si  con- 
viene. 

Después  tocó  con  sus  manos  al  niño  le- 
proso y  rezó  encomendándolo  a  Dios. 

Con  su  oración,  con  sus  manos,  el  niño 
quedó  curado;  y  los  del  pueblo  lo  vieron  irse 
ya  con  la  piel  tersa  y  blanca  como  el  pétalo  de 
una  magnolia. 

No  podía  pensarse  en  azares.  Los  casos  se 
sumaban,  se  multiplicaban.  Llegaban  a  él  de 
distintos  lugares.  Y  sus  manos  pasaban  por  los 
cuerpos  como  bálsamos,  comunicaban  un  soplo 
de  vida;  su  bendición  daba  salud.  Y  era  igual 
en  todas  partes,  en  Espinelvas,  en  Seva,  en 
Igualada,  en  Santa  Coloma,  en  cada  villorrio, 
en  los  caminos,  en  las  ciudades,  en  Manresa,  en 


•  81 


Vich,  en  Barcelona.  Y  los  hombres  decían  cada 
vez  en  mayor  número:  "Yo  sé",  o  "Yo  vi". 

Rodeaban  su  puerta  los  enfermos,  los  ne- 
cesitados, los  que  sufrían. 

Con  razón  el  Padre  Masnoll  sostenía  ya: 
"Claret  es  único.  .  .". 


El  misionero  acababa  de  llegar  a  una  de 
las  ciudades  catalanas.  Un  carpintero  que  es- 
taba paralítico,  al  tener  noticia  de  su  presencia 
en  el  lugar,  hizo  que  lo  llevaran  en  su  camilla 
a  un  sitio  por  el  cual  el  Santo  pasaba  todos  los 
días,  al  ir  de  la  iglesia  a  la  casa  arzobispal,  don- 
de había  sido  alojado. 

Al  poco  rato,  en  efecto,  llegó  Claret  acom- 
pañado de  algunos  sacerdotes,  e  iba  a  pasar  de 
largo  junto  al  enfermo,  cuando  éste  le  pidió  que 
lo  curara.  Se  repitió  allí  el  diálogo  de  siempre: 
su  advertencia  de  que  no  era  médico,  su  impo- 
sibilidad de  curarlo,  y  los  ruegos  del  otro,  has- 
ta que  aceptó  que  lo  llevaran  a  la  casa  del  Arzo- 
bispo, hacia  adonde  él  se  dirigía. 

Se  hallaba  por  primera  vez  en  aquella  ciu- 
dad sin  conocer  a  ninguno  de  sus  habitantes. 
Pero  en  cuanto  se  presentó  el  enfermo,  lo  amo- 
nestó por  su  mala  vida  pasada.  Le  dijo  sus  pe- 
cados. Lo  mandó  confesarse,  y  luego  añadió 
que  podía  irse.  Y  el  carpintero  salió  ya  llevando 
él  mismo  su  cama. 

En  cuanto  al  suceso,  fué  narrado  por  la 
hija  de  un  prestigioso  general  carlista,  que  al 
día  siguiente  dió  trabajo  al  obrero.  Lo  conocía 


82 


de  antes,  lo  sabía  paralitico,  como  lo  sabían  las 
personas  del  barrio,  y  todos  lo  vieron  traba- 
jar como  si  nunca  hubiera  estado  enfermo. 

Un  niño,  ciego  de  nacimiento,  se  había  he- 
cho poner  también  en  una  vereda  por  donde 
Antonio  pasaba  cada  mañana,  y  al  saber  que  se 
acercaba  a  él,  angustiosamente  empezó  a  pe- 
dirle que  le  curara  los  ojitos. 

Como  siempre,  él  se  negó,  al  principio.  No 
quería  atender  enfermos.  Y  el  niño  le  dijo: 

— Si  usted  quiere  puede  curármelos.  .  . 

Ambos  estaban  rodeados  de  una  multitud, 
segura  como  el  niño,  del  poder  del  Santo. 

Este  encargó  entonces  que  lavaran  los  ojos 
del  pequeño  enfermo  con  agua  fría.  Solamen- 
te mandó  que  lavaran  los  ojos.  Y  luego  los  tocó 
y  rezó  con  las  manos  puestas  en  ellos.  Y  desde 
ese  instante,  el  niño  vió. 

Porque  bastó  que  tocara  los  ojos  sin  luz, 
para  darles  luz. 

Tocó  también  los  párpados  de  una  mujer 
que  tenía,  desde  hacía  veinte  años,  una  horrible 
fístula,  y  ella  fué  también  curada. 

Rezó  con  las  manos  puestas  sobre  un  reli- 
gioso mercedario  que  estaba  seriamente  enfer- 
mo, que  había  tenido  recién  un  vómito  de  san- 
gre tan  fuerte,  que  en  el  hospital  le  daban  po- 
cos días  de  vida. 

— wj  Anímese  Padre  Pedro,  que  pronto  me 
ayudará  a  enseñar  el  catecismo  y  a  predicar  ser- 
mones !"  Y,  aunque  parecieron  sólo  palabras 
de  esperanza,  su  oración  fué  suficiente  para  de- 
volver al  enfermo  la  salud. 


•  83 


Y  se  dijo  que  al  día  siguiente  el  Padre  Pe- 
dro estaba  de  pie,  dispuesto  a  continuar  sus  tra- 
bajos apostólicos. 

Sin  embargo,  humildemente,  él  dirá  des- 
pués : 

— "Yo  estoy  que  los  curaba  por  la  fe  y  la 
confianza  con  que  venían,  y  que  Dios  Nuestro 
Señor  premiaba  su  fe  con  la  salud  corporal  y 
espiritual". 


Muchos,  sin  embargo,  llegaban  inocentes, 
y  también  los  curaba;  o  llegaban  sin  fe,  y  los 
curaba  igualmente. 

— "Sé  buena  y  curarás'',  le  había  dicho  a 
una  niña  a  quien  la  ciencia  consideraba  perdida, 
y  apenas  rezó  por  ella,  quedó  sana. 

Y  así,  como  esta  niña  iban  muchos  seres  pe- 
queños, muchos  seres  puros,  iban  los  que  no 
habían  pecado,  los  que  aún  nada  entendían,  y 
los  curaba. 

Una  madre  llegó  con  su  hijita  de  dos  años, 
que  se  había  roto  un  brazo.  El  acarició  sus  me- 
jillas pálidas.  Después  rezó  y  levantó  en  alto 
un  racimo  de  uvas,  y  dijo: 

— Toma,  nena,  esto  es  para  tí. 

Y  se  dice  que  la  niña  del  brazo  roto,  lo  le- 
vantó como  antes  y  que  riendo  tomó  el  racimo. 

¿Cómo  pudo  ser?...  Solamente  se  dice 
cómo  fué. 


Eran  epilépticos  que  parecían  embrujados 
y  salían  sanos.  Algunos  eran  llevados  a  la  fuer- 


84  • 


za,  porque  no  creían  y  no  querían  ir,  y  asimis- 
mo los  curaba.  Y  habrá  que  decir:  se  curaban 
y  se  convertían. 

En  el  libro  del  Padre  Puigdessens  se  narra 
una  curación,  que  el  mismo  Padre  Claret  rela- 
ta así : 

"A  un  joven  de  veinticinco  años  que  se 
hallaba  sin  sentido  y  a  punto  de  expirar  visité 
a  la  una  de  la  noche,  le  apliqué  un  simple  re- 
medio, cobró  los  sentidos  y  a  los  dos  días  es- 
taba completamente  curado". 

Les  mandaba  tomar  yuyos,  o  un  simple  re- 
medio, o  agua,  o  una  naranja,  y  a  veces,  nada. 
Y  el  resultado  era  igualmente  maravilloso.  Sin 
embargo  muchos  autores  temen  pronunciar  la 
palabra  "milagro".  Le  llaman  hecho  extraordi- 
nario, caso  asombroso,  algo  (fue  parece  sobre- 
natural .  .  . 


En  la  ciudad  de  Vich,  un  conocido  médi- 
co, el  doctor  Campó,  observó  que  sus  enfermos 
tomaban  a  menudo  remedios  que  él  no  manda- 
ba. Y  dice  que,  si  al  indagar  le  decían  que  era 
el  Padre  Claret  el  que  los  indicaba,  mandaba 
que  los  tomasen,  porque  aunque  para  la  cien- 
cia fueran  a  veces  disparates,  comprendía  que 
el  Santo  se  servía  de  aquellas  medicinas  para 
ocultar  su  poder  milagroso.  Y  la  misma  com- 
probación la  hicieron  luego  otros  médicos. 

Se  narró  el  caso  asombroso  de  una  Herma- 
na de  Caridad  que  padecía  horriblemente,  y 
cuyo  mal  fué  diagnosticado  cáncer  al  estóma- 


•  85 


go.  Ya  no  podía  alimentarse,  ni  tenía  fuerzas, 
ni  se  levantaba;  y,  asimismo  quedó  curada. 

Por  eso  el  Padre  Cristóbal  Fernández  sos- 
tiene en  su  biografía  del  Santo,  que,  si  las  de- 
claraciones no  fuesen  tan  recientes  y  tan  au- 
ténticas, casi  todas  de  testigos  oculares,  o  bien 
de  los  propios  enfermos,  o  de  sus  parientes  más 
cercanos,  podría  pensarse  en  una  leyenda  que 
la  imaginación  o, credulidad  de  los  siglos  me- 
dios hubiera  ido  tejiendo  con  el  correr  de  los 
días.  Y  que  todo  fué  cierto  y  pasó  como  se  ha 
dicho. 


En  algún  momento  él  mismo  se  enfermó. 
Pero  sufría  sin  quejarse  ni  buscar  cura  ni  ali- 
vio a  una  llaga  que  se  le  había  formado  en  un 
costado.  Y,  cuando  algunos  síntomas  trascen- 
dieron y  fueron  llamados  de  urgencia  varios  mé- 
dicos, ya  la  herida,  que  era  profunda  y  muy 
dolorosa,  empezaba  a  gangrenarse.  Había  que 
intervenir  en  seguida  y  así  lo  resolvieron,  di- 
ciendo de  operar  a  la  mañana  siguiente.  Pero, 
¡cuál  no  sería  su  sorpresa,  al  presentarse  en  su 
habitación  y  no  hallarlo,  y  cuánto  más,  al  ver- 
lo llegar  de  celebrar  su  misa,  con  el  rostro  plá- 
cido, y  diciendo  que  estaba  curado! 

Fué  entonces  cuando  mostró  a  aquéllos, 
que  no  quedaba  de  su  mal,  sino  el  leve  tono  ro- 
sado de  una  cicatriz  recién  cerrada.  Y  explicó 
que,  durante  la  noche  había  rogado  a  la  Virgen 
para  que  lo  curase,  y  que  ella  lo  había  curado. 

Y  los  médicos,  testigos  de  este  sorpren- 


86  • 


dente  caso,  voluntariamente  escribieron  y  fir- 
maron lo  antedicho. 


Alrededor  del  Santo,  lo  natural  y  lo  coti- 
diano, iba  siendo  ya  lo  extraordinario,  y  los 
hombres  no  pedían  ahora  el  remedio  sino  el 
milagro.  Y  a  estos  hechos  se  añadían  otros  dis- 
tintos, aunque  igualmente  maravillosos. 

Así  fué,  en  efecto,  el  caso  documentado 
por  un  misionero  de  la  Congregación  del  Cora- 
zón de  María,  escrito  y  firmado  por  el  Obispo 
doctor  Puigmitjá,  que  ha  sido  cuidadosamente 
conservado : 

Sus  palabras  iniciales,  afirmativas,  encabe- 
zan el  relato  con  estos  términos: 

"Yo  puedo  responder  de  la  autenticidad  de 
la  relación  que  he  oído  y  que  fuera  contada 
así" : 

El  Santo  predicaba  en  un  pueblo  llamado 
Mieras,  de  la  Provincia  de  Cataluña,  y  lo  hacía 
sin  haber  bajado  del  pulpito,  ni  haber  interrum- 
pido su  discurso.  Y  los  fieles,  que  lo  estaban  es- 
cuchando, vieron  entrar  corriendo  y  azorados  a 
los  curas  del  pueblo,  sin  que  ninguno  de  los 
fieles  se  explicase  la  causa  de  aquella  súbita 
entrada.  Y  hasta  aquí,  sólo  sabemos  que  entra- 
ron todos  juntos  en  medio  de  la  prédica  del 
Santo. 

Pero  luego,  los  que  tenían  solamente  este 
hilo  del  suceso,  supieron  que  Claret,  que  no  se 
había  movido  del  pulpito,  como  ellos  pudieron 
atestiguarlo,  había  estado  asimismo  en  la  casa 
rectoral,  donde  esos  curas  jugaban  a  los  naipes, 


•  87 


que  los  había  amonestado  en  tono  severo,  por 
el  mal  ejemplo  que  daban  con  su  conducta,  y 
que  obedeciendo  a  esa  amonestación,  los  curas 
habían  hecho  la  brusca  entrada  que  presencia- 
ron los  fieles. 

¿Cómo  llegó  hasta  ellos?  Eso  no  se  expli- 
ca. ¿  Cómo  supo,  desde  el  pulpito,  lo  que  pasaba 
en  la  casa  rectoral?  Todo  pertenece  al  miste- 
rio. Pero  tanto  los  curas,  como  los  fieles,  jura- 
ron que  asi  había  sido  y  el  Obispo  Puigmitjá 
firmó  el  relato. 


Pero,  ¿es  menos  sorprendente  este  su- 
ceso?. .  . 

El  Santo  terminaba  de  celebrar  su  misa  en 
el  pueblo  llamado  Olost.  Numerosos  penitentes 
esperaban  en  su  confesionario,  y  él  empezaba  a 
escuchar  a  los  primeros,  cuando  dejándolos,  sa- 
lió de  prisa.  Fué  a  su  casa  corriendo  y  dijo: 

— Me  voy  a  Vich. 

Allí  quisieron  ensillar  un  caballo.  Pero  él 
no  esperó.  Y  cuando  un  mozo  salió  montado, 
con  intención  de  alcanzarlo,  y  aun  cuando  fué 
casi  enseguida  y  llegó  hasta  un  pueblo  llamado 
San  Salvador,  que  distaba  de  aquél,  cinco  kiló- 
metros, no  logró  encontrarlo.  Y  en  Olost  que- 
daron sorprendidos  y  sin  explicarse  lo  suce- 
dido, sobre  todo,  porque  siendo  aquél  el  único 
camino,  el  jinete  no  pudo  descubrir  tampoco 
sus  pasos  en  la  nieve. 

Sin  embargo,  el  Santo  ya  había  llegado  a 
Vich. 


88  • 


¿Qué  razón  tuvo  esa  partida  precipitada  y 
la  vertiginosa  marcha? 

Aquel  sacerdote,  Fortunato  Bres,  que  lo 
protegiera  en  sus  años  de  seminarista,  al  salir 
de  celebrar  misa  en  la  iglesia,  había  caído  en  la 
plaza  y  se  había  roto  una  pierna. 

En  el  instante  mismo  que  ocurrió  el  acci- 
dente, Claret  lo  presintió,  sin  que  lógicamente 
hubiera  sido  advertido.  Y  cuando  recién  se  ha- 
blaba de  llamarlo,  abría  la  puerta  y  entraba  en 
la  habitación  del  herido,  extrañando  con  esto  a 
los  presentes,  que  asimismo  tomaban  su  apari- 
ción por  coincidencia. 

Sin  embargo,  el  reloj  de  la  casa  de  Bres, 
daba  en  ese  momento  las  siete,  y  a  las  siete 
menos  cuarto,  es  decir,  quince  minutos  antes, 
el  Santo  había  terminado  de  decir  misa  en  Olost, 
ese  pueblo  que  estaba  a  veinticinco  kilómetros 
de  Vich.  Y  en  una  mañana  de  campos  nevados, 
llegaba  sin  barro,  sin  nieve,  y  absolutamente 
descansado. 

De  ahí  que,  al  ser  constatados  los  hechos 
y  relacionados  entre  sí,  ocho  testigos,  presen- 
tes en  aquel  instante,  escribieran  y  firmaran  un 
acta  que  figura  en  los  archivos  claretianos. 


El  Santo  vivía  permanentemente  en  lo  mi- 
lagroso. No  existían  para  él  muros  ni  distan- 
cias. Así,  se  detuvo  una  vez  en  mitad  de  un  ser- 
món para  prevenir  que,  entre  el  auditorio  esta- 
ba una  madre  (pie  había  dejado  en  su  casa  un 
niño  en  la  cuna,  el  cual  se  encontraba  en  pe- 
ligro. 

•  89 


— Que  corra  esa  madre,  había  insistido. 

Y  una  mujer  salió  de  la  iglesia  apenas  oyó 
sus  palabras,  y  sólo  tuvo  tiempo  de  tomar  en 
brazos  al  niño,  con  la  cortina  de  la  cuna  ya  en 
llamas. 

Hablaban  todos  de  cosas  extraordinarias. 
No  solamente  curaba  a  los  hombres.  Tenía  un 
poder  que  impresionaba,  que  no  se  compren- 
día. 

Y  se  dijo  que  un  niño  lo  había  alzado  y 
que  había  atravesado  con  él  en  brazos,  el  río 
Besos.  Y  el  hecho  se  conoció  narrado  por  el 
mismo  Santo. 

Cerca  de  Manresa  iba  esta  vez  con  la  cus- 
todia en  alto  seguido  de  una  procesión  para 
llevar  el  Santísimo  de  un  pueblo  a  otro,  de  una 
iglesia  a  otra,  cuando  una  corriente  de  agua 
que  venía  despeñándose  con  gran  impetuosi- 
dad impidió  su  paso.  Y  cuando  los  que  lo  se- 
guían hablaban  de  volver,  porque  pensaban  que 
iban  a  ser  arrastrados,  el  Santo  puso  entonces 
su  pie  en  las  aguas,  que  se  tornaron  escasas  y 
mansas  en  el  acto.  Y  pudieron  todos  cruzar. 


Así  iba  enseñando  la  doctrina.  Era  como 
un  sembrador  que  no  dejaba  campo  alguno  sin 
arrojar  semillas. 

Estaba  en  ese  momento  en  Barcelona,  en 
una  gran  iglesia  devotamente  callada.  Habían 
acudido  en  multitud  a  escuchar  al  Santo,  lleva- 
dos por  la  fe,  por  la  esperanza,  pero  uno  entre 
ellos  era  impío. 


90  • 


No  quería  ir,  y  un  amigo  insistiendo, 
rogando,  lo  había  obligado.  Su  presencia  era 
como  un  engaño.  Sus  oídos  atendían  con  iro- 
nía. No  estaba  dispuesto  a  arrepentirse,  ni 
quería  creer.  Y  para  sí  y  entre  dientes  murmu- 
ró alguna  cosa,  que  ninguno  oyó.  Pero  el  sa- 
cerdote se  detuvo  y  dijo : 

Es  verdad  hermano,  yo  soy  un  pre- 
dicador como  los  otros,  porque  todos  somos 
enviados  de  Dios  para  anunciar  su  voluntad 
a  los  hombres;  con  la  diferencia  de  que  soy 
peor  que  los  otros  predicadores...  Pero  tú, 
hermano,  oye  la  voz  divina  que  te  llama  a  peni- 
tencia; deja  el  camino  extraviado  por  el  que 
corres  y  emprende  el  de  tu  salvación  por  el 
cumplimiento  de  la  Santa  Ley.  Y  aún  añadió 
cosas  particularmente  claras  para  aquel  hom- 
bre y  que  lo.  aludían.  Y  así,  al  retirarse,  éste 
dijo  al  amigo: 

Este  predicador  es  un  brujo  o  es  santo, 
porque  no  sólo  supo  lo  que  yo  dije,  sino  tam- 
bién lo  que  yo  había  pensado. 

Y  el  hombre  descreído  empezó  a  intere- 
sarse. Volvió  a  escucharlo.  Y  llegó  él  también 
al  camino  de  Dios. 


Claret  conocía  el  pasado  y  el  futuro  de  los 
hombres  y  leía  sus  pensamientos.  Llegó  a  una 
casa  en  el  momento  en  que  cinco  niños  juga- 
ban a  los  sacerdotes  y  por  turno  oficiaban  en 
un  altar  de  juguete.  Pero  el  más  pequeño,  apar- 


91 


tado  por  los  otros,  lloraba  compungido  por  no 
poder  decir  su  misa. 

Varias  personas  de  la  familia  presenciaban 
la  escena  sin  dar  importancia  al  hecho.  Pero 
el  Padre  Claret,  al  observarlos,  exclamó  lleno 
de  seguridad: 

— "¡  Lo  que  son  las  cosas!  Ninguno  de  es- 
tos cuatro  será  sacerdote;  en  cambio  este  pe- 
queño, no  sólo  llegará  a  serlo,  sino  que  será  mi- 
sionero y  salvará  muchas  almas".  .  .  Aquél  fué 
luego  el  Reverendo  Padre  March  y  Solorneu, 
de  la  Compañía  de  Jesús,  que  murió  en  Mali- 
nas en  1897. 

Y  esta  predicción  fué  constatada  por  mu- 
chas de  las  personas  que  presenciaron  aquella 
escena. 

A  un  naturalista  le  anunció  que  moriría 
mártir.  Y  ese  naturalista  fué  después  misione- 
ro, el  Padre  Cler.  Pero  en  el  momento  en  que 
le  fuera  hecha  esta  predicción,  ni  estaba  en  Cu- 
ba, que  luego  misionó,  ni  siquiera  se  había  ins- 
talado allí  la  congregación  en  la  que  él  entró. 

Claret  tenía  el  raro  don  de  saber  lo  que 
nunca  sabrán  los  hombres  y  es  lo  que  les  de- 
para el  destino,  y  luego  también  la  de  conocer 
lo  que  callaban,  pensaban  o  querían.  Sor  Ana 
de  Arlés,  por  ejemplo,  afirmaba  que  apenas 
arrodillada  en  el  confesionario,  él  se  adelanta- 
ba a  enumerar  sus  pecados.  Y  como  ella  lo  dije- 
ron muchas  personas,  entre  quienes  se  encon- 
traba otro  religioso,  el  Hermano  Segurañes. 

Y  se  cuenta  que  un  negrito,  a  quien  con- 


92  • 


fesara  durante  su  estadía  en  Cuba,  al  acudir  a 
otro  sacerdote,  sorprendido  de  ser  él  quien  de- 
biera decir  sus  faltas,  le  dijo: 

— "¡Adivine  usted,  como  lo  hacía  el  santo 
Padre"!. . . 


La  veracidad,  la  autenticidad  de  esa  ex- 
traordinaria condición  del  Santo,  la  dan  estas 
palabras  suyas: 

"Leo  en  las  conciencias  como  si  leyera  en 
un  libro  abierto;  las  leo  con  toda  claridad,  sin 
tener  que  hacer  estudio  alguno". 

Y  no  hay  jactancia  en  sus  expresiones,  si- 
no más  bien  preocupación,  ya  que  esa  confe- 
sión tan  sincera,  la  hizo  a  sus  allegados,  en 
forma  de  confidencia,  y  añadiendo  que  a  veces 
le  daba  miedo .  .  . 

Pero  se  trataba  de  una  vida  no  encuadrada 
en  los  límites  corrientes,  una  vida  más  alta  y 
más  iluminada. 

L'n  dia,  al  llegar  por  primera  vez  a  un  vi- 
llorrio, preguntó  a  una  niña  la  dirección  del 
cura  del  lugar.  La  niña,  ya  una  jovencita,  se 
prestó  a  acompañarlo  y  caminaba  a  su  lado,  en 
respetuoso  silencio,  cuando  al  despedirse,  el 
Padre  le  dijo: 

— Hija  mía,  lo  que  vas  pensando  lo  verás 
realizado  muy  pronto.  Serás  religiosa  como  lo 
deseas. 

El  Santo  no  tenía  conocidos  en  aquel  pue- 
blo. Nunca  había  visto  a  la  niña,  no  sabía  nada 
de  su  familia,  ni  desde  luego,  que  ésta  se  opo- 


•  93 


nía  a  esc  proyecto  mencionado.  Y  como  él  lo 
dijo,  un  tiempo  después,  ella  entró  en  un  con- 
vento de  monjas.  Ni  siquiera  debió  ver  el  deseo 
en  sus  ojos,  él,  que  no  miraba  a  los  ojos.  Como 
San  Agustín  no  precisaba  ver  rostros.  No  co- 
nocía, él  tampoco,  a  sus  penitentes.  Sólo  veía 
almas.  Eran  almas  las  que  pasaban  por  detrás 
de  la  reja  de  madera  de  su  confesionario,  du- 
rante horas  y  horas.  Podía  no  haber  oído  ja- 
más sus  voces.  Pero  sentía  sus  pecados  y  pro- 
nunciaba las  palabras  que  con  frecuencia  que- 
maban los  labios  de  los  pecadores  y  que  había 
vergüenza  o  dificultad  para  recordar.  .  . 


Con  sus  viejos  zapatos,  con  su  sotana  re- 
mendada, iba  haciendo  el  camino  a  pie,  ab- 
sorto en  sus  oraciones.  Así  andaba  siempre  por 
las  calles,  por  los  campos. 

Un  arriero,  que  desde  lejos  lo  venía  ob- 
servando, pensó  que  era  un  pobre  cura,  a  causa 
de  su  humildad,  de  su  ropa  humilde,  de  su  tono 
humilde.  Y  le  dijo  con  burla: 

— "Señor  cura,  ¿quiere  confesar  a  mi  bo- 
rrico?"... 

Se  asegura  que  así,  con  esa  insolencia,  había 
detenido  al  Santo. 

Tenía  la  risa  fácil  del  osado,  el  chiste  torpe 
.  del  ignorante.  Creyó  desconcertar  al  cura,  qui- 
zás indignarlo.  Esperaba  sin  duda,  una  recon- 
vención de  la  que  podría  también  reírse. 

Pero  el  Santo  no  se  inmutó,  y  le  dijo,  casi 
complacido : 


94  • 


— "Tú  eres  el  que  debe  confesarse,  puesto 
que  hace  tantos  años  que  no  te  confiesas,  e  in- 
dicó con  precisión  su  número.  Y  al  decirlo,  le 
recordó  también  todos  sus  pecados,  por  lo  cual 
el  arriero,  fuertemente  impresionado,  cayó  de 
rodillas  y  llorando  le  pidió  la  absolución. 


¿A  qué  hacer  mofa  de  él?  Pero  no  todos  se 
daban  cuenta  de  que  era  necedad.  Y  entonces 
aprovechaba  los  torpes  actos  de  los  que  busca- 
ban reir  a  su  costa. 

Un  misionero,  llamado  Jaime  Ribas,  re- 
cordaba siempre  uno  de  estos  episodios,  que 
había  presenciado  y  que  lo  narraba  así: 

Estaba  Claret  de  misiones  por  Cataluña  y 
en  ese  momento  iba  seguido  de  varias  perso- 
nas, de  la  iglesia  de  un  pueblo  a  la  casa  recto- 
ral, por  calles  llenas  de  gente,  porque  era  ve- 
rano. Y  en  la  vereda  de  una  taberna  estaban 
sentados  algunos  hombres,  alegres  y  bromis- 
tas,  por  lo  mucho  que  habían  bebido. 

Uno  de  ellos,  creyéndose  ocurrente  o  con 
el  espíritu  más  oscurecido,  exclamó  al  pasar  el 
misionero : 

— Si  este  saco  de  carbón  ardiese  podría- 
mos encender  en  él  nuestros  cigarros. 

El  acento  era  provocador,  y  el  tono,  el 
estúpido  de  los  que  no  saben  sino  de  cosas  ba- 
jas. 

El  Santo  nunca  andaba  enteramente  en  la 
tierra.  Aun  en  medio  de  las  gentes  meditaba. 
Pudo  así  no  oir  la  vulgaridad  del  bebedor.  Pe- 


•  95 


ro  se  detuvo,  extendió  la  mano,  y  en  su  palma, 
que  no  se  quemaba,  mostraba  un  ascua  ar- 
diendo. 

A  veces  enseñaba  sin  palabras.  Y  ya  mu- 
chos le  llamaban  entonces  "cazador  de  almas". 


Hechos  extraordinarios  sucedían  mientras 
el  Santo  iba  bendiciendo  a  los  hombres,  mien- 
tras predicaba  a  los  pueblos.  Y  el  doctor  Cla- 
pers,  a  quien  el  autor  Cruz  Ugalde  juzga  "can- 
delero  de  oro  de  la  Catedral  de  Lérida",  excla- 
maba emocionado : 

— "El  Padre  Claret  té  un  cop  d'ala  del  Es- 
perit  Sant".  .  . 

Eran  los  tiempos  de  su  evangelización  en 
la  región  catalana.  Los  pueblos  lo  seguían,  pero 
era  asimismo  imposible  que  no  entrara  a  la 
Iglesia  gente  sin  fe  y  hasta  para  hacer  escán- 
dalo. 

Ese  día,  un  muchacho  mal  intencionado, 
por  dos  veces  arrojó  naranjas  al  pulpito. 

El  misionero,  que  pudo  darle  una  respues- 
ta, continuó  su  discurso  como  si  nada  advir- 
tiera. Algunos,  indignados  se  aprestaban  a  in- 
tervenir, pero  ante  su  actitud  no  lo  hicieron. 

Después,  cuando  todos  se  hubieron  reti- 
rado y  el  sacristán  iba  a  cerrar  la  iglesia,  en- 
contró sentado  en  su  banco  al  muchacho  de  las 
naranjas.  Le  advirtió  que  debía  irse,  sin  que 
aquél  se  moviera  y  fué  entonces  a  comunicar 
el  hecho  al  predicador.  El  que  se  atrevió  a  ata- 
carlo, había  quedado  clavado  en  su  sitio,  sin 

96  • 


poderse  mover,  sin  poder  irse.  Estaba  parali- 
zado, mudo.  Y  debió  el  Padre  ir  a  hablarle,  y  a 
darle  permiso  para  que  se  retirara. 

No  había  sido  una  lección  fuerte,  pero  ha- 
bía sido  una  lección  clara.  Al  dia  siguiente, 
aquél  fué  a  confesarse,  cambió  de  vida,  se  mos- 
tró arrepentido,  y  él  y  con  él,  muchos,  enten- 
dieron cómo  debían  proceder. 


Estos  hechos  preocupaban  a  las  autorida- 
des, temerosas  por  la  influencia  que  él  ejer- 
cía. Trataban  pues  de  comprometerlo,  pero  an- 
daban con  prudencia. 

Ya  las  multitudes  rebasaban  las  iglesias 
para  escuchar  sus  sermones  y  como  había  su-* 
cedido  en  Santa  María  del  Mar,  en  la  ciudad  de 
Barcelona,  miles  de  devotos  quedaban  afuera, 
en  las  tres  plazas  que  rodean  el  templo,  y  mi- 
lagrosamente lo  escuchaban,  como  si  estuvie- 
ran en  las  naves,  sin  perder  una  sílaba  y  sin  que 
el  Santo  tuviera  que  levantar  la  voz. 

Era  aquella  sin  duda  una  gracia  que  todos 
recibían.  Y  tantas  gracias,  tantos  milagros, 
creaban  alrededor  del  Santo  una  ola  de  gran 
devoción. 

Estaba  ahora  en  Figueras,  un  lugar  aldea- 
no, cuya  iglesia  era  pequeña  para  reunir  a  to- 
dos los  que  habían  acudido  desde  otros  pue- 
blos. Y  fué  como  una  escena  bíblica,  la  de  aque- 
llos creyentes  reunidos  en  un  paseo  para  oír 
su  plática,  a  plena  luz,  en  plena  naturaleza. 

Era  en  un  camino,  pero  ninguno  precisaba 


•  97 


seguirlo  ya,  sino  detenerse  para  escuchar  la  di- 
vina palabra.  Sin  embargo,  un  hombre  incré- 
dulo y  díscolo,  que  venía  con  su  carreta,  halló 
molesto  el  acto,  incómodo  aquel  gentío  que  le 
impedía  pasar,  y  fastidiado,  gritó  para  que  se 
apartaran: 

— ¡A  ver  si  le  dais  agua  al  predicador  que 
ha  de  encontrarse  reseco  y  sediento! 

Y  ya  se  hubiera  hecho  un  gran  tumulto, 
si  el  Santo  no  hubiera  tranquilizado  a  su  pue- 
blo, diciendo: 

— Dejadle,  hermanos,  dejad  a  ese  hombre, 
que  a  él  y  a  sus  animales  les  va  a  sobrar  pron- 
to el  agua. 

Y  con  esas  palabras  la  concurrencia  se 
abrió  al  paso  de  la  carreta  para  que  el  sermón 
continuara. 

Pero  unos  días  después,  el  hombre  chusco 
que  había  pasado  riendo  por  entre  el  rebaño  de 
aquel  pastor,  moría  ahogado  junto  con  sus  ani- 
males, tal  como  le  fuera  profetizado. 


Todos  los  pueblos  habían  recogido  su  ex- 
periencia y  su  milagro.  Las  poblaciones  salían 
a  recibirlo  con  palmas  y  flores  y  al  irse  el  San- 
to lo  seguían  por  los  caminos  rezando  el  rosa- 
rio. Se  arrodillaban  a  su  paso. 

Decían  todos  que  los  ángeles  le  protegían 
y  que  la  lluvia  no  le  tocaba  ;  y  se  comprobó  que 
una  mañana,  bajo  un  fuerte  aguacero,  sólo  él, 
entre  todos  los  que  iban,  quedó  con  la  ropa  se- 
ca, sin  que  una  gota  cayera  en  su  sotana. .  . 


98  • 


Esa  tarde  debía  ir  a  Oristá,  y  un  mozo  de 
Viéh,  llamado  Ramón  Prat,  lo  quiso  acompa- 
ñar por  el  desolado  camino. 

El  misionero  insistía  para  que  el  mozo  re- 
gresara antes  que  fuera  tarde.  La  luna  entre 
los  árboles  empezaba  a  alargar  las  sombras.  Y 
su  compañero  no  se  animaba  a  dejarlo  en  un 
camino,  que  era  de  malos  encuentros. 

Y  mientras  el  Santo  pedía  que  volviera, 
aquél  rogaba  para  seguir  a  su  lado,  cuando,  sin 
explicarse  cómo,  vió  que  junto  a  ellos,  sin  ha- 
berlo visto  venir,  estaba  un  caminante  desco- 
nocido, vestido  asimismo  a  la  moda  del  país. 
Esa  presencia  tenía  algo  de  ultramundana. 
¿A  dónde  iba?.  .  .  La  respuesta  que  dió  era  con- 
vincente: iba  también  para  Oristá.  Y  el  Santo, 
volviéndose  a  su  acompañante,  exclamó: 

— Ya  ves  Ramón  que  tengo  compañero. 

Ramón,  que  no  se  explicaba  aquella  apari- 
ción, siguió  en  el  mismo  sitio  sin  poder  mo- 
verse. Y  al  alejarse  los  dos  caminantes,  com- 
probó sobrecogido  hasta  lo  íntimo,  que  sólo  los 
pasos  del  santo  dejaban  huella  sobre  la  nieve. 


Los  hechos  sucedían  en  lugares  distantes 
unos  de  otros  y  los  testigos  de  ellos  no  se  co- 
nocían, por  lo  cual  no  se  puede  pensar  en  una 
sugestión  colectiva.  Andaba  Claret  esa  mañana 
por  un  sendero  fronterizo,  sirviéndose  de  su 
bastón  y  con  aquel  pañuelo  de  algodón  en  que 


•  99 


llevaba  la  ropa.  Un  hombre,  que  iba  al  parecer 

en  su  misma  dirección,  ajustó  sus  pasos  a  los 
del  misionero,  con  gran  beneplácito  de  éste,  que 
gustaba  de  dichos  encuentros,  que  casi  siem- 
pre resultaban  fructíferos.  Hablaban  de  los 
campos,  de  los  animales,  de  los  pastos,  de  la 
labranza,  de  las  próximas  lluvias  y  asi  llegaban 
a  su  destino. 

Pero  estaban  ya  por  despedirse,  cerca  de  la 
frontera,  que  el  otro  debía  pasar,  cuando  el  ca- 
minante se  puso  lívido,  y  lleno  de  miedo,  con 
voz  queda  le  confesó  que  llevaba  tabaco  y  que 
podrían  prenderlo.  Habló  de  que  se  arriesgaba 
por  sus  hijos,  para  que  no  tuvieran  hambre,  pa- 
ra que  no  pasaran  miserias.  Y  el  misionero, 
sin  decir  una  palabra,  tomó  la  bolsa  de  aquél, 
le  entregó  sus  ropas,  y  fué  hacia  los  aduane- 
ros. 

Los  detuvieron.  Y  el  misionero  dijo  que 
llevaba  alubias.  Pero  asimismo  abrieron  la  bol- 
sa para  ver  las  alubias  y  las  vieron,  y  ellos  pu- 
dieron irse. 

Había  salvado  a  aquel  desgraciado  padre, 
que  ya  no  iría  a  la  cárcel.  Pero  éste  pensaba 
en  su  tabaco. 

Sin  embargo,  al  llegar  a  su  casa,  el  tabaco 
estaba  en  la  bolsa. 

No  podía  comprender.  El  había  visto  las 
alubias.  Y  habló  a  todos  del  suceso  y  hasta  a 
los  mismos  aduaneros,  que  lo  negaron,  porque 
ellos  sabían  que  no  habían  sido  engañados.  Y 
discutieron  en  las  tinieblas,  y  tardaron  mucho 


loo  • 


en  ver  claro;  porque  ver  claro,  a  veces,  es  di- 
fícil... 


Un  día  habló  de  dejar  una  prueba,  algo  co- 
mo en  prenda  y  para  que  apreciaran  la  veraci- 
dad de  lo  que  predicaba.  Decía  entonces  su 
sermón  en  la  plaza  de  una  aldea.  Y  afirmó :  "Y 
para  que  sepáis  que  os  predico  la  verdad,  os 
digo  que  no  pasarán  muchos  días,  sin  que  esta 
plaza  en  que  estamos  reunidos,  quede  conver- 
tida en  arenal"...  Hablaba  de  lo  que  nunca 
había  sucedido.  Ellos  lo  oyeron  atentos,  pero 
probablemente,  no  hallaron  que  fuera  posible 
que  sucediese. 

Sin  embargo,  aún  no  habían  pasado  los 
días  de  la  luna  nueva,  cuando  el  río,  hinchán- 
dose con  las  lluvias,  invadió  la  villa.  Y  cuando 
las  aguas  se  retiraron,  hallaron  la  plaza  cu- 
bierta de  arena  como  una  playa. 


Pero  el  Santo  ya  estaba  lejos  de  ellos.  De- 
bía seguir  siempre  sin  detenerse,  porque  lo  lla- 
maban de  todas  partes. 

El  Canónigo  Soler  dijo  al  Padre  Masmit- 
já:  "Señor!  Si  todo  el  mundo  pide  por  él.  En  el 
solo  mes  de  enero  me  parece  haber  oído  de  bo- 
ca del  Señor  Vicario  General,  que  no  bajaban 
de  setenta  las  cartas  que  había  escrito,  sólo  pa- 
ra responder  a  las  demandas  por  el  Reverendo 
Claretr 


•  101 


Y  en  cada  pueblo  confesaba  ya  de  doscien- 
tos a  trescientos  penitentes  diarios. 

En  algún  lugar  veinticinco  sacerdotes  de- 
bieron ayudarle  a  dar  la  comunión,  que  tenía 
que  administrar  comúnmente  ahora,  en  las 
plazas.  Y  cierta  vez  que  el  rosario  fué  rezado 
afuera  también,  la  respuesta  de  tantos  fieles,  oí- 
da en  lontananza,  hizo  pensar,  a  la  gente  des- 
prevenida, en  un  ruido  de  truenos,  a  pesar  de  la 
limpidez  del  cielo. 


En  Lérida  decían  al  verlo: 

No  hay  más  remedio  que  convertirse,  o  no 
asistir  a  la  misión.  .  . 

Y  así  era  en  todas  partes. 

Los  penitentes  hacían  turno  en  su  confe- 
sionario y  lloraban  si  no  podían  confesarse.  La 
noche  entera  esperaban  a  la  puerta  de  la  igle- 
sia, y  en  Reus,  por  ejemplo,  a  las  tres  de  la 
madrugada  la  plaza  estaba  llena  con  la  gente 
que  esperaba.  El  Vicario  de  Mataró  dijo,  al  alu- 
dir al  Santo,  que  su  confesionario  era  un  pueblo. 
Cuando  fué  a  predicar  a  Solsona,  muchos  hi- 
cieron hasta  diez  horas  de  camino  a  pie  para  es- 
cucharlo. En  algunos  lugares,  a  la  noche  se 
reunían  por  pueblos  para  regresar  juntos.  En 
Tordera,  por  donde  había  pasado,  los  peniten- 
tes iban  de  rodillas  a  besar  su  confesionario. 

Un  monje  Cisterciense  del  Monasterio  de 
Poblet,  el  Reverendo  Vallverdú,  afirmó  que  al 


102  • 


llegar  a  un  pueblillo  llamado  Cornuella,  donde 
se  le  esperaba,  encontró  a  todos  en  las  calles 
y  plazas,  como  de  feria,  y  que  esto  sucedía  con 
nieve  en  la  cabeza. 

En  algún  lugar  uno  de  los  penitentes  tuvo 
la  idea  de  hacerse  abrir  la  iglesia  a  medianoche 
para  poder  confesarse  temprano,  y  se  encon- 
tró con  que  estaba  llena  de  gente  que  había 
pensado  lo  mismo.  En  Yalls,  se  dijo  que  el 
pueblo  entero  había  cambiado  de  costumbres. 
En  Seva,  adonde  la  política  había  dividido  a  los 
hombres  en  irreconciliables  bandos,  después  de 
oírlo,  fueron  a  saludarse  unos  a  otros,  a  abra- 
zarse, a  pedirse  perdón,  llorando  por  haberse 
ofendido  y  dejaron  para  siempre  de  perseguirse. 


Predicaba  ahora  en  una  de  las  iglesias  de 
Barcelona.  Y  haciendo  una  pausa,  dijo:  "Spiri- 
tus  Dómine  super  me".  .  .  Los  fieles  quedaron 
atónitos. 

Y  él  volvió  a  repetir:  "Spiritus  Dómine  su- 
per me". .  . 

Quedaron  como  paralizados  en  un  gran 
silencio.  No  acertaban  a  comprender.  Cierto 
que  no  era  fácil  entender  tales  palabras. 

Y  en  medio  de  aquella  inmensa  emoción 
que  se  había  comunicado  a  todos,  el  sacerdote 
exclamó:  "Tan  cierto  es  lo  que  estoy  diciendo, 
como  que  dentro  de  algunos  días  habrán 
grandes  inundaciones,  derrumbes  y  desgracias 
en  esta  ciudad".  . . 


•  103 


Lentamente  se  fueron  retirando  todos, 
preocupados.  Habían  oído  cosas  deslumbrado- 
ras, y  otras  terribles.  Pero  cuando  lo  anunciado 
fué  ya,  como  había  sido  dicho,  su  palabra  ad- 
quirió ante  ellos  un  sentido  divino,  tan  divino, 
que  hubiera  sido  pecado  no  creer. 


Allí,  en  Barcelona,  se  iban  recogiendo  ya 
tan  numerosos  frutos,  que  alguien  a  quien  esto 
desconformara  exclamó : 

— Si  este  predicador  no  sale  de  la  ciudad, 
van  a  quedar  desiertos  los  teatros,  los  cafés  y 
todos  los  sitios  de  recreo  y  diversión. 

Su  influencia  inquietaba.  Y  las  autorida- 
des estaban  ahora  ya  dispuestas  a  prenderlo. 
•El  propio  General  Manzano  se  lo  dijo  al 
Santo,  cuando  se  encontraron  en  Cuba,  uno  de 
Gobernador  y  el  otro  de  Arzobispo.  Y  aún  le 
confesó,  que  él  había  recibido  la  orden  de 
arrestarlo,  que  luego  no  se  cumplió,  por  temor 
a  disturbios  mayores. 

Tenía  en  verdad  un  influjo  inmenso  sobre 
los  pueblos.  Y  el  Doctor  Palau,  dijo,  por  eso: 

"La  obra  de  este  predicador  es  más  eficaz 
que  la  de  todos  los  predicadores  de  Barcelona". 

Llegaban  allí  para  oírlo  hasta  de  cuaren- 
ta millas  a  la  redonda,  y  de  treinta  a  cuarenta 
pueblos.  Lo  pedían  de  todos  los  conventos,  de 
todas  las  parroquias.  "Aunque  se  le  pudiera 
partir  en  veinte,  en  cincuenta  trozos,  para  to- 
dos habría  destino",  es  lo  que  contestaban  a  los 
solicitantes.  Dijeron  que  hacía  más  de  medio 


104  • 


ano  que  se  le  había  dado  la  ruta  que  debía 
seguir  sin  interrupción. 

Y  en  ese  tiempo,  casi  inicial,  ya  predicó 
cincuenta  sermones  durante  una  cuaresma. 
Después  lo  hará  todavía  en  mayor  escala,  y 
predicará  en  Tarragona,  doce  veces  en  veinti- 
cuatro horas;  en  Almería,  cuatro  veces  en  seis 
horas;  y  así  en  Málaga,  en  Murcia,  y  en  todas 
partes.  Y  luego  el  Obispo  Aguilar  afirmará  ha- 
berlo visto  predicar  durante  una  hora  seguida 
con  los  ojos  vueltos  al  cielo.  .  . 


La  sugestión  que  ejercía  sobre  los  pueblos 
era  extraordinaria,  pero  no  era  menor  la  que 
ejerció  separadamente  sobre  los  hombres.  El 
Padre  Aguilar,  recién  nombrado,  dijo  que  sien- 
do muy  joven  lo  oyó  hablar,  y  que  decidió  su 
carrera  eclesiástica.  El  Padre  Esteban  Sala  no 
se  separó  de  él  desde  que  lo  oyó  predicar  por 
primera  vez.  El  Padre  Sala  fué  quien  le  suce- 
dió en  la  Presidencia  del  Instituto  de  Misio- 
neros, llegó  también  a  ser  preconizado  arzobis- 
po y  había  sido  designado  para  reemplazarlo  en 
Cuba,  cuando  pidió  a  Dios  que  lo  librara  de 
aquella  carga  y  murió  enseguida.  Y  es  este  sa- 
cerdote que  admirara  tanto  al  Santo,  y  sobre 
quien  éste  tuvo  tanto  ascendiente,  el  que  da  la 
clave  de  aquel  poder  de  su  palabra,  diciendo: 

— "Es  que  para  hablar  de  Dios  como  Cla- 
ret,  hay  que  amar  a  Dios  como  Claret".  .  . 

La  superioridad  de  sus  discursos,  la  efica- 
cia de  su  palabra,  estaría  pues  explicada  en  su 


•  105 


amor  a  Dios.  Cierto  es  que  lo  amaba,  transfi- 
gurándose ante  el  Santísimo,  como  lo  observa- 
ron muchas  personas.  Quedaba  con  frecuencia 
en  éxtasis,  con  los  ojos  fijos,  el  rostro  trans- 
parente, nimbado  de  luz.  Así  lo  vió  el  Reveren- 
do Padre  Coma,  del  Oratorio  de  San  Felipe, 
rezando  en  la  Iglesia  de  Santa  Eugenia  de 
Berga.  Y  su  testimonio  figuró  en  el  Proceso  de 
la  Beatificación.  Lo  vió  entre  resplandores 
también  Isabel  II,  en  la  Capilla  Real,  y  su  de- 
claración figuró  en  el  Proceso  de  Madrid.  Con 
una  aureola  de  luz  lo  vió  la  Superiora  del  Con- 
vento de  Santa  Teresa,  en  Lérida. 

Por  su  parte,  uno  de  sus  biógrafos,  el  Pa- 
dre Fernández,  al  explicar  esa  luz  misteriosa, 
ese  resplandor  externo,  dice  que  era  como  una 
irradiación  de  la  luz  que  bañaba  su  alma  y  que 
se  proyectaba  sobre  las  conciencias.  Y  el  Padre 
Puigdessens  escribe:  "Es  que  en  el  fondo  de  su 
alma  y  por  debajo  de  sus  potencias  naturales 
latía  una  fuerza  superior  que  dinamizaba  y  su- 
bía de  punto  el  poder  de  aquéllas,  una  luz  que 
penetraba  todo  su  ser  volviéndolo  diáfano  y 
hermoso,  un  ritmo  divino  que  concertaba  y  da- 
ba unidad  a  todo  el  juego  de  sus  actividades". 
Estaba  pues  en  él  esa  luz  que  el  Doctor  Angé- 
lico atribuye  al  particular  influjo  de  un  alma 
que  está  llena  de  la  Divinidad.  Y  puesto  que  se- 
gún su  teoría,  esa  transfiguración  y  embelleci- 
miento, provienen  de  que,  no  pudiendo  ence- 
rrar en  sí  ese  tesoro  el  santo  lo  difunde  a  ma- 
nera de  luz,  no  maravilla  comprender  que  fuera 


106  • 


la  luz  de  la  gracia  la  que  vieran  en  él  tantas 
sorprendidas  pupilas. 


Monseñor  Cruells  tenía  razón  al  exclamar 
ya:  "Todo  en  él  es  un  prodigio".  Sorprendía  su 
luz,  sorprendían  también  su  elocuencia,  su  sa- 
biduría, sus  virtudes,  su  penetración,  su  ac- 
tividad. En  los  medios  eclesiásticos  de  Catalu- 
ña, comenta  el  autor  Fernández,  era  corriente 
oír  decir  que  poseía  la  ciencia  infusa,  y  que  era 
un  milagro  viviente  de  Dios.  ¿Era  así?  El  Doc- 
tor Masmitjá  afirmará  haber  escuchado  decir 
al  propio  Padre  Claret,  que  predicaba  por  Ma- 
ría, enviado  por  ella,  y  "que  ella  misma  le  dic- 
taba sus  sermones".  .  .  Por  su  parte,  Francisco 
Más  y  Artigas,  el  latinista,  que  lo  escuchaba 
llorando  de  emoción,  sostenía  que,  lo  que  decía 
no  había  podido  adquirirlo  por  medios  natura- 
les. 

— "Lo  que  predica  Mosén  Claret  no  es  de 
la  tierra  sino  del  cielo,  porque  los  hombres  no 
llegamos  a  tanto",  exclamaba  también  al  salir 
de  un  sermón  el  Doctor  Yentalló,  catedrático 
de  la  Universidad  de  Barcelona. 

Y  el  Canónigo  Soler,  embelesado  excla- 
maba : 

— "Las  palabras  fluyen  de  su  boca  como 
de  una  fuente  de  gracia". 

Las  opiniones  coinciden,  pues,  y  no  pue- 
de ya  ponerse  en  duda  de  que  en  él  había  algo 
extraordinario.  Hasta  Balmes,  ese  sacerdote  fi- 
lósofo de  reconocido  talento,  dirá  que  su  in- 


•  107 


fluencia  no  podía  explicarse  por  medios  natu- 
rales y  que  las  mismas  cosas  dichas  por  él  pa- 
recían distintas  y  hacían  un  efecto  distinto. 


Es  que,  como  el  carpintero  de  Judea,  el 
tejedor  de  Sallent  sorprendía  ahora  a  los  sa- 
bios con  su  sabiduría.  ¿Cómo  había  adquirido 
esos  conocimientos?  Cierto  es  que  dormía  ape- 
nas dos  o  tres  horas  apoyado  en  una  mesa  o  ti- 
rado en  el  suelo,  y  que  gastaba  cada  noche  un 
velón  de  aceite,  estudiando  y  meditando,  pero 
no  era  suficiente.  Y  no  hay  que  olvidar  que  en 
sus  comienzos  ni  siquiera  se  creyó  que  tuviera 
talento,  y  que  llegó  a  ser  maestro  de  maestros. 

Y  el  Decano  del  Supremo  Tribunal  de  la 
Rota,  Fernández  Montaña,  hablará  de  su  cono- 
cimiento profundo  en  las  Sagradas  Escrituras 
y  en  muchas  otras  ramas  del  saber,  y  dirá  que 
tenía  una  vasta  erudición  en  ciencias  eclesiás- 
ticas, bíblicas  y  exegéticas,  en  teología  dog- 
mática y  moral  y  en  historia  eclesiástica  y  pro- 
fana. Don  Francisco  Besalú,  que  será  Rector 
de  la  Iglesia  de  Monterrat,  admirará  también 
su  sabiduría.  El  Obispo  Aguilar  elogiará  su 
erudición,  sosteniendo:  "creo  que  se  le  puede 
llamar  verdaderamente  hombre  de  ciencia  y  de 
doctrina".  Y  el  Padre  González  Mendoza,  que 
después  de  él  ocupará  la  dirección  de  El  Esco- 
rial, confesará  que  su  ciencia  le  inspiraba  tanto 
respeto,  que  a  pesar  de  su  benevolencia  y  de 
su  modestia,  hablaba  con  cuidado  en  su  pre- 
sencia. 


108  • 


Por  otra  parte,  tenía  también  una  memo- 
ria privilegiada,  que  recordaba  todo  lo  que  leía, 
diciendo  a  este  respecto  el  Padre  Barjau,  que 
podía  preguntársele,  por  ejemplo,  cualquier 
punto  de  la  "Suma"  de  Santo  Tomás,  y  que  él 
respondía  casi  palabra  por  palabra  y  podía  in- 
dicar en  que  edición  se  encontraba  tratado  así, 
y  diciendo  en  tal  página,  y  al  principio,  a  la 
mitad,  o  al  final  de  ella.  .  . 

Y  sólo  podía  estudiar  de  noche,  porque  de 
día  confesaba,  predicaba  o  misionaba.  Y  toda- 
vía pasaba  muchas  noches  en  oración. 


El  Padre  Aguilar,  su  autorizado  biógrafo, 
dice  además  que  "pocos  hombres  han  poseído, 
en  tan  alto  grado  como  él,  la  habilidad  de  decir 
una  misma  cosa  con  diferentes  palabras",  y 
añadía:  "haciéndose  comprender  por  los  igno- 
rantes y  gustando  a  los  doctos".  Y  que  no  ha- 
cía alarde  de  su  sabiduría,  aunque  se  viera  que 
sabía.  Y  Pío  Zabala  dice  en  su  obra,  que:  "Co- 
mo el  maestro  de  Avila  no  revolvía  muchos  li- 
bros para  componer  sus  discursos",  ni  los  so- 
brecargaba de  Escritura,  porque  "su  deseo  no 
consistía  en  que  salieran  los  fieles  del  templo 
alabando  las  lindas  cosas  que  acababan  de  es- 
cuchar, sino  que  lo  hicieran  calladamente,  baja 
la  cabeza,  compugido  el  corazón  y  removida  la 
conciencia",  y  que  "prefería  con  San  Agustín, 
que  lo  criticaran  los  gramáticos  a  que  no  lo  en- 
tendieran los  rudos".  Pensaba  con  San  Ligorio, 
al  que  muchas  veces  recordaba,  que  la  morali- 


•  109 


dad  debía  ser  el  fruto  del  sermón  del  pueblo, 
y  hablaba  imitando  a  Jesucristo,  a  los  Após- 
toles, a  los  santos,  a  los  doctores  eclesiásticos 
y  a  los  españoles  del  Siglo  de  Oro,  especial- 
mente al  Beato  de  Avila;  y  lo  hacía  sin  apar- 
tarse del  Evangelio.  "Me  valgo  de  sus  seme- 
janzas — decía —  y  uso  su  estilo,  hago  ver  las 
obligaciones  que  tiene  el  hombre  para  con 
Dios,  respecto  a  sí  mismo  y  a  sus  prójimos,  y 
cómo  las  ha  de  cumplir".  Poseía  la  técnica  del 
apóstol  cristiano,  dicen  los  distintos  autores  y 
alguno  de  ellos  agrega  que  tampoco  se  apar- 
taba de  los  cánones  del  buen  decir  ni  de  los 
principios  básicos  y  universales  de  la  litera- 
tura. 

En  sus  discursos  existía  "la  superestruc- 
tura del  discurso";  y,  dicen  algunos  que  había 
pujanza  y  frescura  en  su  elocuencia,  que  poseía 
todos  los  recursos  de  la  imaginación  y  del  sen- 
timiento, con  el  dominio  de  sí  y  de  las  situacio- 
nes y  un  maravilloso  poder  de  sugestión. 


Y  porque  él  consideraba  que  todos  los  ma- 
les del  mundo  provenían  de  haber  retirado  a  la 
Iglesia  la  que  llamara  "palabra  de  vida,  pala- 
bra de  Dios",  se  empeñaba  por  devolvérsela,  se- 
guro como  estaba  de  que  "todo  propósito  de  sal- 
vación sería  estéril  mientras  no  se  restaurara, 
en  toda  su  plenitud,  la  gran  palabra  católica". 

Su  obra  entera  tuvo  así  ese  móvil.  De  ahí 
la  actividad  y  eficacia  de  aquella  propaganda 


HO  t 


de  años,  que  sorprendió  a  su  tiempo.  De  ahí 
también  el  fervor  con  que  hablaba  a  los  hom- 
bres; de  ahí  que  hubiera  adquirido  a  fuerza  de 
sinceridad  y  de  amor,  el  arte  de  persuadir,  que 
significaba  dar  a  todos  el  regalo  de  la  fe. 

Y  habló  siempre  por  eso,  con  un  tino  ex- 
quisito y  una  comprensión  extraordinaria, 
uniendo  la  fortaleza  a  la  suavidad,  como  se  di- 
jo, cuidando  siempre  de  no  exasperar,  de  no 
llevar  a  ninguno  por  las  sendas  de  la  locura,  ni 
del  terror  — de  éste  decía;  causa  más  daño  que 
provecho —  y  hablando  con  claridad,  con  sen- 
cillez, con  gracia,  sin  amenazas,  "porque  los 
malos  se  endurecen  y  los  flacos  corren  el  ries- 
go de  caer  en  la  desesperación". 

Cada  discurso  suyo  era  una  obra  maestra 
de  catequización,  de  persuación.  Era  vigoroso 
y  prudente  a  un  tiempo,  y  unía  la  profundidad 
al  sentimiento.  Pero  decía:  "Prefiero  mostrar 
la  verdad  a  demostrarla,  hacerla  gustar  a  im- 
ponerla, presentarla  amable  e  inteligible,  a  ves- 
tirla con  los  arreos  de  la  ciencia".  Sabía  que  una 
verdad  que  se  ama,  es  una  verdad  que  se  entien- 
de. Y  que,  "el  hombre  siente  más  placer  en  los 
emblemas,  alegorías  y  comparaciones  de  las 
cosas  sensibles,  que  en  la  verdad  desnuda,  por- 
que ésta  es  rígida  y  aquéllas  son  risueñas". 

Y  observaba: 

— "No  hubiera  agradado  Esopo  a  sus  lec- 
tores por  espacio  de  veinticinco  siglos,  si,  en 
lugar  de  fábulas,  hubiera  escrito  verdades  aus- 
teras", añadiendo:  "Ni  nuestro  divino  Salva- 


•  111 


dor  hubiera  instruido  a  su  pueblo  con  discur- 
sos, tan  eficazmente  como  con  sus  parábolas". 


Algún  día  los  diarios  de  Cuba  lo  compara- 
rán con  Bossuet,  Massillón  y  Lacordaire,  sos- 
teniendo que  todavía  los  sobrepasaba. 

"Nunca  se  ha  oído  hablar  así",  escribían. 

"Claret  es  único"  exclamaron  muchos. 

Un  viajero  lo  oyó  hablar  sin  saber  a  quien 
escuchaba,  y  de  regreso  a  su  pueblo  habló  al 
cura  de  aquel  predicador,  y  preguntaba  quién 
podría  ser,  y  dicen  que  el  cura  respondió  sin 
vacilar: 

— "Pues,  quién  ha  de  ser  sino  el  Padre 
Claret!"... 

Y  cuando  pasados  años  y  años  y  las  cosas 
de  la  época  se  iban  borrando  de  la  memoria,  un 
sacerdote,  viejo  ya,  decía  todavía: 

— "Nunca  he  podido  olvidar  aquel  acen- 
to, tan  diferente  del  nuestro  en  su  modo  de 
hablar,  aquel  cariño,  aquella  dulzura"... 

Tenía  embelesados  a  los  hombres  cate- 
quizados. Era  un  santo  ya.  ¿No  fué  visto  por 
muchos  como  suspendido  en  el  aire? 


La  Iglesia  comprendió  que,  quien  poseía 
tan  sobresalientes  condiciones  para  el  púlpito 
y  era  también  reconocido  como  admirable  di- 
rector de  almas,  debía  dirigir  y  dar  ejercicios 
especiales  al  clero.  Y  así,  mientras  no  había 
salido  de  Cataluña,  en  las  horas  misioneras, 
se  le  designó  ya  para  dictar  aquellos  altos  cur- 


112  • 


sos  de  moral,  que  en  el  primer  tercio  del  siglo 
XIX,  inició  el  Seminario  de  Vich,  y  cuyos  dic- 
támenes y  soluciones,  según  el  Padre  Jacinto 
Blanch,  eran  de  tal  importancia,  que  los  ma- 
nuscritos corrían  de  mano  en  mano,  como  nor- 
ma segura  de  conducta.  Y  es  interesante  cons- 
tatar que  esas  conferencias  que  dirigieron  sa- 
cerdotes de  indiscutida  categoría  moral  e  in- 
telectual, fueron  presididas  por  él,  durante  va- 
rios años. 

Debió  cumplir  esa  misión  con  mucha  dedi- 
cación y  agrado,  porque  nunca  dejó  de  preo- 
cuparse por  la  instrucción  y  educación  del  cle- 
ro, por  considerar  que  los  malos  sacerdotes 
constituían  la  mayor  desgracia  de  la  Iglesia. 

Con  ellos  era  pues  severísimo.  Xo  admi- 
tía ni  debilidades,  ni  desconocimiento,  y  era 
siempre  escuchado  con  la  autoridad  que  le  da- 
ba su  vida  ejemplar  y  sacrificada.  ¿Acaso  les 
pedía  algo  que  no  fuera  el  perfecto  cumplimien- 
to de  su  deber?  ¿Les  exigía  más  de  lo  que  él 
mismo  daba? 


Alguna  vez,  sin  embargo,  los  oyentes  no 
guardaron  la  acostumbrada  religiosidad.  Pasó 
por  la  sala  un  soplo  de  inquietud,  de  distrac- 
ción, o  de  disconformidad.  Pero  fué  una  sola 
vez,  porque  él,  al  recomenzar  los  ejercicios  lo 
hizo  en  estos  términos: 

"Hagan  el  favor  de  guardar  mejor  el  si- 
lencio, pues  esta  noche,  Dios  Nuestro  Señor 
me  ha  reñido  duramente  porque  no  lo  había 


t  H3 


hecho  guardar".  . .  ¿Quién  se  hubiera  anima- 
do a  toser,  siquiera,  luego  de  tan  impresio- 
nante principio? 

Y  es  que  sabía  que  en  ellos  nada  podía 
tolerarse. 

¿No  debían  aspirar  a  ser  como  él  los  con- 
ductores de  almas? 

Claret  exigía  que  esa  misión  fuese  cum- 
plida en  todos  los  instantes,  sin  desmayos,  sin 
disminuciones. 

Sobre  todo,  exhortaba  a  que  la  misa  se 
dijese  siempre  en  buena  disposición.  Y  para 
compenetrarlos  con  esta  necesidad,  les  advir- 
tió, en  algún  momento,  que  había  un  sacer- 
dote que  no  celebraba  como  debía,  y  que  él 
había  pedido  al  Señor  que  no  lo  dejara  celebrar 
más  y  que  no  celebraría  más.  ¿Habían  com- 
prendido? 

¿Acaso  ellos  podían  tener  las  manchas,  las 
pasiones  y  los  errores  de  los  demás?  ¿Podían 
andar  por  el  mundo  como  cualquiera?  De  ahí 
que  cuando  el  Padre  Curríus,  que  será  su  se- 
cretario en  Cuba,  reciba  la  solicitud  de  un  sa- 
cerdote que  quería  agregarse  a  aquella  misión 
respondió: 

"Si  está  pronto  a  servir  a  Dios,  sin  inte- 
rés temporal  alguno,  entonces  puede  ponerse 
en  camino",  y  previniendo  que  había  que  estar 
pronto  a  todo  para  servir  a  Dios,  y  hasta  a 
dejar  la  vida  si  era  necesario. 


Es  probable  que  el  tono  de  su  religiosi- 
114  ♦ 


dad  no  fuera  fácil  de  seguir,  ni  de  imitar.  Era 
la  suya  una  religiosidad  heroica.  Vivía  con  el 
alma  en  tensión,  en  estado  de  sacrificio,  aman- 
do el  sacrificio. 

Un  día,  por  ejemplo,  supo  que  el  Obispo 
de  Plasencia  había  sido  desterrado.  Para  él  ese 
destierro  era  la  gloria.  Le  escribió  una  carta 
de  felicitación,  de  alegría.  Aquél  sufría  perse- 
cusiones.  "Y,  éstas  nunca  han  sido  motivo  de 
tristeza,  sino  de  grande  contento  y  alegría  pa- 
ra los  verdaderos  discípulos  de  Jesús  crucifi- 
cado". 

Envidiaba  la  suerte  de  los  mártires.  Y 
cuando  supo  que  uno  de  sus  misioneros,  fué 
asesinado  por  la  revolución,  sólo  dijo: 

"Me  ha  ganado  la  palma". 

Y  pedía  a  todos  que  rezaran  para  que  él 
también  alcanzara  el  martirio. 


El  no  se  tenía  sin  embargo  por  excepción, 
consideraba  que  era  obligación  de  todos  los  sa- 
cerdotes ser  así,  y  les  decía  para  que  medi- 
taran : 

"¿Qué  agradecimiento  no  manifestaría  la 
piedra  si  la  pasara  Dios  de  este  ser  al  de  plan- 
ta? Y  una  planta  ¿no  lo  sentiría  si  la  pasara  a 
ser  animal?  ¿Y  un  animal  si  pasara  a  ser  ra- 
cional? Nosotros,  pues,  de  la  nada,  por  un 
efecto  de  la  bondad  suma,  hemos  pasado  a  ser 
sus  Ministros,  escogidos  entre  todos  los  hom- 
bres para  mediar  entre  el  hombre  y  Dios".  Y 


•  115 


para  que  se  compenetraran  con  esa  verdad, 

añadía: 

— "Videte  ne  in  vacuuum  gratiam  Dei  re- 

cipiatis".  Haced  que  podáis  decir  con  el  Após- 
tol :  "Gratia  Dei  in  me  vacua  non  fuit" .  .  . 

A  veces,  asimismo,  era  preciso  amonestar- 
los, porque  no  todos  parecían  entender.  Y  les 
hablaba  entonces  a  puertas  cerradas.  Pensaba 
que  era  mejor  así,  para  no  confundirlos. 

Pero  se  corrieron  voces  de  que  conspiraba 
y  los  enemigos  de  la  Iglesia  lo  denunciaron. 
Se  decía  que  mezclaba  la  política  en  los  sermo- 
nes y  en  Lérida,  donde  esto  sucedió,  se  reci- 
bió orden  de  investigar. 

La  respuesta  fué  terminante  y  altamente 
tranquilizadora  para  las  autoridades:  sus  ser- 
mones no  trataban  sino  del  Evangelio  y  sus 
ideas  eran  tan  puras  y  santas,  que  a  buen  se- 
guro — así  se  dijo —  si  todos  las  siguieran,  no 
habrían  más  revoluciones,  y  en  los  pueblos 
donde  predicaba  "todos  lo  ensalzaban  hasta  las 
estrellas". .  . 


Pocos  días  después,  sin  embargo,  y  estan- 
do en  Torredembarra,  dos  tiros  silbaron  jun- 
to al  púlpito.  Y  aunque,  serenamente  continuó 
su  sermón,  era  evidente  que  habían  querido 
asesinarlo. 

El  Arzobispo  de  Tarragona  envió  entonces 
un  oficio  a  los  curas  párrocos  para  que  desmin- 
tieran las  groseras  imputaciones  que  se  le  ha- 
cían y  declarasen  que  nunca  había  interveni- 


116  • 


« 

do  en  política,  que  su  conducta  privada  era  in- 
tachable, sus  costumbres  edificantes  y  sus  obras 
conformes  a  las  de  un  Ministro  de  Dios.  Y  se 
pedía  en  ese  mismo  oficio,  que  se  destacara  la 
vida  de  pobreza,  de  desinterés,  de  humildad,  de 
mortificación  y  de  penitencia  que  llevaba.  Pero 
eran  sus  virtudes  y  méritos  los  que  preocupa- 
ban y  se  buscaba  por  todos  los  medios  impe- 
dir su  evangelización.  Fué  por  eso,  en  parte 
también,  que  él  pensó  que  debía  difundir  sus 
ideas  por  escrito.  Y  comprendió  además,  que  a 
pesar  de  los  esfuerzos  que  realizaba,  su  doctri- 
na no  llegaba  a  todos,  y  que  debían  recibirla 
también  quienes  no  iban  al  templo. 

Coincidió  este  pensamiento  con  el  pedido 
de  las  monjas  de  Santa  Teresa,  que  quisieron 
que  escribiera  para  ellas  las  pláticas  que  aca- 
baba de  hacerles,  para  seguir  teniéndolas  pre- 
sentes. Y  él  escribió  entonces  sus  ''Avisos  a 
las  monjas",  que  luego  pidieron  también  las 
monjas  de  Santa  Clara  y  las  Dominicas  de  Vich, 
y  que  llegó  a  todas,  porque  a  todas  las  guiaba, 
a  todas  les  predicaba,  dirigía  y  confesaba  a 
muchas,  y  a  todas  podía  así  recomendar  que, 
como  Santa  Catalina  de  Sena,  se  sintieran  siem- 
pre en  presencia  de  Dios,  ya  que  les  decía  que 
no  tener  la  presencia  de  Dios  era  no  ser  re- 
ligiosas. 


Terminado  ese  primer  libro  escribió  en- 
seguida el  que  tituló  "Camino  Recto".  Y  de  és- 


te,  el  Padre  Carasa,  de  la  Compañía  de  Jesús, 
decía  que  no  había  palabras  para  elogiarlo  y 
que  deseaba  que  se  conociera  por  todo  el  mun- 
do. Apenas  lo  hubo  publicado  debieron  sacar- 
se diez  y  ocho  ediciones  en  catalán  y  diez  y  sie- 
te en  español,  y  ya  un  tiempo  después,  las 
ediciones  catalanas  alcanzaban  a  setenta,  con 
una  suma  más  o  menos  de  trescientos  mil  ejem- 
plares y  las  castellanas  a  ciento  setenta,  con 
casi  medio  millón  de  volúmenes.  Y  comenza- 
ban ya  a  hacerse  traducciones.  Fué  una  obra 
que  se  agotaba  casi  al  ser  puesta  en  circulación, 
cosa  que  después  sucederá  con  muchas  otras, 
y  de  la  que  algún  momento  se  dieron  ediciones 
sin  corregir,  por  lo  cual  luego  estableció 
tener  para  sus  obras,  un  cuerpo  de  correctores. 

Era  ya  el  triunfo.  Se  sumaba  ahora  su 
triunfo  de  escritor  a  sus  triunfos  oratorios. 

Pero  él  no  buscaba  su  triunfo.  Solamente 
quería  que  los  hombres  no  cometieran  pecados 
con  la  facilidad  con  que  se  toma  un  vaso  de 
agua,  por  juguete,  por  risa.  Y  de  ahí  que  no  se 
diera  reposo,  ni  para  escribir,  ni  para  misionar. 
Vivía  obsesionado  con  los  pecados  de  los  que  se 
hallaban  en  una  inconsciencia  culpable. 

"No  puedo  aquietarme,  — decía —  no  ten- 
go consuelo,  mi  corazón  se  me  va  tras  ellos.  . . 
La  caridad  me  urge,  me  impele,  me  hace  an- 
dar, me  hace  correr  de  una  población  a  otra". 

En  toda  su  obra  hay  esa  como  gran  raíz 
de  piedad.  Tenía  piedad  para  los  que  no  en- 

118  • 


tendían  y  piedad  para  los  que  no  querían  en- 
tender; y  aunque  éstos  se  burlaran  de  él,  pen- 
saba que  lo  hacían  porque  estaban  delirantes. 


Pero,  ¡cuántos  por  el  contrario  lo  escu- 
chaban con  unción  y  hallaban  que  "su  acento 
tenía  como  el  temblor  del  espíritu" !  Comenta- 
ban sus  actitudes,  sus  gestos,  hablaban  de  su 
contagiosa  devoción,  de  que  su  verbo  era  elec- 
trizante, de  que  su  sola  presencia  magnetiza- 
ba. Cuéntase  el  caso  de  una  monja  francesa 
que  aunque  no  entendía  el  español,  en  los  ejer- 
cicios se  puso  a  llorar,  y,  que  cuando  sorpren- 
dida entonces  la  superiora,  le  preguntó  si  ha- 
bía comprendido  respondió: 

"No,  no  he  entendido;  pero  sentí  lo  que 
dijo  y  me  inspiró  una  gran  ternura  y  compun- 
ción'' .  .  . 

Ya  los  diarios  de  Madrid  empezaban  a  ha- 
blar de  ese  joven  sacerdote  de  treinta  y  seis 
años  que  estaba  conmoviendo  a  los  pueblos  de 
Cataluña  y  al  que  éstos  seguían  con  religioso 
entusiasmo.  "Recobra  vida  el  espíritu  — decía 
uno  de  ellos —  al  ver  que  hay  todavía  en  el 
mundo  hombres  de  bastante  virtud  como  pa- 
ra edificar  a  sus  prójimos  y  de  bastante  cien- 
cia como  para  instruirlos".  Y  narraban  su  vi- 
da, sus  comienzos,  contaban  sus  luchas,  des- 
tacaban su  erudición,  que  llamaban  "fabulo- 
sa" y  sus  virtudes  que  conmovían  a  unos  y 

•    1  19 


alarmaban  a  otros.  Lo  declararon  benemérito 
y  lo  compararon  a  Vicente  Ferrer. 


Pero  él  huía  de  los  orgullos  y  las  alaban- 
zas no  le  llenaban.  Decía  que  tenía  horror  al 
placer  que  dan  las  cosas  que  salen  bien.  . . 

Así,  en  las  horas  culminantes  de  las  mi- 
siones, cuando  después  de  haber  sido  atacado, 
recibía  los  frutos  de  su  predicación,  confesaba 
que  una  gran  tristeza  invadía  su  espíritu,  y 
consideraba  que  era  Dios  mismo,  quien,  por  su 
especial  Providencia,  se  la  hacía  llevar  como 
lastre,  para  que  el  viento  de  la  vanidad  — así 
explicaba —  no  le  diera  un  vuelco. 

Es  que  él  cuidaba  su  humildad  como  un 
tesoro.  Cuanto  más  se  le  aplaudía,  más  se  pros- 
ternaba y  se  humillaba. 

— "No  soy  sino  la  sierra  en  manos  del  ase- 
rrador, exclamaba. 

Y  cuando  los  pueblos  se  inclinaban  ante 
su  oratoria  y  ante  su  virtud,  él  más  se  daba  a 
la  humildad,  más  la  buscaba,  más  se  empeñaba 
en  las  virtudes,  diciendo  que  después  de  quin- 
ce años  de  esfuerzos  para  ser  humilde,  todavía 
no  lo  era.  Y  leía  para  ello  a  los  doctores  ascé- 
ticos y  las  vidas  de  los  santos;  hacia  dos  exá- 
menes de  conciencia  cada  día,  se  disciplinaba 
y  se  humillaba.  Porque  creía  que  la  humildad 
era  algo  más  perfecto,  que  no  había  alcanzado 
y  así,  decía: 

"El  verdadero  humilde  debe  ser  como  la 


120  • 


piedra,  que,  levantada  en  lo  alto  del  edificio, 
gravita  siempre  hacia  abajo". 


Después  de  aquellos  primeros  folletos  es- 
critos para  las  monjas,  siguió  ya  siempre  es- 
cribiendo. Fueron  publicados  sus  "Avisos  pa- 
ra los  Sacerdotes",  "para  las  Doncellas",  "para 
las  Casadas",  "para  los  Padres  de  familia",  "pa- 
ra los  Militares  cristianos",  "para  las  Colegia- 
las"; sus  "Máximas  de  la  moral  más  pura", 
"Los  tres  estados  de  alma",  "Necesidades  y  mé- 
todos de  meditación",  "La  Puerta  del  cielo", 
"La  Verdadera  Sabiduría",  "Máximas  escritas 
por  el  reverendo  Antonio  Claret",  entre  mu- 
chas otras  obras.  Y  de  algunas  llegaron  a  im- 
primirse hasta  cuatrocientos  mil  ejemplares. 

Hacía  de  este  modo  su  obra  social  que  com- 
pletaba con  fundaciones  de  gran  importancia 
cuya  finálidad  era  siempre  la  de  guiar. 

Entre  estas  fundaciones  algunas  tuvieron 
en  el  público  un  éxito  inmediato.  Así  ocurrió 
con  la  "Sociedad  espiritual  de  María  Santísi- 
ma contra  la  blasfemia",  en  la  que  tantos  qui- 
sieron inscribirse  y  comprometerse  a  seguir  sus 
preceptos,  que  se  llegaban  en  avalanchas  al 
presbiterio,  en  el  deseo  de  encabezar  las  listas  y, 
muchos  saltaban  las  barandillas,  con  el  entu- 
siasmo que  la  fundación  despertara  en  éllos. 

De  ahí  que  Pío  XII,  al  hacer  luego  el  elo- 
gio del  Santo,  y  al  recordar  entonces  su  vida 
tan  sembrada  de  persecusiones  y  de  actos  he- 


•  121 


roícos,  al  decir  también  de  los  dones  de  su  al- 
ma privilegiada,  habla  de  esa  generosidad  con 
que  él  correspondía  a  la  voz  divina  y  muestra 
cómo  esto  lo  elevaba  sobre  el  nivel  común. 


Desde  ese  momento  va  a  escribir,  de  mo- 
do no  interrumpido,  hasta  la  hora  de  su  muer- 
te. Y  la  mayoría  de  sus  libros,  traspasando  las 
fronteras  y  traducidos  a  distintos  idiomas,  fue- 
ron leídos  también  en  otros  países.  Escribió 
obras  morales  para  los  pueblos,  obras  que  lle- 
garan a  todos  los  hombres,  que  todos  enten- 
dieran y  que  a  todos  pudieran  hacer  bien.  En- 
tre otras,  publicó,  "Consejos  santos  y  saluda- 
bles para  arreglar  bien  las  acciones",  "Resu- 
men de  los  principales  documentos  que  nece- 
sitan las  almas  que  aspiran  a  la  perfección1', 
"Respeto  a  los  templos",  "Recopilación  de  doc- 
trinas para  confesores  que  a  todos  los  sacer- 
dotes presenta  el  Reverendo  don  Antonio  Cla- 
ret",  "Ejercicios  espirituales  preparatorios  para 
la  Primera  Comunión",  "La  necesidad  de  la 
instrucción",  que  fué  considerado  un  plan  de 
gran  fuerza  catequista,  "Vida  de  Santa  Móni- 
ca",  "Verdadero  retrato  de  los  neofilósofos  del 
siglo  XIX",  y  como  obra  maestra  del  género, 
así  se  afirmó  "Los  ejercicios  espirituales  de  San 
Ignacio". 

Escribió  además  sus  catecismos:  el  "Cate- 
cismo explicado"  y  el  "Catecismo  menor"  que 
fué  adoptado  en  España,  donde  el  Obispo  Ca- 
sadevall  los  juzgó  admirables,  diciendo:  "des- 


122  • 


de  su  aparición  ha  cesado  la  duda  que  los  dis- 
tintos catecismos  creaban  en  los  instructores" 
y  añadiendo  que  "había  que  dar  gracias  al  Al- 
tísimo por  haberse  dignado  depararnos  el  ca- 
tecismo de  Mosén  Claret",  pues  consideraba 
que  lo  había  escrito  guiado  por  Dios.  Otros  sa- 
cerdotes, sin  llegar  a  tanto,  dijeron  que  hizo 
avanzar  la  enseñanza  de  la  Religión  a  una  per- 
fección hasta  entonces  insospechada.  Y  des- 
pués, en  Roma,  habrá  quien  considere  su  cate- 
cismo digno  de  ser  propuesto  a  todos  los  pue- 
blos del  mundo. 


Asimismo  no  mencionamos  sino  una  parte 
de  lo  que  escribió  Claret.  Y  lo  damos  sin  or- 
den alguno,  y  solamente  para  mostrar  su  fa- 
ceta de  escritor,  de  propagandista  de  la  fe,  de 
luchador  cristiano. 

Escribió  muchísimo  ;  y  lo  hacía  de  un  mo- 
do vertiginoso,  y  tanto,  que,  en  cierto  momen- 
to hizo  exclamar  al  Padre  Manubens: 

— "¡Los  ángeles  le  habrán  ayudado,  por- 
que es  imposible  que  en  una  sola  noche  haya 
escrito  un  libro  r. 


Y  esa  obra  amplísima,  encendida  de  fe, 
ha  quedado  como  prueba  de  su  perfecta  posi- 
ción de  apóstol,  pues  es  la  obra  de  un  escritor 
sagrado  que  no  abordaba  en  ningún  momento 
sino  los  problemas  que  correspondían  a  sus  cla- 
ros caminos.  Sin  embargo,  cuando  estalló  la 


•  123 


guerra  de  Cataluña,  quiso  ignorarse  su  posi- 
ción y  se  le  acusó  de  faccioso,  por  lo  cual  hu- 
bo que  mantenerlo  de  nuevo  alejado,  en  un 
pueblo  llamado  Alforja,  de  un  aislamiento  que 
equivalía  a  un  destierro. 

Y  el  Santo  no  quería  sino  paz;  paz  en- 
tre todos,  solamente  paz.  Todo  en  él  era  pie- 
dad, todo  comprensión.  Y  no  aspiraba  sino  a 
tener  más  piedad  aun,  más  amor. 

"j  Oh  Madre  del  Divino  Amor,  — exclama- 
ba así, —  no  puedo  pediros  otra  cosa  que  os  sea 
más  grata  ni  más  fácil  de  conceder  que  el  di- 
vino amor!". 

En  su  generosidad  quería  amar  más  todavía, 
ayudar  siempre,  salvar  a  todos.  ¿Por  qué  com- 
plicarlo en  las  miserias  humanas?  ¿Acaso  no 
se  le  conocía  suficientemente? 

Pero  el  Padre  Puigdessens,  tantas  veces  ci- 
tado, sostuvo  con  autoridad: 

— "Poseía  uno  de  esos  corazones  que  pa- 
recen estar  agitados  por  ráfagas  de  Pentecos- 
tés"... 


Estaba  ya  por  terminar  su  prédica  en  Ca- 
taluña, la  cual  se  había  prolongado  siete  años. 
Andaba  cerca  de  la  frontera  francesa,  por  los 
senderos  serpenteantes  de  los  Pirineos,  cuando 
encontró  deshecha  una  de  las  cruces  limítrofes, 
que  al  decir  de  Jacinto  Verdaguer,  estaban  tan 
primorosamente  labradas,  que  parecían  erigi- 
das por  los  mismos  ángeles. 

El  quedó  desolado;  y  cayendo  de  rodillas 
junto  a  aquellas  piedras,  que  durante  cuatro- 


124  • 


cientos  años  habían  sido  guía  y  consuelo  de 
los  caminantes,  exclamó: 

— "¡Santa  cruz,  cruz  de  Jesucristo!  ¿A 
quién  perjudicabas  en  este  valle  de  dolores? 

¿Es  posible  que  manos  cristianas  te  hayan 
derribado  al  suelo?  ¿Es  posible  que  te  hayan 
destrozado  los  hombres  ingratos  a  quienes  re- 
dimiste, hijos  crueles  a  quienes  diste  vida?". 

Y  largo  rato  rezó  junto  a  los  trozos  sa- 
grados. 

Pasó  después  de  la  oración  al  propósito  de 
levantar  una  cruz  inaccesible  a  todas  las  inju- 
rias y  visible  a  todos  los  ojos.  Buscó  una  cum- 
bre a  la  que  ninguna  otra  hiciera  sombra,  y  una 
cumbre  que  pudiera  verse  de  los  pueblos  que 
él  más  quería.  Y  venciendo  dificultades,  que 
significaban  escalar  la  cima  altísima,  la  plan- 
tó sobre  el  pedestal  de  la  montaña. 

Esa  cruz  de  Claret  fué  la  que  llamó  Ver- 
daguer,  "cruz  del  camino  del  cielo",  y  la  que 
Balmes  quiso  llevar  grabada  en  la  hora  supre- 
ma, diciendo: 

— Abran  la  ventana,  para  morir  mirando 
la  cruz  de  Montseny. 


Pero,  cada  acto  realizado  por  el  misione- 
ro aumentaba  el  disgusto  de  las  autoridades 
civiles,  manteniéndose  así  un  permanente  con- 
flicto con  la  iglesia,  y  por  esto,  después  de  al- 
gunas cartas  cambiadas  entre  el  Arzobispo  de 
Tarragona  y  el  Obispo  Caixal,  quedó  resuel- 
to que  pasara  a  misionar  las  provincias  del  cen- 
tro de  España  y  fué  entonces,  cuando  el  Obis- 


•  125 


po  Codina  lo  invitó  a  predicar  en  su  diócesis, 
en  las  Islas  Canarias. 

Hubo  que  hacer  una  tregua,  por  enfer- 
medad del  misionero,  y  en  esa  espera  pro- 
yectó y  fundó  la  Librería  Religiosa,  obra  que 
dejó  en  marcha  antes  de  embarcarse,  y  que  lle- 
naba una  urgente  necesidad,  porque  la  falta  de 
editoriales  demoraba  su  densa  producción  lite- 
raria y  la  de  muchas  obras  de  propagación  de 
la  fe  de  Cristo.  Su  iniciativa  fué  pues  un  acier- 
to, y  su  éxito  inmediato  así  lo  probó,  como  tam- 
bién las  numerosas  obras  que  fueron  publica- 
das y  el  efecto  que  ellas  produjeron  en  toda 
España. 

Planeó  también  dos  formas  de  asociacio- 
nes religiosas.  Una  de  ellas,  la  primera,  simi- 
lar a  la  actual  Acción  Católica,  que  aun  no  exis- 
tía ni  había  sido  proyectada  en  ningún  lugar 
de  la  tierra,  fórmula  que  entusiasmó  al  Obis- 
po Caixal,  pero  que  rechazó  el  Arzobispo  de 
Tarragona,  y  de  la  que  sólo  quedó  su  ma- 
nuscrito, guardado  en  el  archivo  del  primero. 

El  segundo  proyecto  fué  el  de  "Las  re- 
ligiosas en  sus  casas,  o  Hijas  del  Santísimo  e 
Inmaculado  Corazón  de  María",  inmediata- 
mente aceptado  en  todo  el  mundo. 


Luego  emprendió  su  viaje  demorándose  en 
cada  pueblo  de  España  hasta  llegar  a  su  des- 
tino, porque  no  pasaba  en  vano  por  ningún  si- 
tio, sino  que  en  cada  uno  dejaba  su  enseñan- 
za y  su  ejemplo,  que  era  también  una  ense- 
ñanza. 
126  • 


Pero,  sobre  todo,  su  presencia  en  las  Is- 
las Canarias  fué  como  una  bendición.  Trans- 
formó todo,  haciendo  pasar  por  aquellos  luga- 
res como  un  soplo  milagroso. 

Se  lograron  numerosas  conversiones  y  de 
los  más  empedernidos  pecadores,  se  legaliza- 
ron uniones,  terminaron  los  escándalos  públi- 
cos y  privados,  se  reconciliaron  los  enemigos  y 
hasta  se  hicieron  restituciones  de  dineros 
mal  adquiridos. 

La  gente  se  prosternaba  a  sus  plantas  en 
la  calle,  le  besaba  el  anillo  y  pedía  la  bendi- 
ción; las  iglesias  se  colmaban  de  público,  los 
sermones  eran  religiosamente  escuchados,  y  se 
hablaba  de  él  en  todas  partes  con  elogio  y  de- 
voción. Pero  un  joven,  en  medio  de  aquel  en- 
tusiasmo, se  burlaba  del  misionero. 

Es  verdad  que  era  en  su  casa,  entre  los 
suyos,  pero  lo  hacía  con  ironía,  e  imitaba  sus 
predicaciones  con  el  dedo  en  alto,  a  la  manera 
del  Santo,  cuando  un  viento  súbito  arrancó  la 
puerta  de  la  habitación,  y  tronchó  aquel  dedo. 

Fué  el  primer  episodio  aleccionador  que 
sucedía  en  aquellas  tierras,  y  que  impresionó 
más  todavía,  porque  en  el  mismo  instante  el 
misionero  anunciaba  el  castigo  desde  el  pulpi- 
to, diciendo  que  se  daba  para  que  ninguno  to- 
mara a  risa  la  misión. 


Iniciaba  la  gira  mostrando  su  poder  so- 
brenatural, devolviendo  la  vista  a  los  ciegos, 
curando  a  los  moribundos. 


•  127 


Tal  fué  el  caso  de  un  niño  que  estaba  gra- 
vísimo, que  no  levantaba  la  cabeza  de  la  almo- 
hada ni  podía  tomar  alimento;  y  el  Santo  lle- 
vado junto  al  lecho  del  pequeño,  díjole  úni- 
camente: 

— "Pronto  estarás  bueno". 

Y  el  anuncio  bastó  para  que  así  fuese,  y 
para  que  el  niño  que  ya  no  hablaba,  pidiera  le- 
vantarse, y  como  sus  padres  aterrados  no  se 
animaban  a  complacerlo,  se  vistió  solo  y  se 
fué  a  jugar  al  patio,  completamente  sano  y 
fuerte,  como  si  nada  hubiera  pasado.  ¿No  era 
para  encender  la  devoción  dormida  de  aquellas 
poblaciones? 

Pueblos  enteros  esperaban  turno  en  su 
confesionario.  Se  daban  números,  se  ponían 
guardias,  para  mantener  el  orden  y,  paciente- 
mente volvían  una  y  otra  vez  los  que  no  po- 
dían ser  atendidos. 

— "¡  Padre,  dijo  alguno,  hace  seis  días  que 
tengo  mi  casa  abandonada!". 

Otros  callaban,  aunque  hubieran  cerrado 
sus  casas  y  sus  negocios,  aunque  dejaran  sus 
cosechas  sin  recoger,  aunque  pasaran  los  días 
acampados  en  las  plazas  con  sus  canastos  de 
frutas  y  sus  meriendas  y  a  la  noche  regresa- 
ran por  la  negrura  de  los  caminos  con  hachas 
y  faroles,  aunque  fueran  castigados  por  ello, 
como  sucedía  a  los  soldados  que  por  escuchar- 
lo, faltaban  a  sus  deberes  militares. 

Reparó  el  misionero  en  alguno  de  ellos  y 
dijo  al  guardián: 


128  • 


— "Procure  que  éste  sea  mañana  el  pri- 
mero, porque  lleva  esperando  once  días.  .  . 


En  Agüimes  asaltaban  su  confesonario. 
En  algunos  lugares  hubo  que  rodearlo  de  un 
andamiaje  de  madera  para  protegerlo  del  en- 
tusiasmo popular. 

Le  llamaban  el  "Padrito".  Afirmaban  allí 
también,  que  la  lluvia  no  lo  mojaba,  que  el  fan- 
go no  lo  ensuciaba,  que  no  dormía,  que  su  voz 
había  sido  escuchada  por  unos  pastores  a  dos 
kilómetros  de  distancia.  Se  decían  mil  cosas 
maravillosas. 

Y  el  Doctor  Barjau  dijo  que  él  vió  de  cua- 
tro a  cinco  mil  jinetes  acompañarlo  de  una  po- 
blación a  otra.  Los  pueblos  lo  seguían  en  pro- 
cesión hasta  mitad  del  camino,  donde  otro  pue- 
blo lo  esperaba  de  rodillas,  con  rezos  y  cantos. 

Hacían  trizas  su  sotana  para  guardar  una 
reliquia  suya,  por  lo  cual  más  de  una  vez  de- 
bió exclamar : 

— "¡Me  vais  a  dejar  sin  sotana!"... 

Pero,  es  que  ya  lo  habían  visto  descalzo 
por  los  caminos  con  una  aureola  de  luz  en  la 
cabeza . . . 


Los  isleños  andaban  de  sorpresa  en  sor- 
presa. 

El  predijo  las  cosechas  buenas  y  malas. 
Anunció  que  los  campos  se  cubrirían  de  es- 
pinas y  que  luego  esto  haría  la  riqueza  de  la 


•  129 


isla.  Y  así  aconteció,  apareciendo  la  cochinilla 
roja,  que  hizo  su  prosperidad.  Dijo  de  una 
gran  epidemia  que  vendría,  pronunciando  es- 
tas terribles  palabras: 

— "No  habrá  hijos  para  padres  ni  padres 
para  hijos".  Y  dos  años  después,  el  cólera  cau- 
só seis  mil  muertes. 

Profetizó  la  "humillante"  caída  de  Napo- 
león III,  y  la  caída  de  Isabel  II. 


Los  pueblos  lo  esperaban  engalanados.  Su 
entrada  en  Araucas  fué  comparada  a  la  entra- 
da de  Jesucristo  en  Jerusalem. 

En  Las  Palmas  se  le  recibió  con  aclama- 
ciones, con  los  niños  vestidos  de  ángeles  y  con 
ramas  en  las  manos  como  a  un  salvador.  En 
las  calles  se  levantaron  arcos  triunfales,  las 
calzadas  se  alfombraron  de  flores,  los  balco- 
nes se  adornaron  con  tapices,  en  las  plazas  se 
quemó  incienso  en  hornillos  y  se  prendieron 
fuegos  de  artificio.  La  gente  gritaba:  "¡Viva 
la  Religión  de  Jesucristo!  ¡Viva  María  San- 
tísima! ¡Viva  el  Padre  Misionero!". 

Sin  embargo  fué  en  San  Nicolás  donde 
hizo  el  más  bello  de  sus  milagros. 

Era  un  pueblo  pequeño,  ignorante,  sin  fe, 
con  su  iglesia  abandonada.  Y  en  aquel  pue- 
blo no  había  hostias.  Y  el  Santo  dió  la  co- 
munión a  todos  como  lo  habría  hecho  Jesús. 


Era  uno  de  sus  últimos  días.  Ellos  lo  se- 


130  • 


guían  en  una  tarde  de  fuego,  como  habían  sí- 
do  todas  las  de  aquel  verano.  Andaban  por  un 
camino  polvoriento  que  afixíaba,  y  no  querían 
volverse  aunque  el  Padre  se  lo  pedía.  Los  cam- 
pos estaban  amarillos,  los  arroyos  sin  agua, 
y  sin  quejarse  sufrían  sed. 

Así  llegaron  a  una  fuente  que  estaba  des- 
de hacía  tiempo  agotada,  y  en  la  que  él  dijo 
que  bebieran.    V   bebieron  todos,   porque  el 
agua  brotó  enseguida  abundante,  derraman 
dose  como  si  fuera  invierno. 

— ¡Bendito  sea  Dios  que  ha  usado  con 
nosotros  su  misericordia;  alabada  sea  la  San- 
tísima Virgen  que  ha  interpuesto  su  poderosa 
mediación  en  nuestro  favor!  exclamaron.  Y 
con  palabras  fervientes  y  seguras  hablarán  de 
sus  milagros  a  las  nuevas  generaciones. 


Se  iba  después  de  llevar  a  todos  a  la  fe. 
Pero  uno  asimismo  seguía  rechazando  su  doc- 
trina. Y  algún  día  él  mismo  explicará  su  caso 
a  algún  sacerdote,  y  lo  narrará  de  esta  ma- 
nera : 

— "Ha  de  saber  que  yo  vivía  mal,  muy 
mal;  que  tenía  pecados  ocultos  que  por  nada 
quería  confesar,  y  que  sólo  fui  a  oir  al  misio- 
nero por  curiosidad.  El  predicaba  y  el  público 
estaba  apiñado  en  la  iglesia.  Pero,  en  lo  más 
fervoroso,  dijo,  y  yo  lo  oí:  que  venga  el  hom- 
bre que  me  falta" .  .  . 

El  hombre  comprendió  que  se  refería  a  él ; 


•  131 


pero  no  fué,  porque  sólo  había  ido  por  cu- 
riosidad. 

Volvió  a  oirlo.  Y  el  llamado  fué  exacto. 
Pero  él  no  se  dió  por  aludido. 

La  última  noche,  ya  sin  poderse  sustraer 
al  interés,  volvió  a  presentarse  en  el  templo. 
Y  la  voz  clamaba  por  él. 

— "¡Que  me  voy  y  el  hombre  no  viene!" 
decía. 

Y  confesó  el  pecador  que,  al  terminar,  se 
sintió  obligado  a  acercarse  al  sacerdote,  y  que 
ambos  se  abrazaron,  "él  llorando  y  yo  tam- 
bién", dijo.  Y  que  el  misionero  emocionadísi- 
mo  le  había  dicho  entonces: 

— "¡Cuánto  te  he  llamado  ;mas,  al  fin  has 
venido !". 


De  vuelta  a  España  volvió  a  ocuparse  de 
la  Librería  Religiosa,  que  dejara  en  manos  de 
los  Padres  Caixal,  Palau,  Soler  y  Curríus,  pero 
que  reclamaba  asimismo  su  presencia.  Se  pre- 
sentaban problemas  que  debían  ser  resueltos 
por  una  voluntad  enérgica,  y  nadie  mejor  pa- 
ra ello,  que  la  de  quien  había  concebido  el 
plan,  además  de  regalar  la  mayor  parte  de 
los  libros  que  se  imprimían. 

Por  otra  parte,  había  pensado  ahora  que 
las  grandes  editoriales,  debían  intercalar  en  la 
producción  de  cada  año,  algunas  obras  católi- 
cas. Consultó  su  proyecto  con  destacados  sa- 
cerdotes, y  el  Padre  Balmes,  secundándolo,  se 


132  • 


apersonó  a  uno  de  los  editores,  proponiéndole 
escribir  él  mismo  una  obra,  la  novela  ideal,  asi 

decía,  que  comenzó,  aunque  nunca  llegó  a  dar- 
le fin. 

Parece,  según  muchas  versiones,  que  la 
producción  religiosa  de  aquel  momento,  dada 
en  gran  escala,  estaba  revolucionando  las  cos- 
tumbres. El  mismo,  siempre  tan  parco  para 
hablar  de  sus  cosas,  escribía  a  alguno  de  sus 
colaboradores,  diciéndole  que,  cuando  debía  vi- 
sitar por  algún  motivo  al  Nuncio  o  al  Minis- 
tro de  Gracia  y  Justicia,  estos  abordaban  el 
tema  de  dichos  libros,  a  los  que  tenían  por  un 
acierto  genial. 

Y  el  mismo  Pontífice,  en  algún  momento 
va  luego  a  aplaudirlo  y  dirá: 

"Veo  que  tus  esfuerzos  han  sido  corona- 
dos por  el  más  feliz  éxito,  pues  la  experien- 
cia de  muchos  atestigua  que  las  Iglesias  de 
España  han  reportado  de  tu  obra  muy  gran- 
des ventajas  y  beneficios". 

V  se  recuerda  que  alguno  de  los  princi- 
pales del  reino,  al  volver  de  una  larga  recorri- 
da por  distintas  provincias,  llegó  a  Madrid 
llevando  la  noticia  de  una  gran  mutación  de 
costumbres  — tales  sus  palabras —  y  que  afir- 
maba que,  habiendo  preguntado  en  todas  par- 
tes la  causa  del  beneficioso  cambio,  invaria- 
blemente se  le  había  respondido  que  era  de- 
bido a  los  libros  del  Padre  Claret.  De  ahí  que 
en  Madrid  ya  todos  quisieran  conocerlo  y  mu- 
chos lo  visitaran  y  hasta  los  mismos  reyes  le 


•  133 


mandaran  ofrecer  una  audiencia.  Y  él  sola- 
mente decía  a  todo  esto:  "Non  nobis" ... 


Por  otra  parte,  acababa  de  recibir  la  no- 
ticia de  que  en  las  Islas  Canarias,  gracias  a  su 
influencia,  se  había  fundado  la  "Confraterni- 
dad del  Purísimo  Corazón  de  María",  similar 
a  la  que  él  estableciera  en  Cataluña.  Y  ahora, 
durante  su  breve  permanencia  en  España, 
creará  la  "Hermandad  de  la  Doctrina  Cristia- 
na", y  en  otro  orden  de  cosas,  más  espiritual, 
si  así  cabe  decirlo,  dejará  establecido  el  Mes 
de  María. 

Pero,  su  gran  obra  y,  que  podrá  conside- 
rarse su  obra  cumbre,  va  a  ser  el  Instituto  de 
Misioneros,  Congregación  de  apóstoles  para 
la  que  pidió  ayuda  a  la  Virgen,  ofreciéndole 
ocupar  el  último  puesto,  por  considerarse  con 
ello  ya  excesivamente  colmado. 

Escribió  pues,  a  Roma,  pidiendo  poderes 
especiales  para  quienes  serían  sus  compañeros 
de  cruzada,  los  padres  Soler,  Passarell,  Puig- 
llat,  Aguilar,  Bach,  Gonfaus,  Sala,  Subirana, 
Batlle  y  Vincens.  Sólo  que  él  pedía  gracias 
que  no  se  daban  así  a  muchos,  sino  a  uno  so- 
lo, y  a  él  le  habían  sido  otorgadas  hacía  tiem- 
po, "Ad-honorem",  por  lo  cual  se  le  decía  que 
era  ahora  él,  quien  podía  dárselas  a  los  otros, 
en  conjunto  o  separadamente  y  cuando  con- 
viniera y  por  el  tiempo  que  dispusiese.  Pero 
esta  organización  debió  ser  demorada  a  causa 
de  la  guerra  civil,  y  cuando  llegó  el  momento 


134  • 


de  iniciarla,  muchos  de  los  sacerdotes  dispues- 
tos para  la  fundación,  estaban  en  otra  cosa,  o 
se  habrían  ido,  y  solamente  de  ellos  estuvo  a  su 
lado  el  Padre  Esteban  Sala. 

Esta  obra,  su  "Congregación  de  Misione- 
ros Hijos  del  Inmaculado  Corazón  de  María", 
en  la  que  volcará  sus  energías,  su  inteligencia, 
su  voluntad  privilegiada,  ese  don  creador,  que 
tanto  lo  distinguía  y,  su  devoción  a  la  Virgen, 
dice  por  sí  sola  de  su  gratitud  y  de  su  fidelidad 
a  la  Madre  de  Dios. 


En  su  Autobiografía  han  quedado  algunas 
líneas  que  son  de  promesa  y  de  agradecimien- 
to, y  que  muestran  ya  el  plan  concebido,  que 
fué  llevado  a  cabo  en  toda  su  integridad :  "Yo 
me  digo  a  mí  mismo : 

Un  hijo  del  Inmaculado  Corazón  de  Ma- 
ría es  un  hombre  que  arde  en  caridad,  que 
abrasa  por  donde  pasa,  que  desea  eficazmen- 
te y  procura  por  todos  los  medios  encen- 
der todo  el  mundo  en  el  fuego  del  divino 
amor.  Nada  le  arredra;  se  goza  en  las  pri- 
vaciones; aborda  los  trabajos;  abraza  los  sa- 
crificios; se  complace  en  las  calumnias  y  se 
alegra  en  los  tormentos.  No  piensa  sino  có- 
mo seguirá  e  imitará  a  Jesucristo  en  traba- 
jar, en  sufrir  y  en  procurar  siempre  y  úni- 
camente la  mayor  gloria  de  Dios  y  la  sal- 
vación de  las  almas". 

Era  un  programa  precioso  y  tremendo,  al- 
to y  difícil,  sacrificado  y  espléndido.  Y  algún 
día  dirá  el  Padre  Clotet,  que  sorprendió  a  to- 

•  135 


dos,  porque  ninguno,  fuera  sin  duda  de  ellos 

mismos,  podía  explicarse  tanta  grandeza  de 
propósitos  en  medio  de  tan  humilde  sencillez, 
de  manera  que  comentaron: 

— "Sería  un  espectáculo  digno  de  la  admi- 
ración de  los  ángeles." 


El  16  de  Julio  de  1849  se  reunían  seis  sa- 
cerdotes en  una  pieza  de  seminarista,  con  mue- 
bles prestados,  dos  largos  bancos,  una  silla  pa- 
ra el  presidente,  una  mesa  de  pino  con  un  cru- 
cifijo, y  en  la  pared,  una  copia  de  la  "Madre 
del  Divino  Amor".  Allí  estaban  con  el  Padre 
Claret,  los  Padres:  Esteban  Sala,  José  Xifré, 
Jaime  Clotet,  Domingo  Fábregas  y  Manuel 
Vilaró. 

Insistieron  en  que  el  Padre  Claret  presi- 
diera, aunque  él  no  quería.  El  los  había  invi- 
tado y  los  había  reunido,  y  obedeció. 

Habló  con  palabra  exaltada  de  esperanzas 
y  de  deseos,  y  dijo:  "Hoy  comienza  una  gran 
obra".  Era  una  obra  extraordinaria,  que  debía 
extenderse  por  España  y  por  el  mundo,  grande 
entre  las  más  grandes.  Y  así  ellos  también  lo 
comprendían.  Sus  pasos  no  se  detendrían  en 
ninguna  frontera,  no  sabrían  de  obstáculos,  ni 
de  límites. 

Sin  embargo  el  Padre  Vilaró,  se  animó  a 
insinuar: 

— "¿Y  cuál  puede  ser  su  importancia,  sien- 
do nosotros  tan  jóvenes  y  tan  pocos  en  nú- 
mero?". . . 


136  • 


— "Si  somos  pocos  — fué  la  respuesta  de 
aquel  fundador  iluminado —  resplandecerá  más 
grande  el  poder  de  Dios".  .  .  Y  añadió:  Usted 
no  lo  cree,  pero  ya  verán,  ya  verán.  .  . 

Ese  fué  el  comienzo  de  la  fecunda  obra.  Y 
desde  entonces  se  inició  para  ellos  la  que  sería 
vida  de  dolores  y  consuelos,  como  lo  dijo  Clo- 
tet. 


"Quizá  la  parte  humana  amortigüe  algo  el 
resplandor  de  la  intervención  divina;  quizá  la 
acción  de  la  gracia,  sublime  con  extrañeza  el 
proceder  de  la  criatura",  escribe  su  biógrafo 
P.  Cristóbal  Fernández.  Son  dos  aspectos  ex- 
tremos, que  casi  se  oponen  y  que  sin  embargo 
completan  su  figura  y  hacen  su  armonía. 

Vivía  Claret  en  la  mayor  actividad,  pla- 
neando, creando,  fundando,  organizando,  en 
permanente  lucha,  en  permanente  espíritu  de 
misión,  como  escritor,  como  predicador,  como 
confesor,  y  de  ahí,  casi  sin  transiciones,  pasaba 
a  la  vida  de  oración  y  de  éxtasis,  vida  de  reco- 
gimiento, vida  mística.  Se  le  llamó  "comba- 
tiente iluminado",  "hombre  predestinado  para 
la  lucha"  y  en  verdad  que  recibió  los  consejos 
de  la  Virgen  y  escuchó  la  voz  de  Dios. 


Inesperadamente  para  él  es  nombrado  en- 
tonces Arzobispo  de  Cuba.  Confiesa  que  quedó 
espantado:  se  consideraba  sin  ciencia  ni  vir- 


•  137 


tudes  para  ello,  y  además  tenía  horror  a  las 
dignidades ;  por  eso  no  quiso  aceptar. 

Y  solamente  enteró  del  asunto  al  Padre 
Sala.  Los  demás  misioneros  ignoraban  el  caso. 
No  quería  entristecerlos  inútilmente.  Pero  des- 
de Madrid  se  insistía.  Llegaban  cartas  del 
Nuncio,  y  del  señor  Arrazola,  que  era  Ministro 
de  Gracia  y  Justicia,  y  aun  de  otras  personali- 
dades. El  se  excusaba,  demostrando,  además, 
que  no  podía  abandonar  sus  obras.  Se  llegó  a 
mencionar  entonces  que  en  el  Instituto  de  Mi- 
sioneros podía  reemplazarlo  el  Padre  Sala.  Y 
se  dijo  que,  sin  pronunciar  la  palabra  "mando", 
se  hacían  las  más  enérgicas  insinuaciones.  Ya 
todo  parecía  perdido. 

En  algún  momento  los  misioneros  llega- 
ron a  enterarse  de  lo  que  sucedía,  y  desolados 
se  apersonaron  a  él.  Hablaron  como  hermanos, 
y  él  les  dijo:  "¿No  les  parece  a  VV.  imposible 
que  me  hayan  nombrado  arzobispo?".  .  .  Pero 
quedaron  más  tranquilos,  porque  él  sostenía: 
¿Acaso  un  nombramiento  no  se  puede  renun- 
ciar?. .  .  Y  como  siguió  barriendo  los  cuartos, 
como  antes,  atendiendo  a  los  enfermos,  creye- 
ron que  no  se  iría. 

Entonces  se  hizo  intervenir  al  superior  je- 
rárquico, el  Obispo  de  Vich,  y  Claret  tomó  en- 
tonces una  actitud  de  obediencia.  Consultó 
con  algunos  sacerdotes:  con  Bach,  Sala  y  So- 
ler. Y  se  retiró  a  su  celda  "a  tratarlo  con 
Dios",  y  como  dijo,  a  resignar  el  alma  para  el 
duro  sacrificio.  Al  fin  contestó: 


138  • 


— "Digo  que  humildemente  acepto  el  Ar- 
zobispado de  Cuba". . . 


En  la  plaza  mayor  de  su  pueblo  se  reunie- 
ron para  despedirlo,  y  él  volvió  a  decir  allí,  que 
había  aceptado  sólo  por  obediencia,  y  que  era 
una  carga  pesadísima  la  que  Dios  había  pues- 
to sobre  sus  hombros,  y  que  sólo  podría  llevar 
si  El  hacía  de  Cireneo. 

Así  se  lo  oyó  decir  el  Obispo  Codina,  que 
tomó  nota  de  ello.  Y  en  verdad  ninguno  des- 
conocía que  significaba  para  él  un  sacrificio. 

Pero  hacía  los  preparativos  sin  quejarse, 
aunque  con  tremenda  tristeza. 

"Ayer  tuve  tentaciones  de  muerte",  llegó 
a  decir. 

"Necesito  de  todas  las  áncoras  de  la  ora- 
ción para  no  naufragar  en  la  tormenta  en  que 
me  hallo". 

Y  mientras  se  ocupaba  de  prepararlo  todo 
para  tan  larga  ausencia,  de  todas  partes  se  le 
pedían  reglas,  estatutos,  planes,  disposiciones, 
pasando  cuatro  meses  en  ese  ajetreo,  mientras 
las  autoridades  disponían  su  partida,  y  tan  ape- 
nado, que  enfermó  gravemente,  y  estuvo  a  pun- 
to de  morir. 

Los  Hermanos  estaban,  como  él,  en  gran 
desolación,  y  como  ellos,  todos  esos  pueblos  don- 
de era  venerado.  Y  en  ese  estado  de  alma  llegó 
el  momento  de  la  despedida. 


Era  en  los  días  Santos.  Estaban  en  la  no- 

•  139 


che  del  Jueves,  reunidos  para  separarse.  Se  en- 
contraban, además  de  sus  misioneros,  el  Padre 
Bach  y  el  Padre  Caixal  y  los  sacerdotes  que 
iban  a  acompañarlo  a  Cuba.  Después,  varios  de 
ellos  narrarán  las  escenas  de  esa  noche  dolo- 
rosa  y  solemne. 

El  pidió  que  le  fuera  concedido  un  favor, 
el  último,  y  en  nombre  de  todos,  lo  concedió 
el  Obispo  Caixal.  Pidió  besarles  los  pies.  .  . 

No  podía  consentirse.  .  .  Pero  estaba  pro- 
metido. .  . 

El  Santo  se  arrodilló  ante  ellos.  Su  cabe- 
za bajó  hasta  el  suelo.  Estaban  desolados,  aver- 
gonzados, y  no  podían  impedirlo.  Y  con  lágri- 
mas dejaron  que  besara  sus  pies. 

Cuando  hubo  terminado  aquel  acto  piado- 
so, el  Padre  Xifré  rogó  en  nombre  de  todos, 
que  a  su  vez  se  les  permitiera  hacer  a  ellos  lo 
mismo  con  él.  Pero  solamente  consintió  que  be- 
saran su  crucifijo. 

Mucho  tiempo  se  acordarán  después  del 
sufrimiento  que  significó  para  todos  dejarlo 
humillarse.  Se  acordarán  también  del  ejemplo 
que  les  dió. 

Muchas  veces  habrán  debido  decirse  que 
no  habían  podido  pagar  su  acto  de  humildad. 

Tuvieron  que  pensar  en  Jesús,  cuando  lavó 
los  pies  de  los  Apóstoles.  .  .  Pero  asimismo  es- 
taban tristes. 


Sin  embargo,  aquella  humildad  no  podía 
140  • 


ser  para  ninguno,  una  sorpresa.  Como  . dice  Pío 
Zabala  en  su  obra,  él  la  observaba  en  los  doce 
grados  que  quería  San  Benito,  interior  y  ex- 
terior. 

Pocas  eran  así  las  palabras  que  pronuncia- 
ba, siempre  en  voz  baja  y  conformes  a  la  ra- 
zón; no  empleaba,  ni  tenía  evidentemente,  fa- 
cilidad ni  prontitud  de  risa;  callaba  hasta  ser 
preguntado  y  se  tenía  por  el  peor  de  todos;  co- 
nocía sus  defectos  y  los  confesaba;  estaba  pron- 
to siempre  para  obedecer  en  las  cosas  duras  y 
tenía  paciencia  en  las  ásperas;  se  sujetaba  al 
mandato  de  sus  superiores  y  no  hacía  nunca 
cosa  alguna  por  voluntad  propia;  pero,  sobre 
todo  temía  a  Dios  y  obedecía  su  Santa  Ley. 


Como  Arzobispo  de  Cuba  iba  atravesan- 
do tierras  españolas  para  llegar  a  su  destino, 
cuando  en  una  de  las  ciudades  en  que  se  detu- 
vo, el  azar  hizo  que  lo  conociera  el  que  va  a 
ser  luego,  biógrafo  suyo,  Monseñor  Aguilar. 

En  el  colegio  en  que  había  pasado  la  no- 
che, se  había  designado  a  un  estudiante  para 
que  lo  acompañara  hasta  la  estación  del  ferro- 
carril, y  el  muchacho  tomó  aquel  paquete  de 
ropa,  que  constituía  todo  su  equipaje,  y  anduvo 
a  su  lado,  sin  saber  con  quien  iba. 

Y  dice  así  Monseñor  Aguilar:  El  cura  lle- 
vaba una  sotana  y  un  balandrán  muy  usados 
y  hasta  con  algunos  remiendos,  aunque  muy 
limpios.  Pero  se  veía  que  era  pobre  y  sencillo. 

El,  sin  embargo,  por  cortesía,  al  llegar  a 


•  141 


la  estación,  preguntó  al  sacerdote  en  qué  cla- 
se viajaría.  Y  aquél  no  pudo  informarlo.  "Me 
han  dado  seis  reales",  fué  lo  que  dijo.  Porque 
viajaba  de  limosna,  y  quién  sabe  si  subía  por  pri- 
mera vez  a  un  tren.  Por  lo  cual  el  estudiante, 
que  no  era  rico  tampoco,  sacó  un  billete  de 
tercera. 

Y  él  explica,  que,  sin  saberlo,  acompañaba 
en  ese  momento  a  Antonio  María  Claret,  que 
ya  era  Arzobispo  de  Cuba,  y  el  cura  más  vene- 
rado de  los  pueblos  de  Cataluña  y  de  Canarias, 
y  famoso  ya  en  toda  España. 


Unas  horas  después,  las  iglesias  de  Barce- 
lona estaban  repletas  de  público.  Se  le  quería 
escuchar  una  vez  más,  y  se  le  escuchaba  aho- 
gando los  sollozos  y  con  la  garganta  anudada. 

Partía  para  una  larga  misión.  Iban  con  él 
nueve  sacerdotes,  cuatro  civiles  y  diez  y  ocho 
hermanas  de  caridad.  La  despedida  fué  gran- 
diosa. Un  gentío  compacto  invadió  las  calles  y 
los  muelles,  rezando  en  alta  voz,  arrodillándose 
a  su  paso  y  agitando  luego  los  pañuelos  hasta 
perderlo  de  vista. 

Los  viajes  tenían  todavía  algo  de  aventu- 
ras, y  en  la  ciudad  quedó  flotando  una  gran  in- 
quietud. Dos  meses,  por  lo  menos,  tardaría  en 
llegar  a  su  destino,  según  los  vientos,  según 
las  tormentas.  Bailaría  el  barco  peligrosamen- 
te batido  por  la  furia  de  las  olas,  o  quedaría 
días  y  días,  con  sus  velas  lacias,  en  un  mismo 
punto. 


142  • 


El  empleó  aquel  tiempo  en  llevar  almas  a 
Dios.  Predicó,  dio  conferencias  teológicas,  mo- 
rales y  ascéticas;  se  celebraron  dos  misas  cada 
día.  Se  rezaba  el  rosario  a  la  tarde.  Dio  misio- 
nes a  los  marineros,  éstos  se  confesaron  y  co- 
mulgaron todos.  Y  tuvo  el  viaje  un  tono  de  re- 
ligiosidad perfecta. 


Cuando  llegó  a  Cuba,  esa  isla  rica  que 
atraía  a  los  aventureros  con  sus  cuantiosas  po- 
sibilidades de  fortuna,  comprendió  que  debía 
cumplir  una  misión  social,  además  de  la  reli- 
giosa. Se  había  constituido  allí  una  sociedad 
cosmopolita,  que  desdeñaba  a  los  nativos,  que 
se  servía  de  ellos  como  de  animales  domésti- 
cos, que  los  tenía  doblegados  bajo  sus  volunta- 
des injustas,  que  los  negociaba  como  a  objetos, 
que  los  hacía  trabajar  a  latigazos  y  los  deja- 
ba vivir  en  una  absoluta  miseria.  Y  esta  gente 
poderosa  tenía  la  complacencia  o  la  tolerancia 
de  las  autoridades,  cuya  política  era  también 
recia  y  de  incomprensión.  Y  no  recibía  tampo- 
co la  sanción  del  clero,  porque  en  aquel  ambien- 
te inmoral,  los  sacerdotes  recibían  las  dignida- 
des eclesiásticas  sin  estudios  ni  merecimientos, 
comprando  los  títulos,  o  con  títulos  regalados, 
y  lógicamente  ninguno  sabía  cumplir  sus  altos 
deberes. 

Así,  desde  el  comienzo,  el  Santo  encaró 
aquellos  tremendos  problemas,  sobre  todo,  el 
de  la  esclavitud,  el  de  la  inmoralidad  y  luego 
la  reforma  del  clero. 


143 


Atacó  valientemente  a  los  culpables  de  la 

depravación,  sin  preocuparse  de  sus  fuerzas  ni 
de  los  odios  que  iba  a  despertar.  Defendió  a  los 
oprimidos,  y  habló  de  libertad  y  de  derechos 
humanos,  en  medio  de  quienes  pisoteaban  esos 
derechos  y  negaban  todas  las  libertades.  Se  ocu- 
pó de  los  niños  abandonados,  que  allí  existían 
en  proporciones  no  halladas  en  ningún  otro  lu- 
gar. Hizo  la  defensa  de  las  mujeres  negras,  de 
esas  víctimas  de  los  aventureros  europeos,  hom- 
bres blancos  que  formaban  con  ellas  hogares 
de  paso,  pero  despreciándolas  y  abandonándo- 
las sin  legalizar  sus  uniones,  sin  reconocer  a 
sus  hijos,  y  creando  con  ello  el  problema  de  la 
raza  mestiza,  ignorante  y  miserable,  y  a  la  que 
el  hambre  terminaba  por  llevar  a  la  delincuen- 
cia. La  acción  del  sacerdote  indignó  a  quienes 
no  querían  que  se  pronunciara  la  palabra  "igual- 
dad", y  a  quienes  no  convenía  que  se  iniciara 
la  justicia.  Sublevó  que  hiciera  codear  en  su 
confesionario  a  los  ricos  lugartenientes  y  a  las 
damas  encopetadas,  con  sus  propios  esclavos. 
Y  fué  mal  vista  y  comentada  su  respuesta  a 
una  señora  que  le  pidió  su  apoyo  pecuniario 
para  comprarse  una  esclavita,  y  a  quien  él  res- 
pondió 

— "Señora,  yo  no  tengo  esclavos,  ni  dinero 
para  comprarlos". 


El  Arzobispo  adoptó  una  posición  que  sig- 
nificaba romper  con  las  costumbres  locales,  que 
era  iniciar  su  misión  contando  sólo  con  la  bue- 


144  • 


na  voluntad  de  los  débiles,  y  con  el  más  fuer- 
te sector  social,  no  ya  solamente  resentido  y 
disgustado,  sino  en  abierta  lucha  con  quien 
no  hacía  caso  de  sus  intereses. 

Pero  su  voluntad  era  firme,  sus  sentimien- 
tos piadosos,  su  conciencia  clara,  y  comenzó 
dispuesto  a  hacer  la  defensa  de  los  miserables, 
costara  lo  que  costase. 

Su  campaña  fué  intensa  en  fundaciones  y 
en  prédicas  y  para  cumplirla,  dió  lo  que  se  ne- 
cesitaba y  dijo  lo  que  había  que  decir. 

Asimismo  muchos  persistían  en  su  error 
y  sostenían  pruritos  de  clases.  El  trataba  de 
convencerlos,  aunque  en  algunos,  los  intereses 
dominaban  siempre  a  la  razón.  Y  al  conversar 
un  día  sobre  el  punto  con  un  magnate,  dueño 
de  grandes  ingenios  y  numerosos  esclavos,  és- 
te le  echó  en  cara  esa  benevolencia  para  con 
los  negros,  que  no  podía  explicarse.  Sus  pun- 
tos de  vista  eran  opuestos  y  ciertamente  no  po- 
dían entenderse.  Entonces,  en  un  momento,  el 
Santo  tomó  dos  pedazos  de  papel,  uno  blanco 
y  otro  negro,  los  quemó  a  la  vista  del  plutó- 
crata y  después  de  mezclar  las  cenizas,  le  dijo 
a  quien  acaso  nunca  pensara  en  la  igualdad 
de  la  muerte: 

— 1  Así,  ante  Dios,  somos  todos  iguales". 


Y  para  hacer  efectiva  esa  obra  social  que 
cumplió,  y  desde  luego,  su  misión  apostólica, 
el  Santo  recorrió  la  isla  cuatro  veces  en  los 
seis  años  que  la  habitó.  Y  lo  hizo  sin  darse  des- 


•  145 


canso,  ni  detenerse  nunca  ante  ningún  obs- 
táculo. 

Y  allí  se  añadía  al  problema  de  los  hom- 
bres, el  de  esa  tierra  áspera,  a  veces  casi  vir- 
gen, con  zonas  apenas  holladas,  con  enormes 
despoblados,  y  por  ello  tan  grandes  distancias 
entre  pueblo  y  pueblo,  que  con  frecuencia  la 
luz  no  le  alcanzaba  para  llegar  a  su  destino,  por 
lo  cual  pasaba  las  noches  tirado  sobre  el  sue-. 
lo  de  los  caminos.  Llegó  a  cruzar  un  río  trein- 
ta y  cinco  veces,  a  causa  de  sus  vueltas,  y  su 
misión  fué  cumplida  asimismo,  porque  las  di- 
ficultades no  impidieron  que  llegara  a  aquel 
pueblo  perdido  en  la  maraña,  quién  sabe  si  pa- 
ra salvar  diez  almas,  o  dos,  o  una.  .  . 

No  lo  detuvieron  nunca  ni  los  soles  abra- 
sadores, ni  los  vientos  que  soplaban  aires  de 
horno,  ni  la  atmósfera  irrespirable,  con  gra- 
dos no  alcanzados  en  los  termómetros  españo- 
les, ni  las  lluvias  implacables,  ni  esos  cielos 
que  parecían  volcarse  en  rayos,  ni  la  amenaza 
tropical  de  las  fiebres  y  las  pestes,  ni  la  luna 
maléfica. 

"Fuego  y  calor,  bendecid  al  Señor;  frío  y 
calor,  bendecid  al  Señor'',  así  se  habrá  dicho 
al  llevar  el  Evangelio  a  todos  los  lugares,  al 
escalar  montañas,  o  al  bordearlas  a  mitad  de 
altura  por  senderos  estrechos  en  los  que  nadie 
podía  arriesgarse,  sin  hacer  sonar  antes  un 
cuerno  marino  y  esperar  la  respuesta,  porque 
un  encuentro  era  allí  la  muerte.  Por  amor  a 
Dios  y  para  hacer  amar  a  Dios,  cruzó  bosques 


146  • 


espesos  como  muros,  penosos  a  la  marcha,  des- 
garradores a  causa  de  sus  ramas,  de  sus  espi- 
nas, inquietantes,  y  que  guardaban  siempre  la 
posibilidad  bárbara  y  desconocida. 


Estaba  en  una  de  sus  primeras  misiones. 
Lo  acompañaban  algunos  de  sus  sacerdotes  y 
una  pequeña  comitiva  de  fieles  isleños,  cuan- 
do fueron  detenidos  por  un  río  desbordado. 
Las  tartanas  no  podían  cruzar  las  aguas  tur- 
bulentas, los  mayorales  se  sentían  responsa- 
bles y  querían  dar  vuelta  y  los  mismos  caba- 
llos, presintiendo  instintivamente  el  peligro,  se 
encabritaron.  Y  sin  embargo  el  Arzobispo,  di- 
jo que  tenía  que  seguir,  que  lo  esperaban. 

Pero  el  río  corría  impetuoso  llevando  tron- 
cos y  ramas,  y  hubiera  sido  la  muerte  entrar 
en  su  corriente. 

— "¡Es  preciso  pasar!"  fueron  las  palabras 
que  pronunció  de  nuevo,  insistiendo.  Y  sin  em- 
bargo, no  se  movían  las  tartanas,  los  caballos 
parecían  clavados  en  el  suelo,  los  mayorales 
temían. 

Entonces  se  oyó  un  ruido  fortísimo  como 
de  cascabeles,  y  sin  explicárselo,  de  pronto,  mi- 
lagrosamente, se  encontraron  todos  en  la  otra 
orilla. 

Y  así  siguió  su  apostolado. 

Predicó  con  energía.  Corrigió,  censuró  y 
ayudó.  Empezó  por  dar  moral  al  clero,  a  esos 

•  M7 


sacerdotes  que  no  tenían  sentido  de  su  misión, 
que  vivían  en  familia,  que  no  llevaban  hábitos, 
que  oficiaban  en  cualquier  comercio,  en  cual- 
quier choza,  y  dejaban  cerradas  las  iglesias.  Y 
les  dió  ejercicios,  les  enseñó  dignidad  y  los  lle- 
vó al  camino  de  la  Ley. 

Eran  indolentes,  ignorantes,  lerdos  para 
entender,  acaso  porque  habían  tomado  el  sa- 
cerdocio como  un  oficio  cualquiera.  Muchos 
aprendieron  y  cambiaron  de  hábitos;  otros, 
sin  embargo,  siguieron  en  lo  mismo,  y  así,  al 
entrar  una  tarde  a  una  iglesia,  encontró  que  un 
simple  sacristán  dirigía  el  rosario. 

El  se  arrodilló  junto  al  buen  hombre  y 
rezó  lo  que  correspondía  al  cura.  Lo  hizo  sin 
decir  una  palabra,  sin  hacer  un  gesto.  Luego, 
al  terminar,  mandó  decir  al  cura  que  cuando 
sus  ocupaciones  fueran  tantas  como  debían 
serlo  en  aquel  momento,  le  mandara  avisar, 
porque  él,  con  mucho  gusto,  lo  reemplazaría. 


Comprendió  no  obstante  que  había  que 
dar  a  los  sacerdotes  una  formación  sólida,  que 
había  que  reorganizar  para  ello  el  Seminario, 
donde  muchos  estudiaban,  no  con  intención  de 
seguir  el  sacerdocio,  sino  para  aprovechar  sus 
lecciones;  preparó  un  programa  nuevo,  un 
completo  y  fundamental  plan  de  estudios,  po- 
niendo allí  a  profesores  de  condiciones  y  dando 
la  dirección  de  todo  al  Padre  Barjau. 

Además  fundó  escuelas  de  primera  y  se- 
gunda enseñanza;  escuelas  especiales  para  ni- 


148  • 


ñas;  otras  escuelas  en  las  casas  de  caridad  pa- 
ra la  gente  que  protegía,  y  además,  escuelas  en 
las  cárceles,  en  las  que  se  enseñaba  no  sólo  las 
materias  primarias  y  religión,  sino  también  ofi- 
cios mecánicos. 

Fundó  Cajas  de  Ahorros  para  mujeres  po- 
bres, viudas  y  solteras.  Y  creó  el  primer  esta- 
blecimiento de  previsión  social  de  la  América 
Latina,  como  se  ha  dicho. 

Fundó  bibliotecas  y  repartió  gratuitamen- 
te y  a  su  costo,  numerosos  libros,  para  ayudar 
a  dar  buenas  lecturas,  sacando  de  la  circula- 
ción los  libros  perniciosos,  que  quemaba  en 
fogatas  públicas. 

Por  otra  parte,  fundó  cofradías,  constru- 
yó capillas  y  reconstruyó  iglesias,  corriendo 
con  los  gastos  de  todas  sus  obras. 


Su  apostolado,  que  extendía  en  tantos  sen- 
tidos y  de  tantas  maneras,  iba  tomando  pro- 
yecciones alentadoras.  En  algunos  pueblos  se 
confesaban  ya  quinientas  personas  por  día.  En 
otros  más  numerosos  se  utilizaron  ya  hasta 
cuarenta  sacerdotes,  los  que  sin  embargo,  no 
alcanzaban  para  confesar,  aunque  lo  hacían  de 
la  mañana  a  la  noche.  La  gente  pedía  confe- 
sión hasta  en  la  calle.  Y  el  Padre  Yilaró  dejó 
constancia  en  su  diario  íntimo,  de  que  al- 
rededor de  cada  uno  de  ellos  se  formaba  un  mu- 
ro humano  que  no  los  dejaba  caminar. 

En  el  Cobre,  una  población  de  tres  mil  ha- 
bitantes y,  adonde,  a  su  llegada  existían  úni- 


•  149 


camente  diez  o  doce  matrimonios  legítimos,  se 
casaban  ahora  de  treinta  a  cuarenta  parejas 
por  día,  de  modo  que  como  se  comentaba,  a 
un  tiempo  se  casaban  los  hijos  y  los  padres. 

En  Morón,  otro  de  los  pueblos,  llegó  a  dar 
miles  de  comuniones  no  sólo  a  los  habitantes 
de  la  villa,  sino  también  a  los  campesinos  que 
acudían  a  escuchar  la  palabra  santa,  y  más  de 
una  vez  tuvo  que  interrumpir  los  sermones  pa- 
ra consolar  a  la  gente  que  lloraba  arrepentida. 

En  Bayamo,  la  comunión  duraba  toda  la 
mañana,  y  de  tal  modo  la  población  había  cam- 
biado de  costumbres,  que  el  Padre  Vilaró  es- 
cribía con  gracia  y  verdad:  "Se  ha  verificado 
en  ésta  una  revolución  religiosa". 

Y  ahora,  como  en  Cataluña,  como  en  Ca- 
narias, los  pueblos  salían  con  músicas  y  pal- 
mas a  su  encuentro,  y  al  irse  lo  acompañaban 
a  pie  durante  leguas  y  a  veces  formándose  cor- 
tejos de  miles  de  jinetes. 


Sin  embargo,  algunas  de  estas  jornadas 
fueron  distintas  y  hasta  bravas.  En  Puerto 
Príncipe,  por  ejemplo,  acaso  porque  acababa 
de  ser  sangrientamente  sofocada  una  revuelta, 
no  se  demostró  interés  por  escucharlo.  Esta- 
ban llenos  de  indignación,  anhelaban  la  gue- 
rra de  independencia,  y  en  cambio  la  doctri- 
na del  Santo  era  precisamente  de  paz.  Por  eso 
lo  miraron  como  a  un  enemigo.  Estaban  exal- 
tados por  las  medidas  que  había  tomado  el  Go- 


150  • 


bíerno  español,  encarcelando  a  muchos  y  dic- 
tando sentencia  de  muerte  contra  los  jefes. 

Pero  poco  tiempo  después  el  Arzobispo  es- 
cribía a  Caixal:  "Sin  advertirlo  he  desarmado 
a  los  revolucionarios". 

...Había  pedido  clemencia  para  los  que 
iban  a  morir  e  insistido  en  que  no  se  llevara  a 
cabo  la  condena,  que  se  aplazara  para  hacer 
una  solicitud  a  la  Reina.  Porque  creía,  que  una 
vez.  terminado  el  levantamiento,  una  pena  así, 
tendría  más  visos  de  venganza  que  de  justicia, 
y  hacía  esta  advertencia:  "Si  se  ejecuta  la  sen- 
tencia, los  ánimos  quedarán  para  siempre  ren- 
corosos, y  nunca  jamás  sus  corazones  perma- 
necerán españoles. 

Y  me  atrevo  a  decir  — agregaba —  que  si 
se  pasa  adelante  en  la  ejecución  de  esta  sen- 
tencia, día  vendrá  en  que  la  nación  española 
perderá  esta  rica  isla". 

Pero  el  Gobernador,  sin  dejarse  impresio- 
nar, se  mantuvo  en  la  rígida  posición  que  adop- 
tara. Y  cuando  el  Santo  vio  que  nada  podía  ha- 
cer por  las  vidas  de  los  prisioneros,  quiso  al 
menos,  salvar  sus  almas  y  se  fué  a  ellos  para 
hablarles  de  Dios. 

Después  logró  que  fueran  perdonados 
los  que  habían  tenido  en  el  movimiento 
una  parte  de  menor  responsabilidad.  De  ahí 
que  el  pueblo  dijera:  "De  haber  estado  aquí  el 
Arzobispo,  no  habría  pasado  nada".  Por  eso 
cada  noche,  al  retirarse,  cientos  de  personas  lo 
seguían  hasta  su  casa,  y  un  testigo  ocular  es- 


•  151 


cribió:  "Qué  hermoso  espectáculo.  La  noche  se- 
rena, la  luna  clara,  un  farol  que  no  luce  y  una 
masa  de  gente  que  no  habla  alrededor  de  su 
Prelado". 

No  significa  esto  que  no  tuviera  enemi- 
gos, porque  algunos  allí  mismo  sostenían: 

"Ninguno  nos  ha  hecho  tanto  daño  ni  cau- 
sado tanto  miedo  como  el  Arzobispo". 


Es  que  según  el  Padre  Cruz  Ugalde,  el  em- 
peño con  que  combatió  el  tráfico  de  negros,  lo 
hizo  odioso  a  los  que  negociaban  con  ellos.  Por- 
que en  verdad  él  actuó  en  esta  emergencia  con 
extraordinaria  energía,  sin  preocuparse  de  ven- 
ganzas, sin  hacer  caso  de  amenazas.  Y  hasta 
publicó  un  Bando  de  Buen  Gobierno  y  las  Le- 
yes de  Indias  relativas  a  la  esclavitud.  Más 
adelante,  el  Conde  de  Cheste  que  será  algún 
día  Capitán  General  de  Cuba,  a  su  regreso  a 
España,  habló  de  esto  diciendo : 

— "Me  consta  lo  mucho  que  se  esforzó  por 
suavizar  la  mísera  condición  de  los  esclavos 
hasta  alcanzar  su  libertad".  Y  agregó  que  a 
esa  empresa  santa  había  dedicado  todo  su  co- 
razón. 


Desde  el  año  1524  Europa  negociaba  con 
los  negros.  Los  vendía  para  que  cumplieran  los 
más  pesados  trabajos,  sin  dejarles  siquiera  el 
derecho  a  instruirse  y  Pío  Zabala  menciona  en 
su  obra  las  protestas  que  a  este  respecto  hicie- 


152  • 


ron  los  Papas  y  como  no  habían  sido  nunca  es- 
cuchados. Habían  alzado  su  voz  ya  Paulo 
III,  León  X,  Urbano  VIII,  Benedicto  XIV, 
Pío  VII  y  Gregorio  XVI.  Pero,  al  llegar  el  Ar- 
zobispo Claret  seguía  igualmente  arraigada  y 
protegida  la  inicua  explotación.  Y  de  tal  mo- 
do estaba  generalizada,  de  tal  manera  eran  po- 
derosos los  negreros,  que  en  Dátil,  uno  de  los 
negociantes  que  poseía  más  esclavos,  les  había 
prohibido  asistir  a  las  misiones,  haciéndolos 
vigilar  por  un  mayoral,  y  con  orden  de  dar 
cuarenta  azotes  al  que  desobedeciera. 

Pero  se  dice  asimismo  que  muchos  se  es- 
capaban para  escuchar  las  palabras  del  sacer- 
dote, diciendo  que  éstas  les  daban  ánimos  para 
sufrir  los  castigos. 


Estaba  de  nuevo  en  Bayamo,  en  el  año 
1852,  y  rezaba  en  la  Capilla  del  Santísimo  Sa- 
cramento, cuando  se  levantó  agitadísimo,  emo- 
cionadísimo,  diciendo  a  los  que  estaban  con  él: 

"Roguemos  por  nuestros  hermanos  de  San- 
tiago, pues  se  hallan  en  gran  tribulación". 

Santiago  quedaba  a  dos  días  de  viaje.  Y  él 
habló  así  en  el  preciso  momento  en  que  comen- 
zaban los  terremotos. 

Partieron  enseguida. 

A  su  llegada,  ya  una  enorme  multitud  lo 
esperaba  en  un  puente  de  los  alrededores.  El 
iba  a  hacerse  partícipe  de  sus  penalidades,  a 
sufrir  con  ellos.  Iba  a  correr  voluntariamente 
sus  riesgos.  Y  estuvo  días  y  días,  noches  y  no- 


•  153 


ches,  sin  reposo,  atendiendo  a  los  que  necesita- 
ban de  él,  de  sus  consuelos,  de  sus  limosnas.  Di- 
jeron que  había  sido  un  ángel  tutelar.  Tomaba 
las  confesiones  en  la  calle,  daba  Extremaun- 
ción en  medio  de  los  temblores,  aunque  las 
piedras  cayeran  a  su  lado,  cuando  los  muros  se 
derrumbaban.  Dirigía  los  auxilios,  porque  los 
males  y  los  peligros  iban  en  aumento.  Infati- 
gable siempre,  se  mantuvo  sereno  entre  tantas 
gentes  enloquecidas  por  el  terror,  desesperadas 
por  las  desgracias. 


Entre  aquellas  noches  terribles,  hubo  al- 
guna más  tranquila,  así  lo  iba  pareciendo.  El 
paseaba  entonces  por  el  claustro  y  hablaba  de 
las  misiones  en  China.  Mientras  hablaba  se 
sintió  un  ruido  subterráneo,  que  a  todos  pare- 
reció  más  fuerte  que  los  anteriores.  Pero  él  no 
interrumpió  su  disertación.  Sólo  que,  al  poco 
rato,  observó  que  "yo"  — dice  alguno —  no  lo 
escuchaba.  "No  tema  usted"  fué  lo  que  dijo, 
aunque  temían  los  fuertes  también.  Pero  agre- 
gó entonces  el  Arzobispo:  "Yo  considero  estas 
circunstancias,  es  decir  el  cólera  y  los  terre- 
motos, como  misioneros  eficacísimos  que  Dios 
nos  envía  en  su  misericordia". 

Pero  ya  los  demás  apenas  escuchaban. 

Sólo  él  seguía  tranquilo  hablando  de  los 
que  se  arrepentían  en  el  dolor,  en  las  tribula- 
ciones y  en  el  miedo  a  la  muerte. 

— "Algunos  pecadores  son  como  los  noga- 


154  • 


les  — agregó —  que  no  dan  frutos  sino  a  pa- 
los". .  . 


Debía  ahora  ganar  las  almas  que  en  la  bo- 
nanza y  en  la  felicidad  permanecían  empecina- 
das, desdeñosas  a  su  voz. 

Y  en  aquellos  días,  que  fueron  tantos,  hizo 
levantar  una  capilla  de  toldos  en  la  alameda, 
como  dijera  más  tarde,  recordándolo,  un  diario 
local,  "junto  al  sordo  murmullo  de  los  mares  y 
al  seco  choque  de  las  olas,  en  medio  de  la  con- 
moción de  la  naturaleza  toda,  cuyas  entrañas 
se  estremecían,  cuyos  horizontes  se  alborota- 
ban". Y  de  hinojos  en  el  paseo,  hasta  muchos 
sin  poder  guarecerse  bajo  los  toldos,  soportan- 
do lluvias,  asistían  a  su  misa,  a  sus  prédicas,  y 
pareció  a  todos,  como  un  profeta  de  Is- 
rael, que  consolaba  a  los  hombres,  o  les  anun- 
ciaba nuevas  desdichas. 

Hasta  dijeron  que,  "a  algunos  no  causaba 
menos  estupor  la  serenidad  de  su  alma  que  las 
conmociones  de  la  tierra".  Y  los  que  pudieron 
valorar  esa  calma,  esa  indiferencia  de  sí,  tan 
excepcionales,  creyeron  que  no  podrían  com- 
prenderla en  toda  su  grandeza,  sino  los  que 
hubieran  experimentado  terremotos. 

En  una  de  las  madrugadas  más  lívidas, 
después  de  una  terrible  noche,  los  mismos  sa- 
cerdotes, tan  acostumbrados  a  su  serenidad, 
quedaron  ellos  también  admirados.  Habían 
pasado  una  de  las  peores  noches,  y  él  salió  de 
la  pieza  tranquilo  y  complaciente,  como  cual- 


•  155 


quíer  dia,  y  con  su  acostumbrada  calma,  dijo  a 

quienes  lo  esperaban. 

— "Vamos  a  dar  gracias  a  Dios/' 

Alguno  de  ellos,  escribió: 

— "A  ninguno  nos  pareció  natural  lo  que 
estábamos  viendo.  Comparábamos  su  paz  con 
nuestra  zozobra.  Nunca  como  ese  día  compren- 
dí tan  bien  su  santidad". 


Pasaron  luego  días  de  calma,  que  aquellos 
desgraciados  sin  hogares  tomaron  por  defi- 
nitiva. Y  quisieron  empezar  a  reconstruir  la 
ciudad,  como  si  ya  vivieran  los  días  del  per- 
dón. Había  prisa  por  deshacerse  de  aquellas 
ruinas,  de  tanta  desolación,  y  los  picos  darían 
para  ellos  el  cántico  de  la  esperanza.  Pero  él 
les  dijo  que  no  lo  hicieran,  que  vendrían  nue- 
vos terremotos,  y  que  todo  sería  inútil.  ¿Cómo 
había  comenzado  entonces  hacer  él  las  obras 
del  Palacio  Arzobispal?  — Lo  hago  para  dar 
trabajo  a  los  que  vinieron  de  La  Habana  — res- 
pondió—  pero  sé  que  todo  es  en  balde". 

Y  esperaron  entonces  entre  escombros,  y 
aterrados  por  lo  que  iba  a  venir,  porque  sa- 
bían que  todo  volvería  a  caerse. 

Y  fué  así  como  lo  había  dicho.  Porque 
nuevos  terremotos,  aun  más  fuertes,  hicieron 
temblar  las  casas  y  los  palacios,  y  lloraban  to- 
dos como  si  hubiera  llegado  ya  el  fin  del 
mundo. 

Pero  ahora  iban  a  poder  reconstruir  sus 
habitaciones.  Y  él  hizo  comenzar  las  obras  de 


156  • 


la  Catedral,  porque  no  se  producirían  sino  te- 
rremotos leves,  que  no  harían  mal. 


Varios  meses  antes  de  ocurrir  estos  suce- 
sos, y  estando  en  Manzanillo,  él  ya  los  había 
anunciado,  así  como  otras  desgracias,  en  las 
que  acaso  no  pensaban:  él  les  había  dicho  tam- 
bién de  pestes  y  guerras. 

Después  van  a  acordarse  de  estas  otras 
predicciones.  Había  dicho  a  los  españoles  que 
serían  perseguidos  de  muerte,  "como  los  cone- 
jos en  los  bosques".  .  .  Pero  ellos  se  creían  se- 
guros y  entonces  lo  estaban. 

Los  Padres  Barjau  y  Curríus  también  lo 
habían  oído. 

— "Tiempos  pasados  Dios  me  dió  a  cono- 
cer tres  castigos  que  habrían  de  venir:  el  pri- 
mero, temblores;  el  segundo,  enfermedades;  el 
tercero.  .  .  éste  ya  se  está  acercando  y  será  te- 
rrible". .  . 

En  noviembre  de  1852  escribía  también  al 
Padre  Sala  acerca  de  la  futura  pérdida  de  Cu- 
ba para  España,  que  ocurrió  efectivamente  en 
1898.  Y  al  terminar  la  carta,  añadía,  que  pen- 
saba que  ésta  no  tardaría  en  suceder  y  que  es- 
peraba ya  no  estar  allí.  Y  se  dijo  que  muchos 
de  los  españoles  que  fueron  muertos  en  la  gue- 
rra, habían  escuchado  sus  proféticas  palabras. 


Estaba  de  misiones  cuando  comenzaron 
las  pestes,  y  enseguida  se  trasladó  a  Santiago. 


•  157 


Era  el  cólera  morbo,  que  aun  no  se  conocía,  y 
que  él  había  anunciado.  La  ciudad  acababa  de 
ser  reconstruida,  y  a  todos  pareció  ahora  que 
aquéllo  era  peor  que  los  temblores.  No  alcan- 
zaba el  tiempo  para  sepultar  a  tantos  muertos; 
más  de  una  calle  quedó  en  dos  días  sin  habi- 
tantes. 

El  estuvo  junto  a  los  enfermos,  cuidándo- 
los, consolándolos,  dándoles  los  sacramentos, 
y  se  dijo  que  ninguno  murió  sin  ellos. 

Ni  él  ni  sus  misioneros  vacilaron  ante  el 
sacrificio.  Y  uno  de  ellos  pagó  con  su  vida  el 
desvelo.  Porque  para  eso,  para  cumplir,  habían 
ido  a  aquel  infierno. 

— "¡  Bendita  y  alabada  sea  la  bondad  y  mi- 
sericordia de  nuestro  buen  Padre  por  toda  su 
clemencia  y  su  consolación". 

Fué  una  hora  heroica. 

Y  más  adelante  en  Roma  al  hablar  del 
"egregio"  arzobispo  y  de  sus  "prodigios  de  con- 
versión", se  dijo  que  en  el  momento  de  las  ca- 
lamidades "a  todos  pareció  un  San  Carlos  Bo- 
rromeo  redivivo,  para  consuelo  de  la  humani- 
dad doliente". 


El  Padre  Puigdessens  destaca  el  carácter 
humano  de  su  santidad.  Y  habla  de  una  fuer- 
za triunfadora  llevada  a  campos  de  acción  ca- 
da vez  más  dilatados.  Distinto  a  la  mayor  parte 
de  los  santos,  llevaba  una  vida  de  actividad  in- 
cesante, sin  desdeñar  el  cuidado  de  las  cosas 
de  la  tierra,  la  salud,  los  derechos,  las  necesi- 


158  • 


dades  de  los  hombres,  al  extremo  de  no  poner 
en  práctica  un  bello  propósito,  por  no  desam- 
parar a  los  que  vivían  de  sus  beneficios. 

Había  reunido  a  sus  familiares,  como  lla- 
maba a  los  sacerdotes  (|ue  le  acompañaban  en 
la  Misión,  y  les  consultó  sobre  su  deseo  de 
renunciar  a  las  rentas  arzobispales,  que  suma- 
ban veinte  mil  escudos,  para  vivir  de  li- 
mosna. .  . 

Hacía  tiempo  que  estaban  con  él,  que  lo 
conocían ;  sin  embargo  sus  pensamientos  les 
sorprendían  continuamente.  Y  ahora  les  habla- 
ba de  una  cosa  desacostumbrada.  Pero  en  rea- 
lidad aquellas  rentas  habían  sido  dadas  siem- 
pre a  los  pobres,  a  las  iglesias,  y  servían  para 
sostener  el  culto  y  para  obras  piadosas.  ¿Aca- 
so gastaba  algo  en  él?.  . . 

Andaba  como  en  su  juventud,  con  la  ropa 
remendada,  como  en  los  días  en  que  las  mon- 
jas ocupadas  de  su  lavado,  le  cambiaban  las 
prendas  sin  que  él  lo  supiera.  Tenia  el  sombre- 
ro vieio  como  aquél  que  los  sacerdotes  de  San- 
ta María  del  Mar.  habían  escondido  poniendo 
otro  en  su  sitio,  para  que  no  lo  usara  más.  Su 
reloj  estaba  siempre  de  arreglo  en  arreglo  v 
nunca  en  hora.  Como  en  Cataluña,  los  zapate- 
ros podían  ahora  también  reemplazar  los  za- 
patos que  mandaba  componer,  porque  de  tan 
viejos,  ya  daban  lástima.  Y  entre  sus  gastos, 
figuraba  como  muy  principal,  el  regatón  de  su 
bastón . . . 

Como  antes,  y  como  siempre,  su  cuarto 


•  159 


era  de  una  severidad  y  pobreza  que  admiraba. 
Sólo  tenía  un  catre,  una  mesa  tosca,  con 
una  silla,  y  un  estante  con  libros.  Y  su  co- 
mida era  escasa  y  aun  ordinaria,  porque  no 
quería  darse  ningún  placer. 


Eran  las  diez  de  la  noche,  no  se  sabe  el 
día,  el  mes,  ni  el  año .  .  .  Algunos  de  los  auto- 
res que  tratan  el  episodio,  dicen  que,  por  algún 
fenómeno  místico  que  no  se  especifica,  el  Pa- 
dre Claret  vió  la  representación,  o  consideró 
de  extraordinaria  manera  el  contenido  de  los 
seis  primeros  versículos  del  capítulo  X  del 
Apocalipsis. 

"Otro  ángel  fuerte  bajaba  del  cielo  envuel- 
to en  nubes,  con  el  iris  sobre  la  cabeza,  su  ros- 
tro como  un  sol,  sus  pies  como  dos  columnas 
de  fuego,  con  un  libro  abierto  en  la  mano. 
Hundiendo  su  pie  derecho  en  el  mar  y  asen- 
tando el  izquierdo  sobre  la  tierra,  gritó  con  voz 
potente  como  rugido  de  león,  reproducida  lue- 
go por  el  eco  fragoroso  de  siete  truenos.  Apenas 
se  habían  extinguido  éstos,  San  Juan  se  dis- 
ponía a  copiar  sus  conceptos,  pero  se  lo  pro- 
hibió una  voz  de  lo  alto  que  decía:  "Sella  lo 
que  han  hablado  los  siete  truenos  y  no  lo  es- 
cribas". Y  el  ángel  que  estaba  sobre  el  mar  y 
sobre  la  tierra,  levantando  la  mano  al  firma- 
mento, juró  por  el  que  vive  por  los  siglos  de 
los  siglos  y  creó  el  cielo,  la  tierra  y  el  mar  con 
todo  lo  que  contienen,  que  el  tiempo  se  acaba 

ya". 


160  • 


La  impresión  que  recibió  fué  tremenda. 
La  visión  lo  llenó  de  inquietudes,  y  era  como 
si  aquéllo  debiera  tener  con  él  una  relación  que 
no  comprendía. 

Al  día  siguiente  la  Virgen  le  habló  que 
no  dudara.  Pensó  en  San  Juan,  se  acordó  de 
San  Vicente  Ferrer,  que  habían  recibido  la  vi- 
sita del  ángel.  Pero  la  visión  no  podía  dirigirse 
a  él.  Hubiera  sido  desproporcionada. 

"Sólo  que  yo  sea  un  instrumento",  se 

dijo. 

Veía  su  pequenez.  Le  parecía  imposible 
que  él  fuera  un  elegido  de  Dios. 

Pero  pensó  que  asimismo  podía  ser,  como 
aquél  a  quien  toca  representar  un  papel  de 
rey,  siendo  un  infeliz. 

Y  seguro  ya  de  que  era  así,  habló  de  la 
visión  con  Curríus,  su  secretario,  y  con  Gon- 
zález de  Mendoza,  a  fin  de  que  lo  ayudaran  a 
encontrar  una  explicación. 

Quizá  debiera  emprender  alguna  obra 
grande.  Y  creyó  que  podría  ser  la  reforma  del 
clero. 


Pero  el  Santo  tenía  que  seguir  misionando 
en  Cuba.  Acababa  de  predicar  en  San  Isidro, 
donde  los  fieles,  fervorosos,  gritaban:  "¡Viva 
el  santo  Arzobispo !  ¡  Viva  el  Padre  Claret !  Y  se 
disponían  ya  a  sacar  los  caballos  de  su  coche, 
para  llevarlo  ellos  mismos  hasta  el  pueblo  ve- 
cino. 


•  161 


No  captaban  evidentemente  aquella  humil- 
dad suya  tan  de  adentro,  aquella  sencillez  tan 
sincera  y  distinta  a  la  corriente.  No  podían  sa- 
ber desde  luego,  que  poco  antes,  al  pasar  por 
un  convento,  había  pedido  como  un  favor,  que 
lo  dejaran  servir  la  mesa. 

Querían  hacerle  un  homenaje.  Pero  a  él 
le  molestaban  los  aplausos  y  las  dignidades,  y 
ni  siquiera  había  querido  ser  arzobispo. 

De  ahí  que  su  secretario,  que  vivía  en 
constante  admiración  por  sus  virtudes,  excla- 
mara : 

— "No  sólo  no  noté  en  él  un  hecho  menos 
edificante,  sino  que  cuanto  más  me  acercaba 
al  hombre,' más  de  cerca  veía  al  santo". 


Muchos,  al  contrario,  lo  atacaban.  No  com- 
prendían su  posición.  Sin  embargo,  él  estaba 
allí  en  aquel  alto  cargo,  sólo  para  hacer  amar 
a  Dios,  como  dijo,  y  para  ayudar  a  los 
hombres. 

"El  día  en  que  vea  que  se  pone  el  menor 
tropiezo  a  mi  misión,  el  día  que  vea  que  se 
me  atan  las  manos  para  hacer  el  bien  o  que 
no  se  escuche  mi  voz  cuando  mis  pretensiones 
se  funden  en  la  justicia  y  en  la  misma  caridad, 
que  son  los  únicos  estímulos  que  para  obrar 
bien  reconozco,  ese  día  dejaré  mi  puesto  y  na- 
da perderé  por  cierto  en  cuanto  a  mí  persona, 
porque  el  carácter  de  misionero  me  basta  pa- 
ra ser  pobre,  para  amar  a  Dios,  para  amar  a 


162  • 


mis  prójimos  y  ganar  sus  almas  al  tiempo  que 
la  mía". 

Y  si  esa  conducta  tan  bella  y  recta, 
disgustaba  a  algunos,  en  cambio  Pío  IX,  em- 
pleaba al  escribirle  estos  términos: 

".  .  .Levantando  los  ojos  al  Señor,  hemos 
tributado  bendiciones  a  Aquel  que  en  la  suma 
necesidad  en  que  se  hallaba  esa  Iglesia,  le  ha 
suscitado  clementísimamente  un  pastor  según 
su  corazón.  A  ti  y  a  Nos,  Venerable  Hermano, 
nos  damos  el  parabién  por  esa  tu  clarísima  vo- 
luntad con  que  cumples  los  deberes  del  cargo 
episcopal". 


Una  mañana  predicaba  en  la  Catedral.  Jun- 
to a  los  parroquianos,  oían  su  misa  los  mari- 
nos de  una  fragata  española  que  estaba  ancla- 
da en  la  bahía  de  Santiago.  Pero,  estando  aún 
él  en  el  pulpito,  el  comandante  del  buque  dió 
una  orden  imperceptible,  que  hizo  que  inmedia- 
tamente los  marinos  se  retiraran. 

Claret  conceptuó  que  tal  acto  significaba 
un  desaire,  acaso  una  ofensa  a  la  palabra  sa- 
grada, y  uno  de  los  oficiales  creyó  entreoír  una 
insinuación. 

Sin  embargo  se  había  dado  esa  orden,  pa- 
ra que  pudieran  asistir  a  la  misa  siguiente,  los 
tripulantes  que  habían  quedado  a  bordo.  No 
había  existido  otra  razón.  Y  al  saber  que  se  le 
daba  una  interpretación  distinta,  el  Comandan- 


c  163 


te  envió  sus  excusas  al  Arzobispo,  y  éste,  al  re- 
cibirlas anunció  una  visita  al  barco. 

La  oficialidad  de  la  fragata  lo  esperó  pa- 
ra tributarle  los  honores  correspondientes,  pre- 
sentando armas:  pero,  apenas  él  pisó  la  cu- 
bierta pidió  de  rodillas  perdón  al  Comandante 
por  la  ligereza  con  que  juzgara  el  hecho. 

Fué  un  gesto  inesperado  y  emocionante, 
que  empañó  los  ojos  de  los  marinos.  Y  se  pro- 
metió la  asistencia  de  la  tripulación  para  el 
próximo  sermón.  De  ambas  partes  se  hicieron 
cortesías.  Pero,  lo  que  es  más  raro,  es  que  el 
Arzobispo,  en  la  iglesia  se  excusó  de  nuevo 
con  palabras  que  nunca  son  cómodas  de  de- 
cir, y  que  él,  pronunció  desde  el  pulpito. 

Pero  su  actitud  no  significaba  blandura 
sino  humildad,  ya  que  era  un  hombre  fuerte 
cuando  había  que  serlo.  De  ahí  que  no  vacilara 
en  excomulgar  a  un  rico  comerciante,  cuya  con- 
ducta vergonzosa  era  un  permanente  motivo 
de  escándalo.  Y  quién  lo  oyó  aquel  día,  ha- 
bló de  su  "voz  de  trueno",  diciendo  que  ella 
"erizaba  los  cabellos". 

Y  luego,  como  evocando  la  visión  magní- 
fica, añadió: 

— "Temblaban  las  columnas  del  templo...". 


Como  Jesús,  cuando  sacó  a  latigazos  a  los 
mercaderes  del  templo,  este  Santo  arrojaba  del 
seno  de  la  Iglesia  a  quienes  se  cubrían  con  sus 


164  • 


prácticas,  llevando  asimismo  una  existencia  de 
infamias.  De  ahí  que  ese  mal  católico  a  quien 
él  excomulgara,  tratara  en  vano,  que  se  levan- 
tara su  condena,  pero  cuando  se  convenció  de 
la  inutilidad  de  sus  gestiones,  su  cólera  ya  no 
tuvo  límites  y,  con  quienes  estaban  en  posi- 
ciones semejantes,  buscaron  vengarse. 

¿No  sería  ahora  el  momento  de  su  desqui- 
te? ¿No  tratarían  de  dar  muerte  al  Arzobispo? 
El  lo  sabía. 

Sin  embargo  conversaba  tranquilamente 
en  la  casa  parroquial,  mientras  llegaba  la  ho- 
ra de  ir  a  pronunciar  su  sermón.  Y  de  pronto, 
sin  que  ninguno  supiera  por  qué,  en  algún  mo- 
mento, preguntó  a  sus  acompañantes,  si  ellos 
habían  visto  algo. 

Dijeron  que  no  habían  visto  nada. 

Y  él,  sin  dar  explicaciones  respondió:  Eso 
es  lo  que  quería  saber. 

Narraba  a  su  auditorio  hechos  de  su  vida, 
acordándose  de  que  la  Virgen  lo  había  salvado 
en  distintas  oportunidades,  y  exclamó: 

— Y,  ¡quién  sabe  si  esta  misma  noche  no 
me  salva  de  algún  peligro! 


Sus  enemigos  no  se  darían  tregua  y  an- 
daban ya  a  su  alrededor.  Y  ahora,  un  hombre 
que  él  había  hecho  sacar  de  la  cárcel,  por  lás- 
tima a  la  familia,  que  había  ido  a  rogarle  por 


•  165 


él,  a  llorarle,  lo  venía  siguiendo  desde  el  pue- 
blo vecino. 

Se  ocultaba,  pero  sin  perderlo  de  vista.  Se 
sabía  que  iba  a  aparecer  en  las  esquinas,  en  los 
recodos. 

Era  en  Holguín,  un  pueblo  que  el  Santo 
había  ganado  para  el  cielo. 

Sus  acompañantes,  nerviosos  por  aquella 
persecusión,  miraban  disimuladamente,  y  co- 
mo si  no  lo  vieran.  Quizá  temían  precipitar  al- 
gún hecho. 

Y  lo  presentían  más  bien;  sabían  de  su 
presencia  cuando  se  acercaba. 

El  individuo  entraba  con  ellos,  con  él,  a 
las  iglesias;  se  quedaba  en  la  puerta  de  los  hos- 
pitales, entre  las  tumbas  de  los  cementerios. 

Lo  esperaba,  y  después  volvía  a  seguirlo 
con  pasos  calculados  y  siniestros. 

Pero  Claret  serenamente  continuaba  el  ca- 
mino de  sus  obras,  repitiendo  las  palabras  de 
San  Francisco  de  Sales: 

— "No  es  necesario  que  yo  viva;  pero  sí 
es  necesario  que  yo  cumpla  mi  deber  y  mi  mi- 
nisterio". 


Al  salir  de  la  iglesia  anduvieron  por  ca- 
lles de  tinieblas.  Llevaba  a  su  lado  al  vicario 
foráneo  y  a  su  capellán  y  el  pueblo  entero  lo  se- 
guía. Un  sacristán,  un  poco  más  adelante,  mos- 
traba el  suelo  con  un  farolillo. 


166  • 


Hombres  y  mujeres  se  arrodillaban  a  su 
paso,  y  ligeramente  le  besaban  el  anillo,  crean- 
do en  la  calle  como  una  atmósfera  de  templo. 
Pero  quién  sabe  si  alguno  entre  tantos,  si  qui- 
zás aquél,  se  acercaría  para  darle  el  beso  trai- 
cionero de  Judas. 

Pudo  ser  su  hora.  Pero  el  que  se  acercó,  se 
incorporó  sin  rozar  siquiera  su  mano.  No  se 
veían  las  caras.  Pero  estaba  a  su  lado.  Y  con  su 
sevillana  intentó  degollarlo. 

Algún  movimiento  casual  impidió  el  pro- 
pósito. Sin  embargo  hundió  el  arma  con  furia 
y  cortó  la  mejilla  hasta  llegar  a  los  huesos,  y 
aún  tajeó  el  brazo. 

El  pueblo,  en  olas  enfurecidas,  avanzó  pa- 
ra dar  muerte  al  individuo;  pero  los  soldados  se 
interpusieron,  a  fin  de  entregarlo  a  la  justicia. 

El  iba  desangrándose,  mientras  apresu- 
radamente era  llevado  hasta  una  farmacia  para 
ser  atendido,  y  ya  por  la  calle,  antes  de  aque- 
lla primera  cura,  pedía  perdón  para  su  asesino. 
Y  volvió  a  pedirlo  mientras  se  le  curaba. 


En  medio  de  la  confusión  y  agitación  de 
todos,  él  sentía  que  había  llegado  la  hora  tan 
deseada  de  derramar  su  sangre  por  Jesucristo. 
Y  en  el  drama  se  halló  colmado.  Así  lo  afirmó 
el  Padre  Carmelo  Sala,  su  capellán,  que  estaba 
junto  a  él  y  dijo:  "Era  tal  y  tan  grande  el  con- 
tento y  satisfacción  de  su  alma  y  de  su  cuerpo, 


•  167 


que  todo  su  ser  se  hallaba  como  sumergido  en 
un  baño  suavísimo  de  dulzura,  que  penetraba 
sus  potencias  y  sentidos",  y  afirmó  que  le  había 
oído  decir:  "que  sólo  en  el  cielo  podía  experi- 
mentarse un  gozo  semejante,  y  que  aunque  no 
fuese  más  que  por  golosina,  pudiera  uno  dejar- 
se acuchillar  con  frecuencia"... 

Agradecía  las  heridas  y  sufrimientos  co- 
mo un  favor  que  hubiera  recibido,  y  en  cuanto 
pudo  escribir,  expresó  a  sus  misioneros  de  Vich 
el  deseo  de  que  ellos  también  dieran  gracias  a 
Dios  por  ese  beneficio. 

Y  más  tarde  en  su  Autobiografía,  escri- 
birá: 

— "No  puedo  explicar  yo  el  placer,  el  gozo, 
la  alegría  que  sentía  mi  alma  al  ver  que  había 
logrado  lo  que  tanto  deseara,  que  era  derramar 
la  sangre  por  amor  de  Jesús  y  de  María  y  po- 
der sellar  con  la  sangre  de  mis  venas  las  ver- 
dades evangélicas". 

"Cuando  la  sangre  manaba  de  mis  heridas, 
parecía  que  se  me  abrían  los  cielos". 

Luego  escribió  al  Gobernador  para  pedir 
la  libertad  del  asesino.  Y  Se  ofrecía  a  costear 
el  traslado  de  éste  a  un  país  lejano,  a  fin  de 
sustraerlo  a  la  condena  de  quienes  villanamen- 
te lo  habían  utilizado  y  no  le  perdonarían  la 
torpeza  de  su  brazo.  Pero  si  consiguió  lo  pri- 
mero, en  cambio  no  llegó  a  salvarle  la  vida.  Y 
la  venganza  cayó  sobre  aquél. 


Durante  su  convalecencia  proyectó  algu- 


168  • 


ñas  obras,  entre  ellas,  la  muy  importante  de  la 
Academia  de  San  Miguel,  que  debía  ser  una 
asociación  de  escritores  y  artistas  unidos  al  ser- 
vicio de  la  religión.  Y  escribió  entonces  una 
página  explicativa,  dando  su  plan,  y  que  tan 
buena  acogida  tuvo  en  España.  Así,  gracias  a 
su  iniciativa  quedó  pronto  constituido  ese  cen- 
tro, del  que  partieron  luego  muchas  obras,  y 
que  dió  numerosas  producciones  tanto  en  las 
letras  como  en  las  artes. 

Se  ha  dicho  que  tenía  el  genio  de  la  pro- 
paganda. Su  mentalidad  ágil,  segura,  práctica, 
clara,  era  propia  para  abrir  caminos  e  inducir 
a  hacerlos  recorrer.  Algunos  han  creído  ver  en 
esto  la  influencia  de  San  Ignacio.  Y  en  verdad 
pocos  santos  han  hecho  una  obra  tan  nutrida 
y  tan  llena  de  hechos,  de  actos,  de  iniciativas,  y 
tan  tonificante  y  enérgica. 

La  Academia  de  San  Miguel,  en  la  que  pen- 
sara en  ese  momento  de  obligado  reposo,  dió, 
gracias  a  su  entusiasmo,  a  su  empuje,  infinidad 
de  obras,  ya  suyas,  ya  de  otros  autores.  Publicó 
una  biblioteca  predicable,  con  sermones  y  plá- 
ticas dominicales  de  los  más  importantes  sa- 
cerdotes, desde  Granada,  Santander,  Bossuet  y 
Masillón,  hasta  los  modernos.  Creó  con  los  ar- 
tistas que  lo  siguieron,  una  corriente  más  pura 
y  como  un  clima  religioso,  que  dió  a  España 
muchas  obras  de  gran  valor.  Y  durante  muchos 
años  esta  Academia  impuso  también  por  medio 
de  sus  escritores,  un  estilo  puro,  elevado,  que 


•  169 


tuvo  influencia  en  los  distintos  núcleos  socia- 
les. 


Inmovilizado  por  la  terrible  herida,  el  Ar- 
zobispo estaba  todavía  en  Holguin,  sin  poder 
continuar  sus  misiones,  ni  presentarse  en  el 
pulpito.  Así,  cuando  se  anunció  que,  ya  repues- 
to, iba  a  rezar  un  Te-Deum,  en  acción  de  gra- 
cias, fué  un  día   de  júbilo  para  el  pueblo. 

Desde  temprano  se  habían  abierto  todas 
las  puertas,  repicaban  las  campanas,  y  con  sus 
trajes  de  fiesta,  hombres  y  mujeres  invadieron 
las  calles,  con  sus  almidones,  con  sus  terciope- 
los, con  sus  mantillas,  que  se  dirían  florecidas 
de  colores. 

Bajo  el  palio,  el  Santo  entró  a  la  catedral 
alfombrada  y  resonante  de  voces,  y  llevaría  de 
ellos  este  recuerdo  alegre  y  fervoroso.  Ahora 
todos  se  sentían  aliviados  del  peso  del  crimen, 
cometido  allí  entre  ellos,  aliviados  también  del 
miedo  que  habían  tenido  de  perderlo. 

Pero  a  la  noche,  cuando  fueron  a  despe- 
dirlo, los  embargó  de  nuevo  el  pesar  y  lloraban 
todos  en  un  desolador  acompañamiento  de  ve- 
las encendidas,  de  manos  que  temblaban,  de 
pañuelos  en  la  cara,  de  pasos  tristes. 


El  tenía  que  seguir  su  destino  misionero 
por  las  destrenzadas  sendas  de  la  isla,  pero  la 
persecusión  continuaba.  Así  al  pasar  por  Alta- 


no • 


gracia,  adonde  debía  detenerse,  vio  que  la  casa 
que  iba  a  albergarlo  ardía  por  todas  partes. 

El  Dios  de  la  Justicia  impidió  aquel  nuevo 
crimen  que  se  preparaba,  deteniéndole  a  tiem- 
po, demorando  su  marcha.  Pero  la  casona  en  la 
que  pasó  luego  unas  horas,  fué  hecha  cenizas 
al  día  siguiente. 

Desde  entonces,  él  ya  no  aceptó  hospitali- 
dad alguna.  Sabía  que  sus  enemigos  no  se  da- 
rían reposo.  Que  lo  habían  condenado.  Pero  en 
Santiago,  adonde  habían  seguido  con  indigna- 
ción y  angustia  las  vicisitudes  del  viaje,  arre- 
batados por  el  entusiasmo  de  su  llegada,  lo 
vivaban,  gritando: 

— "j  Ya  lo  tenemos  aquí !  ¡  Ya  lo  tenemos 
aquí!" 

Hasta  los  Cabildantes  fueron  a  recibirlo 
como  en  los  grandes  acontecimientos,  con  sus 
casacas  color  coral  y  todas  sus  cruces  prendi- 
das. Y  en  el  salón  arzobispal,  le  fué  entregado 
un  cáliz  de  oro  y  un  pergamino  lleno  de  firmas, 
en  el  que  se  leía  que  el  Padre  Claret,  al  igual 
que  Isaías,  podría  decir  a  Cuba: 

— "¿Qué  habría  que  hacer  por  ti,  que  yo 
no  lo  haya  hecho ?". .  . 


Aquellas  horas  que  parecían  allí  sólo  de 
agradecimiento,  coincidieron  con  el  final  de  los 
ministerios  moderados  españoles,  y  la  subida 
de  Espartero  al  poder,  volvió  a  dar  a  la  campa- 


•  171 


ña  contra  el  Arzobispo  un  tono  aun  más  violen- 
to, llegando  a  hacerse  cargos  a  sus  misioneros, 
y  debiendo  él  tomar  su  defensa  ante  la  Justicia. 
Personas  autorizadas  dijeron  que  el  informe 
que  presentó  entonces,  voluminoso  y  detallado, 
estudiaba  el  asunto  bajo  su  faz  social,  jurídica, 
civil  y  religiosa,  como  cuestión  de  hecho  y  de 
derecho,  y  que  era  una  enérgica  defensa  de  la 
sociedad  y  del  individuo,  de  sus  libertades,  y 
de  los  derechos  humanos. 

Y  en  el  libro  que  escribiera  el  Padre  Clo- 
tet,  llamado  "Resumen  de  la  admirable  vida 
del  Excelentísimo  señor  Clareé',  en  una  de  sus 
páginas  se  recogen  noticias  dadas  sobre  este 
asunto  por  un  padre  de  la  Compañía  de  Jesús, 
que  entonces  estaba  en  La  Habana,  y  que 
dicen:  "Sé  por  juez  competente  en  tal  materia, 
que  fué  alegato  tan  bien  escrito,  que  además 
de  dejar  asombrado  al  señor  Regente  (y  eso  que 
le  era  hostil)  que  éste  pidió  licencia  a  su  autor 
para  copiarlo  como  modelo,  pues  dijo  que  me- 
recía que  se  propusiera  como  obra  maestra;  ha- 
biendo quedado  en  su  virtud  absueltos  en  el  tri- 
bunal Prelado  y  Misioneros". 

De  su  parte  habían  estado  siempre  los  ele- 
mentos sanos  de  aquella  isla.  Y  hasta  el  Arzo- 
bispo de  La  Habana,  que  había  discrepado  en 
ciertos  puntos  con  él,  dijo  entonces: 

— "Ayudémosle  todos  en  su  santa  obra  y 
demos  gracias  al  cielo  que  nos  ha  concedido 
tan  buen  pastor". 

Quedaban,  sin  embargo,  de  pie  los  irre- 


172  • 


conciliables  enemigos  de  ta  Iglesia.  En  Puer- 
to-Príncipe, donde  su  asilo  estaba  terminado, 
el  comandante  de  las  milicias  que  acababa  de 
llegar,  exclamó  al  visitarlo: 

— "¡Magnífico!  ¡Magnífico  para  un  cuar- 
tel!" 

Asi,  con  ese  sarcasmo,  daba  destino  a  la 
gran  obra  del  Santo,  a  aquel  asilo  que  signifi- 
caba su  mejor  esfuerzo. 

Durante  años,  esforzadamente,  había  sido 
levantado,  con  sus  pabellones  para  ancianos  y 
sus  pabellones  para  huérfanos,  con  sus  tierras 
para  labrar,  con  sus  instrumentos  apropiados, 
con  su  granja  experimental,  con  su  gabinete 
de  física  y  su  biblioteca,  y  sus  salones  de  clase, 
y  el  bello  plan  terminado. 

Y  él  había  dado  a  esa  obra  sus  dineros,  su 
inteligencia  y  su  tiempo. 


Pensó  entonces  que  debía  retirarse  de  Cu- 
ba, renunciar  a  su  cargo.  Pero  no  lo  haría  sin 
consultar  con  la  Santa  Sede,  y  escribió  ense- 
guida. 

Meditaba  en  la  conducta  que  habían  se- 
guido otros  sacerdotes  en  situaciones  análogas, 
en  la  posición  que  adoptaron  ilustres  obispos.  .  . 
Bartolomé  de  los  Mártires,  Arzobispo  de  Bra- 
ga, se  había  opuesto,  en  situación  también  muy 
dificultosa,  a  que  renunciara  San  Carlos,  Arzo- 
bispo de  Milán,  y  éste  no  renunció.  Se  acor- 


173 


dó  de  San  Anastasio,  a  quien  se  presentó  una 
situación  similar  a  la  suya.  .  .  Pensaba  en  San 
Juan  Crisóstomo. .  . 

La  respuesta  del  Vaticano  decía: 

"Grande  es  por  cierto  el  gozo  que  senti- 
mos, viendo  ¡oh  venerable  Hermano!  con  cuán- 
to esmero  trabajas  asiduamente  en  cumplir  en 
todas  sus  partes  el  oficio  de  buen  Pastor".  El 
Pontífice  aludía  después  al  atentado,  diciendo 
que  él  también  "había  dado  gracias  al  Dios  Al- 
tísimo e  infinitamente  bueno,  por  haberlo  sa- 
cado benignamente  de  tan  grande  peligro  de 
vida".  , 

Elogiaba  luego  su  actitud  piadosa  frente  al 
asesino:  "No  ignoramos  Nos  la  singular  vir- 
tud que  en  ti  resplandece". .  .  Y  ese  era  el  tono 
de  todo  el  mensaje.  Alabanzas  y  aprobaciones 
por  la  manera  como  profesaba  la  santa  doctri- 
na y  la  llevaba  a  la  perfección.  Hacía  notar  que 
imitaba  los  ejemplos  del  Divino  Redentor 
cuando  con  obras  y  palabras  enseñara  a  amar 
a  los  enemigos.  .  .  "Arrebatan  nuestro  espíritu 
los  eximios  y  religiosísimos  sentimientos  de 
que  está  llena  tu  carta,  con  lo  cual  vemos  con- 
firmarse el  buen  concepto  que  de  ti  habíamos 
formado",  y  le  pedía  que  continuara  en  Cuba. 


La  aprobación  de  Roma  debía  ayudarlo  a 
resistir  las  duras  pruebas  a  que  lo  sometían  los 
hombres.  Seguiría  en  la  isla.  Tal  vez  fuera  su 
deber  morir  allí. 


174  • 


Había  evangelizado  cuatro  veces  cada  pue- 
blo, y  aun  continuaría. 

Así,  misionando,  esperaría  los  días  terri- 
bles que  se  aproximaban. 

Y  fué  entonces  cuando  le  comunicaron  que 
acababa  de  ser  declarado  dogma  de  fe  el  mis- 
terio de  la  Concepción  Inmaculada  de  María. 

Daría  ahora  a  la  Virgen  su  palabra  encen- 
dida y  fervorosa.  Su  estado  de  alma  era  emo- 
cionado y  a  un  tiempo  doloroso,  pues  si  había 
estado  en  trance  de  morir  por  la  religión,  y 
por  la  religión  estaba  siendo  perseguido,  por 
otra  parte  acababa  de  recibir  el  apoyo  y  la 
bendición  del  Santo  Padre. 

¿Cómo  no  escribir  en  esa  hora  y  circuns- 
tancias la  más  bella  de  sus  bellas  pastorales? 
Y  así  lo  hizo.  Y  su  pastoral  fué  luego  impresa 
en  Barcelona  y,  más  tarde,  dada  a  los  moldes 
en  París  y  Madrid. 

Escribió  transportado  de  fe  y  de  agradeci- 
miento, y  cuando  puso  su  firma,  quedó  en  éx- 
tasis. 

Entonces  oyó  una  voz  clara,  clarísima,  la 
voz  de  la  Virgen,  que  dijo: 

— "Bene  escripsisti" .  .  .  Has  escrito  bien. 


Casi  todos  los  sacerdotes  que  llevara  a 
Cuba  estaban  ahora  en  otros  destinos,  y  el  Pa- 
dre Lobo  había  entrado,  en  ese  momento,  en  la 
Compañía  de  Jesús.  El  Santo  no  lo  había  des- 


•  175 


animado,  al  contrario,  aprobó  su  resolución, 
pero  el  Papa  la  censuró,  diciendo: 

— "Más  gloria  daría  a  Dios  peleando  en 
un  campo  de  batalla,  que  combatiendo  desde 
una  fortaleza".  .  .  Sabía  que  Cuba  era  un  cam- 
po de  batalla  y  que  allí  se  precisaban  buenos 
sacerdotes. 

Pero  el  Santo  respetaba  sus  vocaciones  y 
dándoles  consejos,  los  ayudaba  a  partir.  Sin 
embargo  con  cada  partida  se  aumentaba  su  so- 
ledad. Así,  al  salir  de  unos  ejercicios  exclamó 
con  melancolía: 

— Vae  soli .  .  . 

Y  agregó  las  palabras  de  Job : 

— "Dios  me  los  había  dado,  Dios  me  los 
ha  quitado,  bendita  sea  la  voluntad  de  Dios". 


Pronunciaba  un  sermón  en  Baracoa,  en  la 
cátedra  del  Espíritu  Santo,  cuando  le  fué  en- 
tregada una  urgente  esquela,  que  él  guardó  sin 
abrir. 

El  Capitán  General  de  la  Isla  le  comuni- 
caba : 

"S.  M.  la  Reina  desea  que  V.  E.  pase  in- 
mediatamente a  Madrid". 

Y  por  su  cuenta  agregaba  aquél: 

"Creo  que  será  para  hacerlo  Arzobispo  de 
Toledo". 

El  cargo  había  quedado  vacante,  y  la  su- 
176  • 


posición  era  así  bien  fundada.  Pero  Claret  no 
deseaba  ser  Arzobispo  de  Toledo,  ni  quería  as- 
censo alguno:  prefería  quedarse  en  su  cargo  de 
combate. 

Pero  ya  había  sido  puesto  a  su  disposición 
un  barco  de  guerra. 

Consultó  con  sus  familiares.  Estos  opina- 
ron que  una  invitación  de  la  Reina  era,  en  ver- 
dad, una  orden.  ¿  Podía  vacilar? 

Alguno  de  los  sacerdotes  le  hizo  notar  que 
una  desatención  podría  causar  graves  daños  a 
la  Iglesia,  con  lo  cual  ya  no  dudó. 

— "Pues  basta,  ya  está  resuelto."  Y  habló 
de  irse  enseguida,  de  embarcarse  aj  día  si- 
guiente. 

No  pasó  por  su  mente  la  idea  de  que  no 
debía  presentarse  en  la  Corte  con  aquella  sota- 
na descolorida  y  remendada  que  llevaba  pues- 
ta, con  la  que  había  hecho  sus  misiones,  que 
habían  empapado  los  arroyos  y  desgarrado  los 
montes.  Y  costó  convencerlo  que  esperase  dos 
días  a  fin  de  que  le  confeccionaran  una  nueva. 

Y  es  singular  que  sea  este  sacerdote,  al  que 
despreocupaban  las  apariencias  mundanas,  el 
que  fuera  llamado  a  los  círculos  aristocráticos, 
a  relacionarse  con  la  nobleza,  que  tendría  en- 
trada en  todos  los  palacios  y  acaso  sería  hués- 
ped de  los  propios  reyes .  .  . 


El  Arzobispo  partió  de  Santiago  el  22  de 


•  177 


febrero  de  1857.  Con  pena  dejaba  su  diócesis  y 
la  ciudad  quedaba  en  duelo. 

Iba  hacia  La  Habana,  y  allí  se  embarcaría 
en  el  Pizarro  con  destino  a  Cádiz.  En  La  Ha- 
bana, durante  su  breve  estada  pronunció  algu- 
nos sermones  que  comentó  elogiosamente  la 
prensa,  y  que  llenaron  de  fieles  las  iglesias. 

Durante  la  travesía,  bastante  accidentada, 
redactó  sus  "Apuntes",  que  así  llamó  al  pro- 
grama que  se  había  propuesto  seguir  cuando 
se  le  presentó  el  ángel,  pensando  de  nuevo,  que 
su  llamada  a  la  Corte,  pudiera  estar  relaciona- 
da con  el  ansiado  mejoramiento  de  la  clase  sa- 
cerdotal. 

Y  al  llegar  a  Cádiz,  se  los  dió  a  leer  al 
Obispo  Arbolí,  obteniendo  de  éste  una  entu- 
siasta aprobación.  "No  debe  tocarlos  ni  corre- 
girlos", fueron  sus  términos.  "Esa  es  la  doctri- 
na que  todos  debemos  esforzarnos  por  seguir". 

El  Obispo  Caixal,  que  leyó  el  proyecto 
también,  lo  consideró  de  tal  modo  valioso,  que 
lo  mandó  imprimir  sin  pérdida  de  tiempo.  Y 
luego  el  Padre  Claret,  para  llamarle  alguna  vez 
como  él  deseaba  que  se  le  llamase,  envió  los 
apuntes  a  todos  los  obispos,  a  modo  de  con- 
sulta. 

Y  esa  manera  hábil  de  difundir  sus  ideas, 
hizo  exclamar  al  Padre  González  de  Mendoza: 

"Solamente  Dios  pudo  haberle  inspirado  la 
ingeniosísima  idea  de  darlos  a  leer  a  los  señores 
obispos  por  vía  de.  consulta,  pues,  una  vez  leí- 


178  • 


dos,  no  podrán  menos  de  causarles  grande  im- 
presión, despertándoles  del  letargo  en  que  al- 
gunos se  encuentran".  Y  así  fué. 

Los  obispos  respondieron  en  términos  elo- 
giosos y  en  absoluta  conformidad,  menos  al- 
gunos que  quisieron  mostrarse  prudentes,  pe- 
ro diciendo  asimismo  que  todo  estaba  bien. 

Con  ello  emprendía  una  obra  de  gran  tras- 
cendencia, porque  la  reforma,  con  sus  reajus- 
tes y  sus  exigencias,  dió  a  la  Iglesia  Española 
un  grado  de  virtud  extraordinariamente  alto, 
que  llegó  a  llamar  la  atención  en  el  propio  Va- 
ticano. 


El  26  de  mayo  estaba  ya  en  Madrid. 

En  las  esferas  de  gobierno  se  sospechaba 
también  que  había  sido  llamado  para  que  ocu- 
para el  Arzobispado  de  Toledo,  y  quién  sabe, 
si  se  temía  que  así  fuese...  Algunos  decían 
que,  cuando  debió  ser  presentada  a  la  Reina  la 
lista  de  los  obispos  españoles,  con  motivo  de 
esa  vacante,  la  recorrió,  y  pidió  luego  que  se 
le  diera  la  de  los  obispos  de  Ultramar,  y  que, 
al  ver  su  nombre,  se  detuvo  sonriente,  y  que 
enseguida  ordenó  que  se  le  llamara. 

Pero  los  políticos  no  lo  querían.  Precisa- 
ban sacerdotes  más  fáciles  de  manejar  o  de 
convencer,  sin  su  rigidez,  capaces  de  hacer 
concesiones,  y  en  cierto  modo  también,  hom- 
bres de  mundo.  Por  lo  tanto,  si  llegaba  a  plan- 
tearse el  nombramiento,  ellos  se  opondrían. 


•  179 


Se  oponía  también  a  esa  posibilidad,  aque- 
lla extraña  confidente  de  la  Reina,  Sor  Patro- 
cinio, que  por  todos  los  medios  a  su  alcance  lo 
evitaba,  ya  fuera  hablando  de  otros  con  elogio, 
ya  objetando  que  por  ser  éste  catalán,  no  sería 
nunca  del  agrado  de  los  madrileños. 

Y,  en  cuanto  a  los  ministros,  manejaron 
las  cosas  con  tal  habilidad,  que  el  Arzobispo 
de  Burgos  pasó  a  ocupar  el  cargo  en  Toledo. 

Todo  esto  sucedía  mientras  Claret  iba  ha- 
ciendo la  travesía,  sin  aspirar  al  cargo,  presen- 
tándose únicamente  por  obediencia,  y  no  por 
ambición. 

Pero,  ¿por  qué  se  pensó  en  él? 

Algunos  creyeron  que  su  nombre  debió 
ser  pronunciado  por  la  Nunciatura,  debido  al 
concepto  que  de  él  se  tenía  en  Roma.  Pero  la 
Reina  negó  esa  intervención,  y  dijo  que  lo  ha- 
bía hecho  llamar  porque  recordaba  que  hacía 
tiempo  había  oído  alabar  sus  virtudes,  y  sabía 
de  algunos  de  sus  milagros. 


Esta  vez  los  políticos  habían  vencido  a  la 
Reina  y  habían  desbaratado  sus  planes.  Por 
eso  fué  que  ella  resolvió  hacerlo  su  confesor. 
Pero  no  dejó  que  su  proyecto  trascendiera  y 
sólo  habló  del  asunto  con  Madre  Micaela  del 
Santísimo  Sacramento,  la  que  será  más  tarde 
fundadora  de  la  Congregación  de  las  Adora- 
trices,  y  a  quien  ella  pidió  que  la  preparara  pa- 


180  • 


ra  hacer  confesión  general  con  un  sacerdote 
que  había  mandado  llamar. 

Pero  a  pesar  de  sus  precauciones,  se  quiso 
impedir  que  lo  designara  y  ella  tuvo  que  sos- 
tener con  energía  que  la  penitente  debe  ele- 
gir su  confesor,  como  el  enfermo  elige  su  mé- 
dico; así,  al  recibir  al  Arzobispo  Claret,  le  ofre- 
ció el  cargo. 


— "¡Qué  sorpresa!  ¡Qué  confusión!",  con 
esos  términos  escribía  al  Obispo  Caixal. 
Y  le  decía: 

"Yo  no  soy  a  propósito,  yo  no  tengo  genio 
palaciego".  .  . 

Pero  aún  no  sabía  a  lo  que  se  exponía.  Esa 
penitente,  además  de  ser  reina,  era  una  mujer 
ingobernable,  que  llevaba  en  las  venas  sangre 
de  aquella  Princesa  de  Parma,  su  abuela,  la 
esposa  de  Carlos  IV,  de  vida  tan  ostensible- 
mente pecadora;  era  hija  de  Fernando  VII,  el 
príncipe  que  no  vaciló  en  acusar  a  su  padre  y 
a  su  madre  ante  el  pueblo  y  ante  un  monarca 
extranjero,  para  conseguir  el  trono;  era  hija 
de  María  Cristina  de  Nápoles,  princesa  de  tem- 
peramento arrebatado,  y  que,  en  las  horas  de 
la  Regencia,  levantó  las  iras  españolas;  y  era 
impulsiva  y  ligera  ella  también.  Y  en  ese  mo- 
mento tenía  un  amante. 

De  físico  opulento  como  el  de  una  figu- 
ra de  Rubens,  muy  blanca  de  tez,  de  ojos  cla- 
ros, rosada,  alegre,  divertida,  frivola,  lógica- 


•  181 


mente  festejada  y  mimada,  tal  era  a  grandes 
rasgos  la  futura  penitente  del  Santo. 

Y  él  seguiría  humilde,  sencillo,  virtuoso, 
él  que  sólo  amaba  la  pobreza,  él  que  sólo  pen- 
saba en  Dios.  ¿Sería  escuchado  por  los  cora- 
zones orgullosos  de  aquella  corte?  ¿Tendría 
influencia  con  aquellos  hombres  indolentes  pa- 
ra la  piedad,  desobedientes  a  los  mandamien- 
tos de  la  Iglesia? 

¿Qué  podría  hacer  entre  ellos  quien  toda- 
vía no  había  aprendido  a  mirar  de  frente  a  las 
mujeres,  y  acaso  ni  a  persona  alguna? 


De  él  se  contaba  que,  cierta  vez,  que  an- 
daba recorriendo  pueblos,  una  mujer  le  detuvo 
preguntándole : 

— ¿No  me  conoce?.  . . 

Nunca  la  había  visto,  ni  la  veía  tampoco 
en  ese  momento. 

Yo  soy  el  ama  de  la  casa  del  cura  de  tal 
pueblo,  adonde  usted  estuvo  haciendo  misio- 
nes. .  . 

Y  por  única  respuesta,  él  dijo: 
— Y  ¿el  señor  cura  está  bueno?.  .  . 
No  eran  las  suyas,  evidentemente  condi- 
ciones para  figurar  en  una  corte,  ni  para  en- 
contrarse cómodo,  ni  acaso  para  resultar  a  los 
otros  agradable. 


Fué  instado  a  aceptar  y  para  ello  se  le  exo- 
182  • 


neró  de  su  cargo  en  Cuba.  Pero  él  impuso  con- 
diciones. Exigió  que  no  se  le  hiciera  interve- 
nir en  política;  que  cumplida  su  misión,  que- 
dara libre  para  ocuparse  de  sus  obras;  que  no 
viviría  en  Palacio,  como  lo  hacían  sus  antece- 
sores; y  aún,  que  no  se  le  obligaría  a  hacer 
antesalas.  ¿Hubo  error  en  aceptar?... 

Las  autoridades  eclesiásticas  pidieron  que 
aceptara  por  el  bien  de  la  Iglesia,  y  se  cree  que 
hasta  el  Sumo  Pontífice  le  escribió.  Se  pensa- 
ba que  su  virtud  y  su  piedad  tendrían  allí  cam- 
po más  ancho  para  defender  la  religión. 

Pero  el  cargo  era  muy  delicado.  La  com- 
plicada situación  política,  con  un  gobierno  ad- 
verso a  la  Iglesia  volvía  en  extremo  difícil  la 
misión.  Asimismo  todos  sus  biógrafos  han  sos- 
tenido que  supo  manejarse  bien.  Y  Monseñor 
Buenaventura  Monzón,  Arzobispo  de  Granada, 
que  estudió  después  su  actuación  de  entonces, 
demostró  cómo  las  supremas  autoridades  apre- 
ciaron favorablemente  la  que  él  llamó  "sabia 
conducta",  diciendo  que  "en  su  comprometida 
situación  gobernaba  lo  mejor  posible  la  con- 
ciencia de  la  pobre  Isabel,  presa  y  juguete  de 
las  ambiciones  políticas.  Y  creyendo  que  fué 
elegido  "providencialmente"  dijo  que  "fué  un 
excelente  confesor  y  director,  no  sólo  de  la 
Señora  y  de  la  Dama,  sino  también  de  la  So- 
berana y  de  la  Reina,  como  no  podían  en  con- 
creto separarse".  Sostuvo  que  "supo  como  po- 
cos, y  quizá  como  nadie,  conciliar  la  sencillez 
de  la  paloma  con  la  astucia  necesaria  de  la  ser- 


183 


píente,  para  no  enredarse  nunca  ni  dejarse  en- 
redar ni  por  las  secretas  tramas  palaciegas  ni 
por  las  intrigas  de  los  partidos  políticos  que  se 
disputaban  el  Poder  y  se  quitaban  de  las  manos 
las  riendas  del  gobierno,  y  para  conservar  ín- 
tegra e  inviolable  la  santa  libertad  e  indepen- 
dencia de  su  sagrado  ministerio".  Y  en  su  lar- 
ga exposición,  en  aquella  defensa  del  pre- 
lado, decía  también: 

"Yo  creo  que  el  señor  Claret,  en  el  difici- 
lísimo cargo  de  confesor  de  Su  Majestad  la 
Reina  no  procedió  ni  se  gobernó  por  las  so- 
las luces  de  la  razón  y  por  las  solas  reglas 
de  una  prudencia  meramente  humana,  sino 
que...  procedía  impulsado  por  el  divino  Espí- 
ritu que  moraba  en  su  corazón,  y  dirigido  por 
las  luces  sobrenaturales  de  la  prudencia  infusa, 
que  sin  duda  le  comunicó  el  Señor  que  lo  eli- 
gió para  aquel  cargo  y  lo  obligó  a  permanecer 
en  él  hasta  el  fin".  . . 


En  verdad  su  presencia  repercutió  en  la 
corte  y  en  Madrid  de  manera  muy  sensible.  Se 
habló  de  muchas  conversiones,  de  que  las  igle- 
sias estaban  ahora  concurridísimas,  que  en  los 
hospitales  se  le  esperaba  como  a  un  ángel,  — tal 
la  palabra  pronunciada; —  se  dijo  también  que 
quinientos  sacerdotes  habían  concurrido  a  los 
primeros  ejercicios  que  dió  en  la  casa  de  los 
Padres  Paúles,  y  muchos  más,  en  los  siguien- 
tes. 


184  • 


Los  opositores,  advertidos,  maquinaban 
maneras  de  alejarlo.  ¿Qué  mejor  que  simular 
ante  la  Reina  el  propósito  de  una  reparación, 
y  proponerle  que  le  ofreciera  el  Arzobispado 
de  Zaragoza?.  .  .  Y  ella,  sin  estudiar  el  asunto, 
satisfecha  con  lo  que  parecía  ofrecerse,  se  lo  di- 
jo. Pero,  ¿acaso  podía  ocupar  honestamente 
un  cargo  en  Zaragoza  y,  a  un  tiempo,  otro  en 
Madrid?  Ella  no  vió  la  incompatibilidad,  ni  que 
era  para  comprometerlo  y  para  alejarlo. 

Para  él,  es  cierto  que  hubiera  sido  la  libe- 
ración y  así  respondió  que,  si  ella  lo  deseaba, 
iría,  pero  para  quedarse  allá  y  no  ser  ya  su  con- 
fesor. 

Fué  entonces  cuando  Isabel  comprendió  lo 
que  se  quería,  y  qué  sentido  tenía  lo  que  llama- 
ban reparación.  Y  él  tuvo  que  seguir  en  Ma- 
drid, que  era  entrar  definitivamente  en  la  tor- 
menta. 


Su  penitente  oía  misa  a  las  siete,  comul- 
gaba a  menudo,  parecía  arrepentida  y  prome- 
tía cambiar  de  conducta,  realizando,  además, 
obras  piadosas;  pero  próximo  ya  el  nacimiento 
de  quien  iba  a  ser  Alfonso  XII,  daba  motivos 
todavía  para  que  se  murmurara. 

El  Gabinete  había  intervenido  y  hasta 
amenazado  con  una  dimisión  colectiva.  El 
Nuncio  tuvo  con  ella  infructuosas  entrevistas. 
Su  confesor,  que  la  había  amonestado  ya, 
anunció  su  viaje  a  Roma,  previniendo  que  no 


•  185 


volvería  a  la  corte.  Ella  se  mostró  dispuesta  a 

enmendarse,  y  llorosa  le  pidió  que  no  se  fuera. 
Pero  en  la  Reina  todo  era  contradicción.  ¿Có- 
mo creer  entonces  en  sus  palabras?  El  Padre 
Claret  exigió  que  el  oficial  que  motivaba  el  es- 
cándalo saliera  inmediatamente  de  Madrid.  Y 
se  le  dieron  a  aquél  sus  pasaportes. 

Era  una  batalla  ganada.  Hubo  como  una 
pausa  de  cordura,  de  recuperación  moral,  de 
sentido  de  su  responsabilidad.  Pero  unos  me- 
ses después,  normalizada  su  vida,  volvía  a  su 
actitud  desafiante,  y  hasta  despreciativa  para 
su  pueblo,  que  exigía  una  dignidad  real. 

Narváez  y  los  demás  ministros  tenían  re- 
sueltas ya  sus  renuncias.  El  Padre  Claret  no 
iba  a  Palacio,  y  había  cancelado  hasta  las  lec- 
ciones de  la  Princesita,  y  preparaba  su  partida. 
Solamente  un  diplomático,  como  lo  era  Mon- 
señor Antonelli,  Nuncio  de  Su  Santidad,  po- 
día creer  en  soluciones  y  buscarlas.  Y  él  fué 
quien  concertó  una  entrevista  de  la  Reina  con 
su  confesor,  que  se  llevó  a  cabo,  y  que  éste 
calificó  de  muy  severa. 

En  ella  el  Padre  impuso  exigencias  y  pre- 
vino que  se  alejaría  hasta  que  ellas  se  cumplie- 
ran. • 

La  Reina  tuvo  para  ello,  un  término.  De- 
bía cohabitar  con  el  Rey,  el  favorito  tendría 
que  salir  de  Madrid  y  debía  ser  alejada  de  la 
corte  la  camarera  infiel,  que  había  ayudado  al 
deshonor  de  la  Reina. 


"Dichosos  los  que  caminan  sin  mancilla, 


186  • 


los  que  andan  en  la  Ley  del  Señor".  La  ver- 
güenza no  los  toca  ni  tendrán  asco  a  los  re- 
cuerdos. 

El  meditaba  en  el  perdón  de  los  pecados. 
Pero  a  pesar  de  su  piedad,  sabía  que  aquella  pe- 
cadora se  arrepentía  y  volvía  a  sucumbir. 

Por  eso  ahora  seguía  en  Yich. 

Había  regresado  a  los  suyos  y  recomen- 
zaba las  evangelizaciones.  Como  al  principio 
estaba  rodeado  de  conciencias  puras.  Y  daba 
otra  vez  ejercicios. 


De  todos  los  conventos  acudían  ahora  pa- 
ra pedirle  reglas. 

Los  suyos  querían  imitar  su  virtud,  copiar 
sus  sacrificios,  trataban  de  dormir  apenas,  no 
querían  comer.  El  tuvo  que  decirles: 

"Si  el  Señor  me  ha  concedido  la  gracia  de 
poder  vivir  sin  comer,  no  es  necesario  que  la 
haga  a  los  demás'',  y  quiso  que  tomaran  tam- 
bién el  indispensable  descanso.  E  hicieron  co- 
mo él  mandaba,  porque  va  para  todos  era  un 
Padre. 


Mientras  tanto  seguían  llegando  de  Ma- 
drid insistentes  cartas.  Le  decían  que  el  oficial 
que  él  exigiera  alejar,  estaba  en  Yenecia :  que 
el  Rey  había  sido  visto  repetidas  veces  en  Pa- 


•  187 


lacio;  y  la  Reina  pedía  recomenzar  los  ejerci- 
cios espirituales.  ¿No  debía  volver? 

El  nunca  la  había  acusado  totalmente.  La 
tenía  lástima.  Sabía  sus  dificultades.  "¡Qué  pe- 
ligros hay  en  los  palacios  para  salvarse!"  de- 
cía. 

Y  "el  ángel  del  Buen  Consejo",  como  lo 
llamó  alguno  de  los  Papas,  consideró  que  de- 
bía volver  a  la  zona  de  fuego. 


En  algún  momento  el  Santo  había  dicho: 

"Dios  se  sirve  de  los  mundanos  para  pu- 
lir nuestra  alma".  Comprendía  las  tentaciones 
que  ofrece  el  mundo  y  que  hay  que  rechazar, 
que  obligan  a  estar  en  guardia.  No  era  igual 
que  vivir  en  los  campos  o  en  las  aldeas.  Pero, 
no  por  ello  había  que  sucumbir. 

Al  llegar  a  Madrid  encontró  a  un  sacer- 
dote, que  andaba  por  las  calles  disfrazado  de 
civil.  Dicen  que  lo  miró  de  tal  manera,  que,  sin 
palabras,  lo  condenó.  Y  el  sacerdote,  que  ha- 
bía cedido  un  instante  a  aquel  medio  turbador, 
decía : 

— "¡  Oh  la  mirada  del  Padre  Claret !  No  la 
puedo  olvidar.  Parecía  que  leía  los  repliegues 
de  mi  corazón" .  .  . 


Sin  embargo  la  alta  sociedad  madrileña 
veneraba  ya  al  Santo,  como  lo  veneraban  los 


188  • 


campesinos  y  los  aldeanos.  En  Santo  Tomás,  la 
gente  "se  apiñaba''  para  escucharlo.  La  pren- 
sa comentaba  que  la  Corte  había  cambiado  de 
costumbres  y  que  se  notaba  en  ella  una  orga- 
nización "casi  conventual".  Era  ya  el  confesor 
de  la  mayor  parte  de  las  camaristas  y  de  las 
azafatas,  y  la  Reina  había  mandado  imprimir 
para  ellas,  ediciones  de  lujo,  del  "Camino  Rec- 
to" y  de  los  "Ejercicios  Espirituales''. 

También  llamaba  la  atención  que  la  Rei- 
na no  asistía  ahora  a  las  actividades  puramen- 
te mundanas,  que  los  teatros  daban  piezas  mo- 
rales, que  no  se  gastaba  tanto  en  "convites", 
como  él  pidiera  y  que  empleaban  grandes  su- 
mas en  obras  piadosas. 

Pero  ni  sus  gustos  ni  su  modalidad  eran  a 
propósito  para  la  corte,  aunque  muchos  igno- 
raran hasta  qué  extremo  esa  vida  le  era  pe- 
nosa. 


Pío  Zabala  dice  que  resignadamente  acep- 
taba aquellos  sinsabores  como  amargos  sorbos 
de  un  cáliz  de  pasión. 

Algunos  conocieron  el  fondo  de  su  amar- 
gura, de  su  secreta  desesperación,  si  esta  pa- 
labra puede  emplearse.  Hay  cartas  suyas  re- 
veladoras de  aquel  estado  de  ánimo  tan  sacri- 
ficado. En  una,  a  la  Madre  París,  aquella  monja 
fundadora,  expresa  que  "estar  en  la  Corte  era 
el  mayor  contratiempo  de  su  vida,  y  que  a  ve- 


•  189 


ees  le  daban  ganas  de  salir  corriendo  como  un 
loco". 

A  muchos  habló  de  su  desagrado,  y  de  que 
si  no  hubiera  tenido  tanto  que  hacer,  se  habría 
muerto  de  pena. 

Le  confesó  al  padre  Sala  que  se  encontra- 
ba como  un  perro  atado  a  cadena...  Y  a  la 
Madre  Sacramento  escribía  también  en  térmi- 
nos angustiados:  "Me  siento  como  enclavado 
en  la  cruz",  agregando,  "Ayúdeme  a  desencla- 
varme!" Era  su  destierro,  según  decía;  era  su 
suplicio.  Y  hasta  dijo:  "Si  oye  que  me  he  es- 
capado, no  se  extrañe".  .  . 

"Dios  me  ha  mandado  a  este  destino  pa- 
ra que  sea  mi  Purgatorio".  .  .  Y  en  cierto  mo- 
mento confidencial  murmuró  a  los  oídos  del 
Padre  Curríus  que  oir  a  la  Reina  era  para  él 
una  penitencia.  .  . 

"Siempre  estoy  suspirando  por  salir;  soy 
como  un  pájaro  enjaulado  que  va  siguiendo  las 
varitas  para  ver  si  puede  escapar".  .  . 

¡Hasta  llegó  a  desear,  así  consta,  que  se 
produjera  una  revolución  que  lo  echase! 


"Yo  mismo  no  sé  que  razón  darme".  Pen- 
saba que  debía  ser  una  gracia  que  el  Señor  le 
otorgaba  para  que  no  pusiera  afición  en  las 
grandezas,  honores  y  riquezas  del  mundo. 

"Reconozco  que  esta  repugnancia  que  sien- 


190  • 


to  es  un  gran  bien  para  mí,  y  todos  los  días  ha- 
go votos  de  resignación  a  la  voluntad  de  Dios" 
porque  constataba:  "Sólo  me  agrada  que  nada 
me  agrade".  .  . 

"Estoy  convencido  Señor,  que  así  como  al 
agua  del  mar  le  habéis  dado  el  salobre  y  la 
amargura  para  que  se  conserve  pura,  así  a  mí 
me  habéis  concedido  la  sal  del  disgusto  y  la 
amargura  del  fastidio  en  la  corte  para  que 
me  conserve  limpio  del  mundo". 


Así,  se  daba  en  lo  posible  a  su  vida  de  igle- 
sia, de  prédicas,  de  ejercicios,  de  oración".  Hoy 
a  la  una  — decía  en  algún  momento —  celebra- 
ré de  Pontifical  en  la  Capilla  Real  del  Palacio 
a  la  que  asistirán  los  reyes  y  los  príncipes:  a 
las  seis  empezaré  la  novena  que  predicaré  en 
los  Italianos:  a  las  diez  rezaré  las  vísperas  de 
la  Purísima:  luego  los  maitines:  y  a  las  doce 
en  punto  cantaré  la  misa  Pontifical... 

El  Obispo  de  Avila,  admirado  en  cierta 
ocasión  de  esa  actividad  suya,  no  tenía  pala- 
bras para  elogiarlo,  v  afirmaba  que  desde  el  6 
de  diciembre  en  que  había  empezado  a  confe- 
sar, hasta  terminadas  las  ceremonias  del  8,  no 
había  tomado  ni  un  vaso  de  agua.  Y  esa 
era  su  vida  en  la  corte.  De  ahí  que  hasta  en  la 
prensa  se  comentara  "su  fecunda  incansabili- 
dad'\  Se  dijo  que  habiendo  tantos  confesores 
reales,  desde  el  tiempo  de  los  Ramones  Nona- 


•  191 


tos  y  de  los  Vicentes  Ferrer,  ninguno  podía 
compararse  con  el  Padre  Claret  en  ese  minis- 
terio no  interrumpido,  en  el  que  pasaba  de  la 
predicación  al  confesionario,  y  de  las  pláticas 
o  ejercicios  a  las  Hermandades,  de  las  visitas  a 
los  enfermos  y  a  los  hospitales,  a  las  cárceles  y 
a  los  indigentes,  y  de  los  ejercicios  a  los  niños, 
a  su  obra  de  escritor,  y,  que  en  dos  años,  se 
había  hecho  moralmente  dueño  de  Madrid. 
"El  Nuncio  exclamaba:  "Es  una  bendición  de 
Dios  para  Madrid  el  que  a  ella  haya  llegado 
el  egregio  Arzobispo:  por  él  se  aviva  el  espí- 
ritu católico,  los  eclesiásticos  que  desean  cum- 
plir su  ministerio  tienen  un  guía  y  un  maestro; 
la  palabra  de  Dios  fructifica  y  convierte  a  des- 
creídos y  corrompidos". 

Don  Juan  Vargas,  Canónigo  de  Puerto 
Rico  que  recién  lo  había  conocido,  lamentaba 
no  haberlo  encontrado  antes.  Consideraba  que 
"era  angelical",  tal  su  término.  Y  que  asimis- 
mo, aunque  fuera  tarde  para  él,  podría  "toda- 
vía seguir  sus  máximas",  ya  que  no  podía  imi- 
tarse su  ejemplo,  como  decía,  por  ser  inimi- 
table. 

No  había  hora  para  cumplir  con  la  gente 
que  asistía  a  su  confesionario.  Se  dijo  que  en  esa 
última  Semana  Santa  se  habían  confesado,  gra- 
cias a  sus  prédicas,  más  penitentes  que  en  toda 
la  Cuaresma  del  año  anterior;  que  la  misa  de 
las  Agustinas,  que  celebraba  a  las  tres  de  la 
madrugada,  estaba  concurridísima  y  que  en 
las  calles  se  embotellaban  los  coches  pertene- 


192  • 


cientes  a  todos  los  que  a  esa  hora  esperaban 
confesión. 

Pronunciaba  ya  entonces  hasta  tres  ser- 
mones diarios.  Los  periódicos  elogiaban  sus 
"sublimes  discursos" ;  hablaban  hasta  de  su 
manera  de  santiguarse,  de  prosternarse,  y  se 
decía  que  tenía  conmovida  a  toda  España. 
"Mosén  Claret  está  en  los  dinteles  del  cielo", 
se  escribía.  Hasta  la  prensa  de  París  hablaba 
de  él,  diciendo  "que  había  que  llamar  a  la  fuer- 
za pública,  por  los  tumultos  que  se  hacían  en 
las  calles,  de  tantos  que  acudían  a  escucharlo. 
Dijeron  también  que  los  oyentes  entusiasma- 
dos lo  vivaban;  y  que,  como  en  Cuba,  habían 
sacado  los  caballos  de  su  coche. 

"Parece  un  Apóstol  de  los  tiempos  pasa- 
dos"... 

"La  voz  es  de  Jacob,  pero  las  manos  son 
de  Esaú",  dijeron,  acordándose  de  aquella  de- 
finición del  Patriarca  Isaac,  y  afirmaban  que  la 
voz  era  humana  por  el  sonido,  pero  que  las 
palabras  eran  divinas.  .  .  "Voz  de  Dios  y  no  de 
hombre;  jamás  ha  hablado  hombre  alguno  co- 
mo este  hombre" .  .  .  Cuando  apoyó  la  obra  de 
San  Vicente  de  Paul,  se  sostuvo  que  ésta  ha- 
bía recibido  los  cariños  de  Dios.  .  .  "Es  uno  de 
los  ángeles  humanizados"...  "Desarmaba  los 
odios".  .  .  Hasta  se  dijo  que  por  él  se  había  de- 
sistido de  llevar  a  cabo  una  revolución,  que  es- 
taba pronta  a  estallar.  .  . 

Y  la  Reina  pidió  al  Nuncio,  que,  de  ser 


•  193 


posible  nombrar  otro  cardenal  español,  se  le 
designara  cardenal. 


Todo  eran  alabanzas.  Sólo  se  escuchaban 
elogios.  Y  según  el  Conde  Cheste,  recibía  gran- 
des muestras  de  respeto,  pudiendo  ser  confir- 
mación de  sus  Palabras,  el  relato  de  un  epi- 
sodio de  Palacio,  contado  por  un  testigo  pre- 
sencial. 

Estaban  en  las  antecámaras  reales  como 
unas  trescientas  personas  esperando  paciente- 
mente su  turno.  Entre  ellas  pasaban  los  impor- 
tantes personajes  políticos  y  militares  y  los  no- 
bles allegados  a  los  reyes.  Pero  nadie  se  inmu- 
taba y  a  su  paso  no  se  hacían  muestras  de 
aprecio  ni  de  admiración.  Se  seguía  esperando. 
Pero  cuando  fué  anunciado  el  Confesor,  todos, 
precipitadamente  y  contraviniendo  órdenes, 
dejaron  sus  sitios  y  fueron  hacia  61  para  be- 
sarle el  anillo,  y  dicen  que,  de  no  poder  hacerlo, 
besaban  los  extremos  de  la  muceta  y  la  mante- 
leta de  sus  capisayos.  Y  que  se  había  dicho  en- 
tonces que  así  era  siempre. 


Pero  él  huía  a  esos  ambientes  amables  y 
mundanos.  Asistía  a  las  fiestas  oficiales  que  le 
era  imposible  rechazar  y  se  advertía  el  sacri- 
ficio. 

Se  sentaba  a  la  mesa  de  los  banquetes  sin 


194  t 


apartarse  de  su  línea  de  privaciones,  sin  probar 
carne,  ni  aves,  ni  pescado,  ni  manjar  alguno,  ni 
tampoco  vino,  y  pasaba  el  tiempo  jugando  con 
el  tenedor  para  disimular. 

Sin  embargo,  en  una  ocasión,  hizo  una 
protesta  formal.  ¡Cuántas  veces  había  callado 
cosas  que  juzgaba  inconvenientes!  Pero  ahora 
una  dama  principal,  que  ocupaba  el  asiento 
frente  al  suyo,  llevaba  un  vestido  en  extremo 
escotado,  que  él  consideró  escandaloso.  Miró 
entonces  a  la  Reina  con  severidad.  Pero  el  ves- 
tido se  encuadraba  en  las  normas  de  la  etique- 
ta palaciega...  La  Reina,  nerviosísima,  vaci- 
laba. No  sabía*  que  actitud  asumir.  Posible- 
mente no  podía  asumir  ninguna.  Pero  él  insis- 
tió con  una  mirada  severa. 

Por  los  asistentes  pasó  como  un  escalofrío. 
El  conflicto  estaba  planteado.  Y  en  medio  de 
una  gran  inquietud  y  de  aquella  incertidumbre, 
dijo  lo  suficientemente  fuerte  para  ser  oído: 
— "O  se  cubre,  o  se  marcha,  o  me  marcho".  Y 
la  dama  ofendida  se  retiró,  quedando  en  los 
comensales  esa  serenidad  que  adquiere  el  mar 
después  de  los  temporales,  con  una  capa  lisa 
sobre  la  turbulencia  de  adentro. 


No  iba  a  perdonarse  sin  embargo  a  este 
sacerdote,  el  dominio  que  tenía  sobre  la  Reina 
y  también  sobre  los  pueblos. 

Además,  le  había  tocado  actuar  en  uno  de 


•  195 


los  momentos  más  difíciles  de  la  España  ca- 
tólica, y  lógicamente  fué  el  centro  de  todos  los 
odios  y  de  todos  los  ataques  que  a  ella  se  ha- 
cían. Un  violento  laicismo,  consecuencia,  aun- 
que tardía,  de  las  ideas  de  la  Revolución  Fran- 
cesa, había  invadido  a  España,  y  desde  1835 
el  clero  venía  siendo  tenazmente  perseguido. 
Los  librepensadores,  con  osadas  directivas, 
arrastraban  a  elementos  irrespetuosos,  y  lo  pre- 
sionaban con  su  campaña  virulenta.  Y  lo  gra- 
ve es  que  Isabel  tenía  que  gobernar  con  ellos, 
con  sus  adversarios,  y  éstos  eran  los  que  le  ha- 
cían la  guerra.  No  iban  por  cierto  contra  ella, 
que  era  fácil  de  someter  y  de  engañar.  No  preo- 
cupaba tampoco  la  monarquía,  porque  el  pue- 
blo español  amaba  la  monarquía  y  los  republi- 
canos aun  contaban  poco;  pero  había  que  des- 
hacerse del  Arzobispo  Claret,  que  era  una  de 
las  cumbres  de  la  Iglesia  de  aquel  país,  y  que 
muchos  tenían  ya  por  "el  hombre  moralmente 
más  fuerte  del  siglo  XIX". 

Se  le  calumniaba  precisamente  porque 
molestaba  su  ética,  y  para  destruir  la  impresión 
que  provocaba  en  tantos.  Se  quería  terminar 
con  su  prestigio,  derribar  su  pedestal.  Y  la 
campaña  fué  implacable.  No  se  vaciló  ni  en  es- 
grimir la  infamia,  ni  el  veneno,  ni  el  puñal.  Por- 
que el  hecho  de  que  no  interviniera  en  política, 
de  que  no  censurase  actos,  ni  siquiera  se  inclina- 
ra a  hombres,  ni  pronunciara  una  palabra  a  fa- 
vor de  ninguno,  ni  para  la  obtención  de  un 
simple  empleo,  no  bastaba  a  sus  enemigos,  y 


196  • 


aunque  se  mantuviera  aparte  de  las  cosas  del 
mundo,  se  sabía  que  su  sola  presencia  marcaba 
normas. 


Bajaba  los  escalones  del  pulpito  en  la  igle- 
sia de  San  José,  cuando  un  hombre  conmovido 
corrió  hacia  él,  y  lo  abrazó  llorando,  lo  besó, 
y  repetidamente  le  pedia  perdón.  Se  había 
comprometido  a  asesinarlo.  Le  habían  dado 
cuarenta  días  para  cumplir  su  juramento.  Y  he 
aquí,  que  al  ir  a  poner  en  ejecución  el  plan,  se 
había  arrepentido. 

Como  éste,  otro  llegó  a  su  casa,  diabóli- 
camente enviado,  y  frente  a  él  no  pudo  actuar. 
Xo  podía  decir  a  qué  iba,  y  ante  las  bondado- 
sas preguntas  del  prelado,  como  respuesta,  en- 
tregó su  arma. 

Muchas  veces  fué  así. 

Un  gentilhombre  de  Palacio,  cuyo  nombre 
no  importa,  contaba  que  oyó  cómo  Claret  sa- 
liendo del  confesionario,  dijo  enérgicamente  a 
un  hombre  de  blusa,  que  se  acerca  como  pe- 
nitente: 

— "¡Arroje  usted  ese  puñal!"  V  que  a  su 
vista,  el  otro  lo  había  tirado.  Eran  los  posibles 
ejecutores  de  los  solapados  planes  de  sus  ene- 
migos. Ninguno  de  ellos  iba  a  obrar  por  sí 
mismo,  y  esto  es  lo  que  interesa  saber. 


Y  ahora  la  Reina  lo  designaba  Protector 

•  197 


de  la  Iglesia  y  del  Hospital  de  Monserrat,  re- 
liquias históricas,  que  había  que  salvar  de  la 
desidia  y  del  abandono  en  que  iban  quedando. 
Eran  edificios  construidos  en  1616,  y  que  es- 
taban por  desmoronarse.  No  podía  celebrarse 
acto  alguno  en  la  iglesia  y  el  hospital  estaba  ce- 
rrado. 

El  lo  hizo  todo.  Dirigió  la  reconstrucción 
arquitectónica,  mandó  apuntalar  los  muros, 
afirmar  las  torres  y  cambiar  las  tiranterías  y 
los  pisos.  Después  ensanchó  la  sacristía  que 
casi  no  tenía  espacio.  Mandó  remozar  los  alta- 
res. Compró  un  órgano.  Encargó  casullas,  dál- 
máticas,  capas  pontificales  y  cuanto  era  nece- 
sario. Y  todo  quedó  pronto  y  los  actos  religio- 
sos empezaron  a  cumplirse  como  al  principio. 

Después  se  ocupó  del  hospital,  desde  el  edi- 
ficio, hasta  las  camas,  hasta  las  ropas,  hasta  la 
farmacia.  Escribió  sus  reglamentos  y  puso  al 
frente  del  establecimiento  a  las  Carmelitas  de 
la  Caridad. 

Estudió  luego  el  archivo  de  la  Iglesia,  que 
también  reorganizó  y  estableció  clases  para 
mujeres  y  niñas. 


Este  Santo  de  vida  tan  devota,  de  oración 
y  de  éxtasis,  llevaba  esa  existencia  activísima 
y  de  lucha,  de  iniciativas  y  de  obras  difíciles. 
Pero  el  día  que  no  pasaba  trabajos,  él,  como 


198  • 


Santa  Teresa,  se  quejaba  a  Dios,  exclamando: 
— "¡  Señor!  ¿Qué  os  he  hecho  hoy  para  que 
no  me  favorezcáis?  O  sufrir,  o  morir;  no 
morir,  sino  sufrir.  Dios  haga  de  mí  que  soy  un 
mal  sacerdote,  un  buen  mártir". 

Y  Dios  lo  oyó,  porque  su  vida  fué  un  per- 
manente martirio. 

¿No  se  le  llamaba  ya  entonces,  "el  gran 
perseguido" ? . . . 

Sólo  que  ese  perseguido  era  también  un 
combatiente. 


El  ángel  se  le  presentó  de  nuevo  en  Ma- 
drid. La  aparición  era  igual,  pero  ahora  supo 
mejor  lo  que  debía  combatir.  Lo  instruyó  con 
palabras  más  precisas,  designando  como  peli- 
gros el  comunismo,  y  los  cuatro  archidemonios 
que  traerían,  el  amor  de  los  placeres  y  el  amor 
al  dinero,  en  primer  término.  Habló  de  las  gue- 
rras que  vendrían  y  de  sus  consecuencias,  y  de 
que  él  y  sus  compañeros  debían  imitar  a  los 
Apóstoles  Santiago  y  San  Juan,  en  su  celo,  en 
su  castidad  y  en  el  amor  a  Jesús  y  a  Alaría. 

Ahora  sabía  claramente  cual  debía  ser  su 
misión  y  que  debía  enseñar  a  sus  misioneros 
también  a  cumplirla  y  a  mortificarse.  Y  la  Vir- 
gen se  le  presentó  después  de  la  aparición  y 
cuando  tenía  ya  hecho  su  propósito  y  le  dijo: 


•  199 


— "Así  harás  fruto,  Antonio". 


¡Con  qué  fervor  cumplía  ahora  su  misión, 
en  Madrid,  en  La  Granja,  en  todos  los  pueblos, 
en  todas  las  ciudades! 

Nada  lo  distraía,  no  perdía  un  segundo  en 
cosas  vanas.  Al  visitar  San  Sebastián,  alguien 
se  ofreció  a  mostrarle  las  bellezas  urbanas,  el 
puerto,  los  alrededores.  Su  respuesta  suavísi- 
ma, de  agradecimiento,  de  excusa,  fué  sin  em- 
bargo, definitiva: 

— "Yo  sólo  quiero  almas".  .  . 


Y  él  iba  recogiendo  almas. 

Un  día  predicaba  elocuentemente  en  una 
iglesia  nueva.  De  pronto  quedó  absorto,  como 
en  contemplación  de  cosas  únicamente  visibles 
para  él.  Y  un  momento  después,  con  voz  segu- 
ra, terminante,  dijo  que  un  alma  acababa  de 
convertirse. 

Los  que  llenaban  la  iglesia  quedaron  inte- 
rrogantes y  deslumhrados.  Pero  él  no  los  veía. 
Solamente  veía  aquella  alma.  Y  dijo: 

— "¿Me  oyes  pecadora?". . . 

Y  se  dijo  que  en  el  impresionante  silencio 


200  • 


de  la  espera,  se  escuchó  un  sollozo,  y  tembló 
un  "sí",  que  hizo  llorar  a  todos. 


Las  multitudes  lo  seguían  como  antes.  Iba 
ahora  por  un  pueblito  montado  en  un  pollino, 
como  Jesús,  y  al  modo  de  los  apóstoles  lo  acom- 
pañaban varios  sacerdotes.  Y  la  gente  no  lo  de- 
jaba andar,  porque  todos  querían  recibir  su 
bendición,  y  se  cruzaban  por  ello  en  su  camino. 

Revolucionaba  a  los  pueblos,  los  conmo- 
vía, los  transformaba.  Tenía  sobre  ellos  el  as- 
cendiente que  alcanzara  con  las  primeras  evan- 
gelizaciones. 

Cuando  fué  a  Segovia,  se  leyó  en  los  dia- 
rios: "Aunque  la  jornada  de  SS.  MM.  al  sitio 
Real  de  San  Ildefonso  no  nos  hubiera  repor- 
tado otras  ventajas  que  la  venida  del  Excelen- 
tísimo Señor  Arzobispo  don  Antonio  Claret, 
deberíamos  estar  agradecidísimos  a  la  miseri- 
cordia y  admirable  Providencia  de  Dios". 

Se  dijo  que  allí  los  sacerdotes  combinaban 
las  horas  de  sus  ocupaciones  para  poder  escu- 
char los  ejercicios  que  daba,  y  que  en  la  igle- 
sia de  San  Esteban,  repleta  siempre,  podía 
oírse  la  respiración.  .  . 

"Ha  pasado  el  invierno  — se  decía —  ha 
desaparecido  la  frialdad,  la  pereza,  el  pecado 
que  tanto  ofende  a  Dios",  porque  se  realizaba 
como  un  renacimiento  y  todo  se  despertaba  a 
su  paso,  que  daba  a  los  pueblos  una  vida  nueva, 


•  201 


y  que  era  como  un  soplo  de  esperanza  y  de 
fervor. 

Y  fué  así  en  Aranjuez,  en  Córdoba  y  en 
todas  partes. 


La  Reina,  con  su  comitiva  y  el  Arzobispo 
estaban  ahora  en  Arévalo,  y  allí  las  autorida- 
des y  vecinos  de  Avila  se  presentaron  para  pe- 
dir que  fuera  restablecido  el  culto  en  El  Esco- 
rial. 

En  1847,  don  Pedro  Egaña,  había  hecho 
esa  misma  gestión  sin  resultado  alguno.  Poco 
tiempo  después  era  el  Marqués  de  Miraflores 
el  que  se  presentaba  con  igual  solicitud  y  tam- 
bién sin  resultado.  En  1854,  por  una  Real  Or- 
den, se  había  establecido  una  comunidad  de 
Jerónimos,  que  un  mes  después,  un  cambio  de 
gobierno  hizo  reemplazar  por  seglares,  y  desde 
entonces  el  Monasterio  de  San  Lorenzo  se  ha- 
llaba abandonado. 

Ante  este  pedido,  la  Reina,  con  esa  espon- 
taneidad característica  suya,  se  volvió  hacia  su 
confesor,  mandando: 

— "Usted  se  encargará  de  esto''. 

Y  esa  misma  noche  el  Padre  Claret  per- 
maneció en  el  monasterio  hasta  el  alba  para  in- 
formarse y  estudiar  todas  las  posibilidades. 


La  obra  que  se  le  daba  para  restaurar,  era 
202  • 


nada  menos  que  el  monumento  que  se  tenia 
por  la  Octava  Maravilla  del  mundo.  Construido 
por  Felipe  II,  en  sus  horas  de  esplendor,  era 
palacio  v  tumba  de  reyes,  iglesia,  monasterio, 
museo,  biblioteca  y  archivo.  Y  todo  había  (fuc- 
ilado abandonado  y  estaba  ruinoso. 

Había  soportado  temblores  de  tierra;  cua- 
tro rayos  habían  atravesado  sus  techos ;  un  in- 
cendio mantuvo  ardiendo  durante  quince  días 
una  de  sus  alas  y  había  sido  saqueado  repeti- 
das veces,  robadas  valiosas  joyas,  importantes 
obras  de  arte.  Y  a  todo  había  que  restituir  su 
vida  y  su  belleza. 

Ya  no  se  abrían  las  ventanas;  estaban  mu- 
das sus  cincuenta  y  nueve  campanas;  en  la 
Iglesia  no  se  celebraba.  Habían  sido  saca- 
dos sus  muebles.  Los  corredores  estaban  de- 
siertos y  en  los  que  fueran  sus  espléndidos  jar- 
dines pastaban  los  animales. 

El  5  de  agosto  de  1858  el  Padre  Claret  to- 
mó posesión  oficial  del  monumento.  Se  ocupó 
de  todo  lo  que  correspondía  a  su  restauración 
arquitectónica,  embaldosamiento  y  pinturas. 
Amuebló  después  sus  trescientos  dormitorios, 
sus  salas  de  estudio,  organizó  sus  archivos,  el 
gabinete  de  física  y  el  de  historia  natural.  Res- 
tauró las  imágenes,  enmarcó  los  cuadros,  com- 
pró cinco  pianos  y  un  armonio,  mandó  arreglar 
el  órgano,  luego  los  candelabros.  Embelleció 
sus  jardines,  mandó  plantar  diez  mil  árboles; 
se  ocupó  del  molino,  que  no  funcionaba;  del 


•  203 


palomar,  en  el  que  hizo  poner  quince  mil  nidos; 
se  construyeron  acueductos  para  subir  el  agua 
a  las  fuentes  y  pisos  altos;  y  todo,  sin  pesar 
en  las  finanzas  públicas. 

La  Reina  asi  lo  dirá  un  día,  ante  sus  minis- 
tros y  el  Rector  de  la  Universidad,  que,  en  rui- 
nas le  costaba  veinte  mil  duros  anuales,  y  aho- 
ra en  plena  marcha  y  con  su  Comunidad  de 
religiosos,  sus  oficios  y  sus  colegios  de  prime- 
ra y  segunda  enseñanza,  no  pesaba  ni  sobre  el 
Estado,  ni  sobre  la  Corona. 


Aquella  reconstrucción  de  El  Escorial  era 
tarea  abrumadora,  y  era  una  de  sus  muchas 
tareas.  Había  que  rehacer  la  obra,  y  darle  es- 
píritu a  esa  obra.  Y  él  logró  todo.  Instaló  aho- 
ra la  Comunidad  "españolísima1',  como  se  di- 
jo, de  los  Jerónimos,  que  ya  en  otros  tiempos 
habían  tenido  a  su  cargo  el  monasterio,  pero 
que  en  este  momento  lo  hacían  con  reglas  pa- 
recidas a  las  que  él  fijara  para  los  Hijos  del 
Corazón  de  María.  Y  él  siguió  ocupándose  del 
colegio,  del  seminario,  de  los  profesores,  eli- 
giéndolos, y  disponiéndolo  todo. 

Deseaba  hacer  una  obra  perfecta,  que  lleva- 
ra a  perfectos  resultados.  Y  tanto  se  cuidaban 
los  detalles,  que  cuando  su  secretario  escribía 
a  las  parroquias  para  que  enviaran  aspirantes 
a  seminaristas,  compenetrado  con  el  espíritu 
del  Director,  decía  que  no  mandaran  sino 
elementos  con  buenas  condiciones  intelectuales 


204  • 


y  morales,  para  que  no  se  avergonzaran  luego 
junto  a  los  otros.  Pero  Claret,  sobre  todo,  exi- 
gía que  tuvieran  el  espíritu  del  sacerdocio. 

— "¡Dios  mío,  exclamaba  con  frecuencia, 
haced  que  los  que  os  sirvan  no  desmaven  nun- 
ca r. 

Y  echó  del  seminario  a  diez  y  siete  estu- 
diantes, porque  su  indisciplina  perjudicaba. 


Preparó  también  los  programas  de  estudio 
de  cada  materia  por  separado,  disponiendo  la 
forma  en  que  habían  de  ser  estudiadas.  En  lite- 
ratura hacía  alternar  autores  religiosos  y  pro- 
fanos v  estudiarlos  también  gramaticalmente. 
Y  se  ocupó  de  que  estudiaran  ciencias  y  músi- 
ca, y  muy  especialmente  también  idiomas,  des- 
de los  corrientes  hasta  el  árabe  y  el  sánscrito.  Y 
debido  a  esta  enseñanza  tan  intensa,  se  dice 
que  los  seminaristas  llegaron  a  cantar  el 
Evangelio  en  diez  lenguas.  Sus  programas,  por 
otra  parte,  no  sólo  fueron  seguidos  en  muchos 
otros  seminarios,  sino  aprovechados  también 
y  tomados  como  ejemplo  para  legislar. 


El  Arzobispo  de  Toledo  negó  sin  embargo 
a  estos  estudiantes  el  título  que  les  correspon- 
día, y  que  debía  dar  el  Seminario  de  Tole- 
do, por  depender  de  éste,  el  de  El  Escorial. 

¿Qué  razón  tuvo?.  .  . 


•  205 


No  se  sabe  sino  que  hubo  un  raro  empe- 
cinamiento. 

Y  el  Obispo  de  Avila,  decía: 

— "¡  Ojalá  hubiera  tenido  yo  en  mi  dióce- 
sis una  proporción  semejante!" 

El  conflicto  fué  solucionado  después  por 
el  Arzobispo  de  Salamanca,  que  se  ofreció  a 
dar  el  título  negado. 

Pero  este  hecho  muestra  una  mala  volun- 
tad, ya  muchas  veces  sospechada. 

Y  el  Padre  Aguilar  narra  en  su  obra  un 
hecho  que  informa  a  este  respecto: 

"Acompañaba  una  vez  don  Dionisio  Gon- 
zález al  Siervo  de  Dios  en  ocasión  en  que  el 
Cardenal  Fray  Cirilo  de  Alameda  reprendía  a 
éste  con  severidad,  por  un  hecho  del  que  era 
del  todo  inocente.  Media  hora  había  durado 
ya  la  increpación,  cuando  don  Dionisio,  no 
pudiendo  soportar  más,  se  levantó,  acercóse 
al  oído  del  Cardenal,  que  era  muy  sordo  y  le 
dijo:  "Eminentísimo  Señor,  sobre  el  Cardenal 
de  Toledo  está  Dios".  Y  así  cesó  la  reprensión, 
que  no  recibía  de  parte  del  Padre  Claret  sino 
esta  respuesta: 

"¡Bendito  sea  Dios!".  .  . 

Y  comenta  a  este  propósito  el  Padre  Gon- 
zález de  Mendoza  que  el  Padre  Claret  tenía  un 
genio  fuerte  y  propenso  a  la  ira,  pero  que  nun- 
ca cambiaba  el  tono  ordinario  de  la  voz,  ni 


206  • 


cuando  tenía  razones,  — como  en  este  caso — 
para  perder  la  calma. 

Por  eso  hablando  de  él,  el  Rmo.  Xifré 
decía : 

— "Poseía  una  mansedumbre  heroica". 


Tal  vez  su  silencio  animaba  a  algunos  a  en- 
sañarse con  él.  No  se  precisaban  causas  para 
ello.  Bastaba  saber  que  él  no  se  iba  a  defender. 
Así,  fué  cómo  un  parlamentarista,  Ruiz  Zorri- 
lla, interpeló  en  cierto  momento,  al  Ministro 
del  Interior,  y  dijo  que  la  fundación  del  Cole- 
gio de  El  Escorial  no  se  había  ajustado  a  las 
leyes.  Directamente  se  quería  atacar  a  Claret. 
Pero  la  mala  fe  quedó  demostrada,  cuando,  des- 
pués de  una  larga  hora  de  violencia,  debió  con- 
fesar que  en  verdad  no  había  visto  los  docu- 
mentos a  que  se  refería. 

Y  este  no  fué  un  caso  aislado.  Se  procedía 
de  esa  manera,  para  crearle  un  ambiente  hostil, 
para  desprestigiarlo,  y  a  muchos  las  mentiras 
llegaron  a  parecer  verdades. 

Un  personaje,  alejado  de  los  ambientes 
gubernamentales,  que  fué  llamado  a  ocupar  un 
ministerio  debió  expresarse  así: 

— "Yo  creía  como  el  vulgo  que  el  Padre 
Claret  manejaba  las  cosas  de  Gobierno  — que 
era  una  de  las  tantas  falsedades  que  se  divul- 
gaban—  y,  agregó:  y  lo  creía  hasta  que  entré 


•  207 


en  el  Ministerio;  porque  entonces  conocí  por 
experiencia  que  el  vulgo  y  yo  estábamos  equi- 
vocados". 

Pero  ¿quién  engañaba  al  vulgo,  si  no  eran 
precisamente  los  políticos? 

Así,  hasta  después  de  muerto,  todavía,  se 
hacían  correr  las  mismas  falsas  versiones.  El 
señor  Pérez  Cantalapiedra  sostuvo  en  la  Cáma- 
ra "que  en  la  época  isabelina  se  había  dado  el 
caso  de  un  confesor  que  representaba  en  el  or- 
den político  un  papel  más  importante  que  el 
de  los  ministros  de  la  Corona  y  de  las  mis- 
mas Cortes".  Y  tuvo  que  desmentirlo  el  Obis- 
po de  Urgel,  para  que  aquél,  al  hallarse  en 
blanco,  dijera  que  él  no  había  pronunciado 
nombres. 


Pero  había  una  razón,  una  enconada  ra- 
zón, de  los  días  en  que  era  Confesor,  y  es  que 
con  frecuencia  se  le  pedía  su  intervención,  sin 
que  nunca  se  lograra.  Alegaban  que  con  ésta 
o  aquélla  actitud  defendería  la  posición  católi- 
ca, y  así  mismo  se  mantenía  inflexible.  Com- 
prendía que  aquéllos  jugaban  como  en  una 
mesa  de  juego,  — así  decía: —  y  que  cada  par- 
tido se  movía  por  intereses  personales  o  me- 
diocres; y  ningún  caudillo  le  perdonaba  que 
rehusara  auxiliarlo  con  su  influencia  que  hu- 
biera sido  decisiva. 

Cada  palabra  que  se  pronunció  contra 


208  • 


él  fué  movida  por  la  baja  venganza  de  los 
ambiciosos,  que  exaltaban  al  pueblo. 

Sin  embargo,  mientras  pasaban  las  tur- 
bas vociferando  bajo  sus  ventanas,  no  se  le 
oyó  una  sola  palabra  de  enojo,  y  sí  sólo 
decir: 

"El  Día  del  Juicio  me  devolverán  la  fama". 


"Aceptaré  gustoso  todos  los  desprecios 
de  cualquier  parte  que  vengan" .  .  . 

Y  era  así  en  él,  que  entre  las  gran- 
dezas andaba  despojado,  y  que  pasó  junto 
a  las  cosas  más  bellas  y  tentadoras,  con 
aquel  mismo  viejo  deseo,  de  morir  en  un 
hospital,  o  en  un  patíbulo. 

;Para  qué  había  de  defenderse  entonces, 
si  aquellas  calumnias  podían  llevarlo  por  su  ca- 
mino? 

Pero  mientras  era  discutido,  era  también 
venerado.  Sólo  que  él,  se  sentía  como  el  polvo 
que  está  sobre  las  cosas,  y  que  se  debía  qui- 
tar. .  . 


Estaba,  y  había  estado  siempre,  por  enci- 
ma de  los  honores  y  de  las  alabanzas.  Y  en 
aquél  instante  vivía  todavía  con  una  humil- 
dad asombrosa.  Así  se  le  veía  muchas  veces,  a 
altas  horas  de  la  noche,  barrer  la  Iglesia  de 


•  209 


El  Escorial,  o  lavar  los  pisos  con  un  balde  y 
un  trapo,  y  fregar  la  cocina  con  los  legos,  y 
servir  la  mesa  a  los  estudiantes,  y  salir  a  abrir 
la  puerta,  o  con  un  farol,  acompañar  a  los 
visitantes  que  se  demoraban. 

Había  renunciado  antes  a  los  privilegios 
y  comodidades,  a  los  placeres,  a  los  gustos; 
también  renunciaba  al  amor  propio.  .  .  Porque 
sólo  así  daba  a  Dios  su  corazón,  todo  su  cora- 
zón, sin  dejar  nada  para  él. 


Pero  ni  las  calumnias,  ni  los  ataques,  ni 
las  humillaciones,  disminuían  la  autoridad  del 
Prelado.  Y  cuenta  a  este  propósito,  uno  de 
los  confesores  de  El  Escorial,  don  Jenaro  Es- 
pina, un  episodio  lleno  de  un  interés  distinto. 

Un  sacerdote  joven,  sobrino  del  que  na- 
rrara el  hecho,  pronunciaba  un  sermón  en 
el  mismo  Escorial  y  ante  un  auditorio  que  con- 
taba con  la  propia  Reina  Isabel,  con  la  Empe- 
ratriz Eugenia,  con  el  Emperador  de  Marrue- 
cos Muley  Abbas  y  el  Patriarca  de  las  Indias, 
cuando  el  predicador,  cometió  un  error  o  des- 
lizó una  inconveniencia.  Y  entonces,  Claret  que 
estaba  de  espaldas  al  pulpito,  tal  vez  con  sor- 
presa, tal  vez  con  desagrado,  volvió  la  cabe- 
za, — dijo  aquél,  que  "majestuosamente" —  y 
le  lanzó  dos  miradas  fulminantes. 

Y  tan  grande  pareció  el  reproche,  la  recon- 
vención, que  el  joven  sacerdote  empezó  a  tar- 


210  • 


tamudear,  y  vacilando  y  a  tropezones  terminó 
su  discurso,  que  empezara  con  tanta  sol- 
tura. 


Regularmente  daba  entonces  pláticas  en 
una  casa  de  corrección  fundada  por  quien  será 
un  día  Santa  Micaela.  Era  una  obra  piadosa,  e 
importante,  también,  desde  un  punto  de  vista 
social.  Pero  sus  prédicas  encontraban  en  mu- 
chas, una  dura  resistencia.  De  las  asiladas,  una, 
sobre  todo,  mantenía  siempre  una  posición  in- 
solente, y  reía  con  sarcasmo,  cuando  él  habla- 
ba. Pudo  agotar  la  paciencia  del  Santo.  Sin 
embargo,  suavemente  él  seguía  enseñando  su 
doctrina  redentora. 

Pero,  un  día,  aquella  mujer  pareció  ya  in- 
domable, y  a  los  consejos  respondía  jactándose 
de  tener  veinte  años,  como  si  la  rectitud,  la  mo- 
ral, la  fe,  fueran  problemas  de  ocasos,  y  el  sa- 
cerdote apenado  tuvo  que  decirle: 

— "Hija  mía,  mira  que  acaso  no  puedas  re- 
petir tus  expresiones" .  .  . 

Aludía  a  sus  atrevidas  respuestas,  a  su  ac- 
titud de  desafío  a  Dios.  Pero  él  sólo  pronunció 
aquellas  escasas  palabras. 

¿Anunciaban  un  castigo?...  A  la  noche 
la  pecadora  enfermó  de  la  lengua,  y  pocos  días 
después  moría  sin  haber  podido  hablar. 


•    21  1 


— "Yo  soy  solamente  un  instrumento  de 
Dios",  exclamaba  él. 

No  era  su  voluntad  la  que  se  cumplía.  Co- 
mo las  gracias,  también  los  castigos  venían  de 
arriba,  y  unos  y  otros  llegaban  a  quienes  de- 
bían recibirlos.  Asimismo  mucha  gente  negaba 
sus  verdades  o  las  desdeñaba. 

— "¿Os  resolverías  a  creer,  dijo  en  otro 
hospicio,  si  Dios  hiciera  entre  vosotros  un  pro- 
digio?" 

Ellas  dijeron  que  así  creerían. 

Entonces  el  sacerdote  anunció  que  algu- 
nas de  ellas  morirían  pronto.  Y  no  dijo  una,  si- 
no algunas.  .  .  ¿Cómo  creer  que  decía  verdad, 
si  estaban  sanas,  si  eran  jóvenes,  robustas,  y  se 
sentían  llenas  de  vida? 

Pero  unos  días  después,  cayó  el  techo  de 
uno  de  los  dormitorios,  mientras  dormían,  y 
varias  de  ellas  murieron. 


Su  poder  era  grande. 

Pero  llevaba  una  vida  de  pruebas. 

En  medio  de  un  temporal,  cuando  el  vien- 
to sacudía  su  puerta,  se  oyeron  golpes  más 
fuertes.  Era  un  hombre  que  llamaba  al  sacer- 
dote para  dar  los  sacramentos  a  un  moribundo. 

Bajo  una  fuerte  lluvia  caminaron  largo 
rato.  Una  iglesia  dió  las  doce.  Entraron  en  los 

212  • 


barrios  bajos,  hasta  llegar  a  una  casa  mísera, 
con  la  puerta  abierta  y  la  escalera  a  oscuras. 

El  hombre  que  lo  guiaba  había  explicado 
por  el  camino  que  el  moribundo  no  quería  con- 
fesarse sino  con  él.  Iba  preocupado,  y  apenas 
hablaron.  Allí  le  dio  unas  cerillas  para  que  se 
alumbrara,  pues  él  quedaría  abajo  para  no  in- 
comodar. 

Con  la  llama  vacilante,  Claret  entró  al 
cuarto  fúnebre  y  se  acercó  a  la  cama,  en  la  que 
el  penitente  esperaba  inmóvil. 

Había  llegado  tarde. 

Llamó,  y  su  guía  subió  espantado. 

Aquella  sorpresa  le  reveló  todo.  Entonces 
levantó  las  sábanas,  y  debajo,  la  mano  muerta 
apretaba  un  puñal. 

El  cómplice  lloraba  ahora  pidiendo  per- 
dón. Confesó  sus  planes.  Entre  ambos  habían 
querido  matarlo.  La  razón  no  importa.  El  sa- 
cerdote no  se  inmutó.  "Bendita  sea  la  Provi- 
dencia y  alabados  sus  inexorables  designios", 
fueron  sus  palabras.  Y  lo  dejó  ir  sin  darlo  a  la 
Justicia,  pero  haciéndole  ver  cómo  Dios  casti- 
ga sin  palo  ni  piedra,  y  que  ese  es  el  castigo 
que  hay  que  temer. 


Es  que  se  iba  buscando  su  muerte  para  ha- 
cer cesar  su  apostolado,  para  acallar  su  voz. 

— "El  amor  de  Cristo  nos  apremia"  decía 


213 


él  mientras  tanto,  siguiendo  apuradamente  sus 
misiones. 

"El  amor  de  Cristo  nos  apremia"  era  el 
lema  de  su  escudo  arzobispal :  "Charitas  Christi 
urget  nos".  Y  vivía  para  cumplir  el  precepto. 
¡A  cuántos  llevó  así  al  buen  sendero!  Y,  ¡cuán- 
tos hombres  doctos  buscaban  su  consejo! 

El  Obispo  de  Avila  decía  a  la  Madre  Sa- 
cramento, esa  fundadora  que  luego  será  cano- 
nizada : 

— "Dé  gracias  a  Dios  que  le  ha  concedido 
tan  buen  piloto".  Y  cuando  ésta,  por  algún  mo- 
tivo acudía  a  él,  volvía  a  elogiar  a  su  insustitui- 
ble director,  agregando: 

— "Usted  alcanzará  la  paz  del  alma  cre- 
yendo y  dejándose  llevar  por  el  Señor  Claret". 


Y  ese  mismo  Obispo  que  se  expresara  en 
términos  admirativos  sobre  la  inteligencia  y 
la  piedad  del  Santo,  solía  decir: 

— No  he  encontrado  en  mi  vida  personas 
más  virtuosas  que  la  Hermana  Caridad  y  el 
Padre  Claret.  . . 

Esa  opinión  debía  ser  general  entre  quie- 
nes, por  seguir  su  mismo  camino,  apreciaban 
mejor  las  condiciones  del  Santo.  Por  eso  es  que 
lo  llamaban  de  todos  los  conventos,  de  todas 
las  congregaciones.  El  canónigo  de  Monte  Rey, 
de  Granada,  le  pedía  un  plan  para  las  Religio- 


214  • 


sas  de  Cristo.  El  Instituto  de  Siervas  de  Jesús, 
en  ese  mismo  momento,  le  pedía  otro,  y 
uno  más  las  Hermanas  Filipenses.  Querían  su 
aprobación  las  Hijas  del  Inmaculado  Corazón 
de  María;  guiaba  a  las  Terciarias  Capuchinas, 
a  las  Terciarias  Dominicas  y  a  las  Terciarias 
Carmelitas.  Intervino  en  la  fundación  de  las 
Hermanas  Capuchinas  de  la  Divina  Pastora, 
en  la  fundación  de  las  Hermanas  Dominicas  de 
la  Anunciata;  dió  un  reglamento  al  Instituto 
de  María  Inmaculada  y  de  la  Enseñanza,  y  a  las 
casas  de  Cuba,  Tremp  y  Reus,  de  la  Madre 
París. 

Era  el  conductor,  el  consejero.  Asimismo, 
él,  que  podía  enseñar,  teniéndose  por  menos 
que  ninguno,  decía  a  un  penitente  muy  devoto: 

— "Usted  que  tanto  ama  a  Dios,  enséñeme 
a  amarlo  más" .  . . 


Era  amar  a  Dios,  sin  embargo,  ofrecerle 
su  vida,  como  él  lo  hacía.  Era  amarlo,  llevarle 
cientos  de  almas,  miles  de  almas.  Era  amarlo, 
mantener  aquella  constante  evangelización,  el 
permanente  sufrimiento  a  que  lo  exponían  sus 
enemigos,  y  la  exaltación  con  que  ayudaba  a 
su  gloria.  Era  amor  también  su  fervor  encen- 
dido, ese  amor  que  inundaba  todo  su  ser,  se- 
gún decía,  en  forma  tal,  que  al  terminar  la  mi- 
sa, quedaba  siempre  durante  media  hora  aniqui- 
lado. 


•  215 


Y  era  amar  a  Dios,  evidentemente,  pasar 

veinticuatro  horas  orando  de  rodillas,  sin  levan- 
tarse un  segundo,  sin  hacer  un  gesto,  como  al- 
gunos lo  vieron  en  la  Basílica  de  El  Escorial, 
inmóvil  como  una  estatua. 


— "¡Oh  Dios  mío!  Vos  sois  mi  gloria  y  mi 
fin".  Así  decía,  y  así  era. 

Y  Dios  correspondió  a  aquel  amor. 

Era  el  26  de  agosto  de  1861.  Rezaba  en  la 
iglesia  del  Rosario,  en  La  Granja,  aquella  pro- 
piedad de  los  reyes.  Daban  las  siete  de  la  tar- 
de, una  hora  todavía  de  luz.  Largo  rato  llevaba 
el  Santo  recogido,  absorto,  cuando  el  Señor  se 
le  presentó  para  concederle  la  gracia  de  la  con- 
servación de  las  especies  sacramentales  y  tener 
siempre  día  y  noche,  el  Santísimo  Sacramento 
en  el  pecho. 

— "Glorifícate  et  pórtate  Deum  in  corpore 
vestro",  le  había  dicho. 

La  gracia  mística  iba  a  ser  ahora  continua. 
Ya  no  pasaría  por  el  Santo,  como  por  los  otros, 
solamente  durante  el  breve  instante  de  la  co- 
munión. El  espíritu  de  Dios  permanecería  en  él. 

Su  emoción  debió  ser  inmensa.  Pero  sólo 
habló  de  que  ahora  debía  andar  muy  recogido 
y  devoto  interiormente. 

Y  en  el  documento  autógrafo  que  guardan 


216  • 


los  Archivos  Claretianos  de  Vich,  según  afir- 
man los  autores  españoles,  está  escrita  una  me- 
ditación, la  número  27,  con  fecha  de  12  de  oc- 
tubre de  ese  mismo  año,  que  dice : 

— ''En  mi  vivir  ya  no  soy  quien  vivo;  es  el 
mismo  Cristo  quien  vive  en  mí". 


Al  otorgarle  tan  preciosa  gracia,  el  Señor 
recomendó  también  al  Santo  que  debía  hacer 
frente  a  los  problemas  de  España,  a  un  tiempo 
que  le  recordaba  cómo  sin  méritos  ni  talento 
y  sin  influencia  de  personas,  lo  había  hecho  su- 
bir de  lo  más  humilde  de  la  plebe  al  puesto 
más  encumbrado,  al  lado  de  los  reyes  de  la 
tierra,  y  ahora  lo  ponía  al  lado  del  Rey  del 
Cielo. 

Entonces  él  comprendió  por  qué  estaba  allí 
y  por  qué  debía  quedarse. 

Las  palabras  de  Dios  habían  sido  precisas, 
y  el  mandato  lo  recibía  el  Santo  justamente  en 
el  año  en  que  la  unidad  del  Reino  de  Italia  cau- 
sara a  la  Iglesia  la  pérdida  de  los  Estados  Pon- 
tificios. 

Aquel  grave  acontecimiento  ya  tenía  o  es- 
taba teniendo  repercusión  mundial.  Se  consi- 
deraba un  acto  de  guerra  al  Catolicismo  y  un 
agravio  a  sus  supremas  autoridades;  y  de 
acuerdo  a  sus  distintas  ideologías,  muchos  paí- 
ses iban  manifestando  sus  opiniones.  ;Oueda- 


•  217 


ría  España  al  margen,  sin  pronunciarse  en  nin- 
gún sentido? 

España,  con  su  reina  católica  y  su  gobier- 
no liberal,  tenía  un  problema  difícil  de  resolver. 
Beneficiaba  en  ese  momento  a  la  monarquía,  el 
hecho  de  que  Narváez,  temperamento  modera- 
do, espíritu  conservador,  que  seguía  una  políti- 
ca de  equilibrio,  estuviera  al  frente  del  Gabi- 
nete. Pero  los  ministerios  se  sucedían  con  ra- 
pidez de  vértigo.  Ninguno  contaba  seriamente 
con  el  apoyo  parlamentario,  se  volvían  ense- 
guida impopulares  y  debían  dimitir.  ¿En  quién 
se  apoyaría  la  Reina  cuando  la  Corte  exigiera 
una  decisión?  Hasta  el  Rey  consorte,  esa 
figura  incolora  y  que  carecía  de  todo  as- 
cendiente, por  circunstancias  especiales,  iba  a 
ser  un  adversario  de  la  Reina.  Llegaba  en  ese 
momento  de  Francia,  al  parecer  comprometido 
con  Napoleón  III  a  apoyar  la  unidad  italiana. 
Pero  Isabel  había  dicho  que  prefería  perder  la 
vida  a  firmar  el  reconocimiento.  ¿  Fué  acaso,  por 
eso,  que  con  un  pretexto  cualquiera,  Narváez 
perdía  la  dirección  del  Ministerio,  y  se  obliga- 
ba a  la  Reina  a  sustituirlo  con  O'Donnell,  sea 
como  fuere? 

Fué  la  forma  de  preparar  su  claudicación. 


Las  bellas  palabras  de  la  Reina  iban  a  ve- 
nirse abajo  con  estrépito. 

Tal  vez  nunca  pensó  que  tuvieran  que 
218  • 


cumplirse. .  .  Y  había  escrito  al  Papa  a  fin  de 
llegar  a  una  solución,  porque  esperaba  una  res- 
puesta amable  y  conveniente  a  sus  intereses. 

La  contestación  fué  clara  y  categórica,  y 
decía : 

"No  se  me  oculta  la  difícil  situación  en 
que  se  halla  Vuestra  Majestad  y  conozco  que 
en  el  sistema  parlamentario  el  Soberano  se  ha- 
lla muchas  veces  impedido  de  poner  por  obra 
las  resoluciones  que  conoce  se  habrían  de  to- 
mar; sin  embargo  estas  resoluciones  jamás 
pueden  ni  deben  admitirse  si  ellas  son  contra 
la  justicia.  Por  esta  sola  razón  comprenderá 
fácilmente  Vuestra  Majestad  que  mi  consejo 
será  siempre  contrario  al  reconocimiento  de 
una  usurpación". 

¿Esperaba  ella  esta  respuesta? 

Pero  ya  antes  el  clero  español  le  había  in- 
dicado su  deber.  Los  obispos  dieron  una  comu- 
nicación que  era  una  censura  a  la  posibi- 
lidad del  reconocimiento  y,  en  la  que  se  esta- 
blecía su  posición.  El  manifiesto,  tomado  por 
desafío  al  gobierno  liberal,  tuvo  por  conse- 
cuencia la  separación  del  Obispo  de  Burgos,  en 
su  cargo  de  Ayo  del  Príncipe,  pero  todavía  la 
Reina  vacilaba. 

Al  verla  titubeante,  su  Confesor  le  había 
hecho  sentir  el  significado  de  la  grave  decisión. 
Y  había  prevenido  que  se  retiraría  de  la  Corte, 
si  la  eventualidad  llegaba  a  producirse. 

Por  su  parte,  él  también  había  pedido  ins- 


•  219 


trucciones  a  Roma,  para  ajustarse  a  los  más 
estrictos  intereses  de  la  Iglesia  y  esperaba  la 
respuesta,  que,  en  ese  tiempo  de  correos  moro- 
sos, aún  no  había  llegado. 

Eran  los  prolegómenos. 


En  aquel  verano  presagioso,  la  Corte, 
igual  que  los  días  esplendorosos,  vivía  despre- 
ocupadamente, horas  casi  bucólicas  en  la  pose- 
sión de  los  reyes,  en  San  Ildefonso. 

El  Confesor,  mientras  tanto,  repartía  sus 
tareas  entre  Madrid  y  La  Granja. 

Nada  parecía  precipitarse. 

Y  él  estaba  en  la  capital,  cuando  los  minis- 
tros se  presentaron  a  la  Reina,  a  fin  de  tratar 
asuntos  urgentes,  y  entre  ellos,  éste  tan  grave. 

Es  probable  que  se  haya  aprovechado  el 
momento  en  que  ella,  sin  la  presencia  de  su 
director  espiritual,  pudiera  ser  presa  más  fácil. 
Sabían  que  su  voluntad  era  débil,  y  desde  luego 
que  no  conseguiría  argumentar  frente  a  ellos, 
que  no  podría  defender  su  posición.  Se  le  dijo 
que  con  ese  acto  desarmaba  a  la  oposición  y  al 
pueblo  que  estaba  ya  enconado  contra  la  mo- 
narquía, pronto  a  levantarse,  y  que  era  enemi- 
go de  la  religión,  y  que  al  firmar  salvaba  la  co- 
rona. Fué  como  un  asalto  de  jauría,  con  el  que 
se  le  iba  encerrando.  Pero  asimismo,  esa  no- 
che no  firmó. 

220  • 


V 


¿Por  qué  firmó  al  día  siguiente?...  Aca- 
so tuvo  miedo  al  fantasma  del  destierro.  Cedió, 
porque  debe  costar  renunciar  al  hábito  de  vi- 
vir coronada,  cuando  no  se  poseen  las  dotes  y 
la  dignidad  que  para  ello  deben  tenerse.  De 
ahí  que  sus  manifestaciones  anteriores  se  des- 
hicieran como  fuegos  de  artificio.  Ni  supo  de- 
fender su  fe,  ni  ser  fiel  a  sí  misma,  ni  pensó  en 
las  consecuencias  que  iba  a  crear  a  su  concien- 
cia. Obró  para  congratularse  con  la  oposición 
que,  con  zalamerías  y  argucias  la  engañaba. 

;  Cabía  que  se  le  tuvieran  luego  considera- 
ciones? Con  la  tinta  húmeda,  los  ministros  se 
retiraron,  llevando  el  documento  en  triunfo, 
como  un  trofeo.  Y  ella,  asimismo,  no  lo  com- 
prendió. 


— "¡  Señora!  ¿Qué  ha  hecho  Vuestra  Ma- 
jestad?". 

El  Padre  Claret  llegaba  desolado.  Era  ya 
tarde,  y  todo  se  había  perdido. 

La  Reina  explicaba  el  asunto  como  si  éste 
pudiera  borrarse,  y  lloraba  con  desconsuelo  in- 
fantil. Pero  superficial  en  su  pena,  como  había 
sido  ligera  en  su  resolución,  y  como  si  el  acto 
trascendente  no  tocara  sino  a  su  persona,  pre- 
guntaba: 

— ¿Ahora  qué  haré?.  .  . 

— Señora:  una  piedra  que  se  echa  a  un  po- 

•  221 


zo,  difícilmente  se  saca.  Yo  me  voy.  Esa  fué  su 
respuesta. 

La  Reina  pidió,  lloró,  le  negó  su  autori- 
zación, le  hizo  negar  los  pasaportes. 

Pero,  el  Cristo  del  Perdón,  ante  cuya  ima- 
gen fué  el  Santo  a  rezar,  le  dijo: 

— Antonio,  retírate !" 


Unos  días  después,  Antonio .  Claret  salía 
para  Vich. 

En  la  hora  de  su  Beatificación  se  dirá  que 
cumplió  en  llevar  el  nombre  de  Dios  a  los  hom- 
bres y  a  los  reyes;  se  le  llamará  Venerable;  se 
le  tendrá  por  Apóstol ;  se  pensará  que  su  sitio 
debía  ser  ya  el  de  los  Bienaventurados;  y  se 
dirá  de  él : 

— "Escogido  por  Dios  como  Pablo,  para 
vaso  de  elección".  .  . 

Entonces  esta  tormenta  y  todas,  ya  ha- 
brán pasado.  Habrá  pasado  así  la  hora  injusta. 
Se  dirán  sus  méritos,  y  muy  en  alto  sus  ala- 
banzas. Pero  será  después  de  haber  estudiado 
su  causa,  durante  años  y  años,  cuando  reciba 
la  aprobación  formal  del  Pontífice  Pío  XI  y 
la  aprobación  del  Consistorio  de  los  Car- 
denales. 

Pero  estamos  en  ese  tiempo  crucial,  que 
será  el  único  que  él  verá  con  ojos  mortales. 


222  • 


Entonces  sólo  los  suyos  lo  defendieron,  sólo 
ellos  supieron  ver  su  "resignación  heroica''  y 
dijeron  indignados  que  lo  atacaban  porque 
no  lo  conocían.  Y  tenían  razón:  fué  injusta- 
mente perseguido,  calumniado,  sacrificado, 
aunque  alguien,  Francisco  de  Asís  Aguilar,  ha- 
blando a  sus  discípulos  con  proféticas  palabras, 
al  anunciar  la  visita  del  Padre  Claret  a  su  Se- 
minario, dijese: 

— "Fijaos  bien  en  el  que  os  va  a  visitar,  ya 
que  algunos  de  vosotros  lo  veréis  en  los  alta- 
res"... 


La  prensa  española  mencionará  al  Padre 
Claret,  al  comentar  los  sucesos.  Los  diarios  del 
gobierno  dijeron  de  su  conformidad  con  el  re- 
conocimiento, haciendo  circular  noticias  falsas. 
Pero  "La  Regeneración"  insertó  ya  en  sus  co- 
lumnas un  desmentido.  Y  este  diario,  sin  duda 
autorizado,  decía:  "El  señor  Claret  está  de- 
solado al  ver  la  prudencia  carnal,  los  miramien- 
tos humanos  y  las  ideas  impías  que  le  atribu- 
yen los  periódicos  amigos  del  Gobierno. 

...El  señor  Claret  dice  a  todo  el  que  le 
habla  de  este  asunto,  que  se  arrancaría  mil  ve- 
ces la  lengua  antes  de  concitar  contra  su  ca- 
beza la  indignación  del  cielo...  Tiembla  sólo 
al  oir  de  que  se  le  supone  capaz  de  contempo- 
rizar con  los  enemigos  de  la  Santa  Sede.  .  .  El 
señor  Claret  aprueba  todo  lo  que  el  Papa  aprue- 


t  223 


ba  y  reprueba  todo  lo  que  el  Papa  reprueba. 
Desmienta  usted  a  todos  los  que  osen  calum- 
niar a  este  Venerable  Prelado  diciendo  otra 
cosa...  El  señor  Claret,  según  su  costumbre, 
vive  muy  alejado  de  los  ministros,  ni  los  ve, 
ni  los  oye,  ni  los  autoriza  para  que  tomen  su 
nombre  para  nada"...  Y  añadía  después  de 
otras  puntualizaciones : 

"Los  autores  de  ciertas  noticias  saben  que 
el  señor  Claret  es  sufrido  hasta  el  heroísmo,  y 
que  sabe  pasar  años  sin  desmentir  ni  declarar 
apócrifas  las  obras  infames  que  se  le  han  atri- 
buido para  deshonrarlo.  Con  todo,  crea  usted, 
me  consta  lo  que  digo,  que  todo  tiene  su  tér- 
mino, y  que  no  tardará  mucho  en  que  reciban 
un  mentís  tan  terrible  como  solemne  los  ca- 
lumniadores del  señor  Claret". 


Pocos  días  después,  otro  periódico,  "La 
Esperanza",  publicaba,  la  respuesta  del  calum- 
niado Arzobispo,  escrita  en  estos  términos: 

"Durante  mi  viaje  a  Cataluña  he  leído  que 
los  periódicos  dicen  que  el  Arzobispo  de  Traja- 
nópolis  no  siente  como  los  demás  Prelados  de 
España  y  que  reprobaba  lo  que  ellos  habían 
dicho  en  sus  representaciones  relativas  al  reco- 
nocimiento del  Reino  de  Italia.  Como  seme- 
jante impostura  podría  ocasionar  alguna  deses- 
tima de  mis  amadísimos  hermanos  los  Obis- 
pos, digo  que  siento  como  ellos  sienten  y  que 


224  • 


si  me  hubiera  hallado  en  su  lugar  habría  he- 
cho lo  que  ellos  han  hecho  y  habría  dicho  lo  que 
ellos  han  dicho  en  sus  representaciones",  fir- 
mando, Antonio  María,  Arzobispo  de  Trajanó- 
polis. 

Jamás  se  había  defendido  de  una  falsedad. 
Pero  comprendió  que  debía  asimismo  hacerlo, 
y  había  escrito  una  réplica  tan  violenta  y  enér- 
gica, que,  se  dice  que  debió  suavizarla,  como  lo 
hizo,  a  pedido  del  Arzobispo  de  Barcelona.  Con 
todo,  se  creyó  que  con  ésta,  no  volvería  a  Ma- 
drid y  que  dejaría  de  ser  Confesor  de  la  Reina. 


Predicaba,  mientras  tanto,  por  Zaragoza, 
por  Barcelona,  como  antes,  por  Lérida,  como 
al  principio.  "¡Alma  mía,  bendice  al  Señor!".  .  . 

Había  vuelto  a  los  días  humildes  de  mi- 
sionero. Las  mujeres  se  acercaban  a  él,  con  los 
hijos  en  brazos  para  que  los  confirmara.  Otra 
vez  pareció  que  los  ángeles  caminaban  a  su 
lado. 

Aquella  vida  de  lucha,  de  trampas,  de  ac- 
cidentes, habían  dejado  intacta  su  pureza.  Te- 
nía todavía  su  antiguo  candor,  aquella  senci- 
llez primera,  sus  virtudes  transparentes.  El  Pa- 
dre Carmelo  Sala,  su  confesor  durante  muchos 
años,  dijo  alguna  vez,  que  su  alma  nobilísima 
y  ferviente  no  fué  nunca  manchada  por  una 
falta  grave,  y  que  las  faltas  veniales  carecían 
de  toda  deliberación  y  consentimiento.  Aquellos 
vendavales  de  odio  que  contra  él  se  desataban, 


•  225 


solamente  consiguieron  darle  el  raro  goce  del 
menosprecio,  el  santo  goce  del  sufrimiento.  De 
los  combates  salía  más  purificado  y  desprendi- 
do de  las  pasiones  de  la  tierra.  El  Cardenal 
Lluch  y  Garriga,  Arzobispo  de  Sevilla,  sorpren- 
dido, elogiaba  sus  virtudes,  su  laboriosidad,  su 
sabiduría,  su  vida  ejemplar,  su  celo  apostólico  y 
el  Obispo  de  Almería  pronunció  de  nuevo  un 
término,  ya  muchas  veces  dicho,  al  afirmar  que 
era  un  santo. 

Pero  él  seguía  tan  lejos  de  las  alabanzas 
como  de  las  ofensas.  Eran  palabras  que  no  lle- 
gaban a  sus  oídos,  o  que  era  como  si  no  lle- 
garan, y  que  quizá  nunca  llegaron. 

Estaba  en  Cataluña,  esperando  órdenes 
de  Roma. 

Recibía  mientras  tanto  cartas  de  la  Reina 
y  de  O'Donell,  su  primer  ministro,  pidiéndole 
que  volviera.  Y  las  cartas,  o  las  pruebas  de  esas 
cartas,  figuraron  luego  a  modo  de  comproban- 
tes de  esta  hora,  en  el  Proceso  Informativo  de 
Tarragona  y  en  el  Proceso  Apostólico. 


Al  fin  fué  recibida  la  respuesta  de  la  Santa 
Sede.  Se  comunicaba  a  la  Nunciatura  que  se 
consideraba  beneficiosa  su  permanencia  en  el 
cargo,  tales  eran  los  términos  ;  pero  Monseñor 
Antonelli  recomendaba  que  no  se  le  violentara 
"Creando  perturbaciones  a  su  conciencia  deli- 
cada". Y  se  le  decía  que  el  Sumo  Pontífice,  le 
encargaba  que  rogara  a  Dios  para  que  lo  ilu- 
minara. 


226  • 


Sin  embargo  el  Nuncio,  en  su  carácter  di- 
plomático, recalcaba  los  términos  que  estaban 
más  de  acuerdo  con  su  criterio.  Y  lo  hacía  co- 
mo si  pudieran  separarse  la  conveniencia  de  la 
Iglesia  y  la  tranquilidad  de  conciencia  del  Pre- 
lado. Al  servir  de  intermediario  para  trasmitir 
las  instrucciones,  las  presentaba  como  posicio- 
nes antagónicas  o  por  lo  menos  distintas,  cuan- 
do nunca,  en  verdad,  se  había  tratado  de  su  pro- 
pia paz.  Sólo  importaba  saber  si  beneficiaba 
más  a  la  Iglesia  el  consejo  que  podía  dar  a  la 
Reina  en  los  asuntos  eclesiásticos,  o  sancionar 
el  desaire  y  la  injusticia  hecha  al  Vaticano. 
Evidentemente  el  Nuncio  trataba  de  que  per- 
maneciera en  su  cargo.  Pero  él  consultó  con 
algunos  obispos,  sin  que  coincidieran  sus  amis- 
tosas insinuaciones.  El  caso  era  muy  grave.  El 
Rmo.  P.  Xifré  propuso  entonces  que  se  con- 
vocara al  Gobierno  de  la  Congregación,  y  los 
votos  también  se  dividieron. 

El  se  hallaba  cada  vez  más  afectado  y 
más  indeciso.  Pidió  entonces  al  Padre  Clotet 
que  lo  acompañara  a  rocrar  a  Dios,  y  ambos,  de 
rodillas  en  las  losas,  permanecieron  ante  el 
Santísimo  Sacramento  por  espacio  de  más  de 
media  hora..  Después,  oyó  esta  respuesta: 

— "Irás  a  Roma". 


Nada  mejor  en  su  situación  que  ir  a  incli- 
narse ante  la  suprema  autoridad  de  la  Iglesia. 


Abrumado  por  la  responsabilidad,  porque  era 
hombre  de  muchos  escrúpulos,  así  se  ha  dicho, 
cuidaba  de  no  llevar  la  severidad  a  la  injusti- 
cia, pero  no  era  cosa,  desde  luego,  que  los  inte- 
reses altos  y  puros  de  la  Iglesia  de  Dios,  que- 
daran empañados  por  razones  del  mundo. 

El  Padre  Xifré  lo  acompañó  a  Roma.  En 
el  libro  del  Padre  Aguilar  se  dice,  que  "dió 
cuenta  a  Su  Santidad  de  la  situación  española, 
de  su  vida,  influencia  y  trabajos  en  la  Corte, 
de  los  motivos  por  que  la  había  dejado  y  de 
sus  vivos  deseos  de  no  volver  más  a  ella,  aca- 
bando empero  por  ponerse  enteramente  a  las 
órdenes  del  Padre  Santo". 

Ya  en  distintas  ocasiones  Pío  IX  se  ha- 
bía mostrado  benévolo  y  generoso  con  él,  ya  fue- 
ra para  juzgarlo,  ya  para  comprenderlo.  Ahora 
lo  escuchó  con  simpatía  y  con  piedad,  y  se  oyó 
que  le  llamaba  "querido  mío".  Pero  asimismo 
consultó  su  caso  con  el  Nuncio  y  algunos  obis- 
pos españoles,  para  saber  hasta  dónde  era  in- 
dispensable la  permanencia  del  Arzobispo  en 
la  Corte.  Debieron  estudiarse  todos  los  matices. 

Su  vida  había  estado  enteramente  dedica- 
da al  deber.  Sólo  podía  hacérsele,  como  único 
cargo,  aunque  no  consta  que  se  le  hiciera,  el 
hecho  de  haberse  alejado  de  la  Reina,  para 
cumplir  deberes,  cuando  un  día  o  unas  horas, 
podían  volverse  como  se  volvieron  trascenden- 
tales. Sin  embargo,  aparentemente  era  aquel  un 
día  cualquiera.  Así,  ni  siquiera  podía  pensarse 


228  • 


en  una  imprevisión,  pero  si  la  hubiera  habido, 
habría  que  acordarse  de  los  Apóstoles,  que  se 
habían  dormido  cuando  tenían  que  velar. 

No  era  pues  culpa  suya. 

El  se  había  opuesto  con  energía.  Había 
defendido  la  causa  de  la  Iglesia,  como  la  causa 
de  Dios. 


El  Vaticano  estudiaba  el  pro  y  el  contra 
del  asunto  prescindiendo  de  que  la  resolución 
fuera  de  sacrificio  para  él.  Y  en  Madrid,  aquel 
pueblo  ya  sublevado,  aquella  prensa  malevo- 
lente, aquellas  turbas  desaforadas,  que  los  po- 
líticos habían  agitado  para  su  conveniencia, 
gritaban  para  que  no  volviera  y  diciendo  que 
no  lo  dejarían  entrar  en  Madrid. 

El  por  su  parte,  había  entregado  su  causa, 
y  serenamente,  resignadamente,  esperaba.  Con 
todo,  la  resolución  le  produjo,  como  dijo,  "un 
sentimiento  de  muerte". 

Tenía  que  volver. 

Era  volver  a  los  tormentos.  Era  volver  pa- 
ra seguir  siendo  denigrado,  insultado.  Era  re- 
gresar para  que  se  le  escupiera.  Para  seguir 
acribillado  por  los  odios  de  los  liberales,  pa- 
ra que  se  siguieran  inventando  todas  las  mise- 
rias, con  esa  bajeza  y  ese  sentido  criminal  de 
los  que  imaginan  que  así  se  levantan  ellos. 

Pero  obedeció,  y  fué,  como  se  hizo  notar, 
con  sentimientos  de  obediencia  y  resignación 
parecidos  a  los  de  Isaac. 


•  229 


El  Padre  Puigdessens,  dice  que  en  el  es- 
píritu de  este  Santo  se  juntaban  una  potencia 
titánica  para  obrar  con  una  resistencia  heroica 
para  sufrir.  Y  así  fué.  Y  así  quiso  él  que  fuera. 


La  resolución  española  había  causado  dis- 
gusto en  los  medios  allegados  al  Vaticano,  y 
esto  contribuyó  a  que  se  discutiera  la  persona- 
lidad de  Claret.  Así,  aun  de  los  diarios  adictos  a 
la  causa,  alguno,  si  bien  le  llamaba  "varón 
eminente  en  santidad,  sacerdote  sabio  en  doc- 
trina, conocedor  de  la  moral,  excelente  direc- 
tor de  almas",  y  "lumbrera  eclesiástica",  le 
llamaba  también  "nulidad  política". 

Pero  el  Papa,  en  carta  a  Isabel  II,  tenía 
al  Confesor,  "por  un  hombre  todo  de  Dios",  y 
decía  que:  "aunque  ajeno  a  la  política,  harto 
conoce  las  destemplanzas  de  la  misma  y  la  ma- 
licia de  los  hombres  que  son  católicos  sólo  de 
nombre". 

Las  distintas  opiniones  prueban  que  en  él 
se  habían  cifrado  toda  clase  de  esperanzas,  in- 
cluso la  de  que  hubiera  podido  vencer  a  los 
liberales. 

Pero  ahora,  ¿debía  seguir  en  el  cargo?  Los 
obispos  españoles,  que  fueron  consultados,  con 
rara  unanimidad,  sostuvieron  que  debía  volver. 
Es  que  el  solo  hecho  de  anunciarse  su  regreso 
a  España  era  importante,  y  fué  beneficioso  pa- 
ra Roma.  Así,  la  Reina,  en  su  discurso  con  mo- 
tivo de  la  apertura  de  las  Cortes,  como  si  pun- 


230  • 


tualizara  ahora  su  posición  de  soberana  cató- 
lica, dijo: 

— "Motivos  de  diversa  índole,  fundados  en 
los  intereses  y  sentimientos  permanentes  de  la 
Nación,  me  han  impulsado  a  reconocer  el  reino 
de  Italia.  Este  reconocimiento  no  ha  podido 
entibiar  mis  sentimientos  de  profundo  respeto 
y  filial  adhesión  al  Padre  común  de  los  fieles, 
ni  menoscabar  mi  firme  propósito  de  mirar  por 
los  derechos  que  asisten  a  la  Santa  Sede''. 

La  oposición  recibió  con  disgusto  sus  ma- 
-  nif estaciones ;  pero  el  Nuncio  escribió  a  Claret, 
quien  esperaba  órdenes  en  Barcelona,  que  se 
dirigiera  inmediatamente  a  Madrid. 

Y  al  saberlo,  uno  de  los  obispos,  compa- 
decido, exclamó: 

— "¡Qué  Dios  le  dé  paciencia  para  sufrir 
los  sinsabores!" 


Cuando  el  Padre  Claret  llegó  al  Palacio 
Real  de  El  Pardo,  donde  reyes  y  príncipes  lle- 
vaban todavía  una  agradable  vida  de  halagos, 
rodeados  de  cortesanos  adictos  y  bosques  mag- 
níficos, fué  recibido  jubilosamente. 

Pero  allí  cerca,  en  la  capital,  el  panorama 
era  otro.  Recorrían  las  calles  grupos  populares 
dando  gritos  hostiles  no  sólo  a  la  Iglesia,  sino 
también  a  la  monarquía.  Habían  llevado  tam- 
bién el  incendio  a  las  iglesias  y  el  saqueo  a  los 
conventos,  y  se  decía  que  la  Reina  no  volvería 
a  pisar  Madrid. 


•  231 


Era  éste  el  principio  de  la  guerra  civil.  Los 
liberales,  que  habían  tenido  en  sus  manos  las 
riendas  del  poder,  molestados  por  las  manifes- 
taciones conciliadoras  de  la  Reina  hacia  el  Pa- 
pado, venían  provocando  ese  descontento,  con 
su  prensa  exaltada,  sus  oradores  de  barricada 
y  sus  agitadores  de  bajas  ambiciones.  Sus  ata- 
ques más  fuertes  eran  dirigidos  lógicamente 
contra  el  Confesor  real,  cuya  presencia  era  con- 
siderada por  ellos,  como  el  precio  de  la  casi 
retractación  de  la  Soberana. 

De  ahí  también  que  dos  veces  seguidas, 
durante  esos  días,  se  atentara  contra  su  vida. 
La  primera  vez,  en  el  Hospital  de  Monserrat, 
donde  un  supuesto  enfermo,  por  un  milagro  no 
pudo  llevar  a  cabo  el  acto  fatal.  El  segundo  in- 
tento debió  ser  realizado  en  una  iglesia,  cuan- 
do el  criminal  se  arrepintió  instantes  antes  de 
cometer  el  crimen. 

Y  el  Santo,  a  modo  de  comentario,  sólo 
dijo  entonces  :* 

— "Bendito  sea  Dios  que  me  brinda  el 
cáliz  de  la  pasión  de  Jesucristo !" 


Su  serenidad  no  era  alterada  por  aconteci- 
miento alguno.  Sabía  que  querían  su  muerte,  y 
escribía: 

— "De  un  tiempo  a  esta  parte  soy  muy  per- 
seguido y  calumniado",  pero  gracias  a  Dios 
por  ahora  voy  llevando  bien  la  prueba. 


232  • 


No  se  quejaba  del  mal  que  le  hacían,  más 
bien  le  agradaba,  y  hasta  llegó  a  decir: 

— "Si  ellos  supieran  el  bien  que  me  hacen, 
dejarían  de  calumniarme  o  perseguirme" .  .  . 

Asimismo,  entre  los  que  estaban  con  él, 
v  muchos  le  pedían  que  se  defendiera.  El  se  ne- 
gaba a  hacerlo,  sosteniendo: 

— "Dios  sabe  mejor  que  yo  los  males  que 
para  mi  bien  espiritual  debo  sufrir.  Si  yo  hu- 
biera pedido  una  cruz  no  hubiera  acertado  a 
pedirle  la  que  necesito". 

¿Qué  se  podía  responder  a  esa  fe  y  a  esa 
conformidad? 

Pero  en  algún  momento  comprendió  que 
debía  renunciar  a  su  cargo  en  El  Escorial. 

Todos  pensaron  que,  a  pesar  de  su  pacien- 
cia, la  saña  con  que  lo  perseguían  debía  serle 
ya  intolerable  y  aprobaron  su  decisión. 

Veían  que  esa  vida  de  apretados  sufri- 
mientos lo  iba  envejeciendo.  Hasta  su  salud  y 
su  resistencia  física  se  quebraban. 

— "¡  Con  qué  gusto  moriría  si  Dios  me  lo 
permitiera!"  exclamaba  ahora. 

Y  escribiendo  al  Rmo.  P.  Xifré  para  anun- 
ciarle que  había  estado  muy  enfermo,  agre- 
gaba: 

— "Pero  ya  estoy  bien,  frustradas  mis  es- 
peranzas de  muerte  próxima!" 

Era  éste  todavía  un  descenso  maravilloso 
de  dulzura,  de  paciencia,  de  resignación,  de 

•  233 


mansedumbre,  de  santidad.  Seguía  aceptando 
los  oprobios  como  gracias.  Ninguno  colmaba 
para  él  la  medida.  Y  cuando  en  un  momento  el 
Padre  Clotet,  indignado,  quiso  tomar  su  defen- 
sa, lo  hizo  callar,  diciendo: 

— "No  hablen  ustedes  de  esto,  que  yo  sé  lo 
que  me  conviene  y  lo  que  Dios  exige  de  mí". 

La  prensa  católica  sin  embargo  le  ofreció 
sus  columnas.  Todos  estaban  de  acuerdo  en 
que  debía  defenderse,  o  en  que  dejara  que  se 
le  defendiera,  y  él,  para  terminar,  dijo  al  Rmo. 
Xifré: 

— "Recuerde  usted  que  este  es  el  patrimo- 
nio que  nos  ha  dejado  Jesucristo  y  que  ésta  es 
la  paga  que  nos  da  el  mundo",  diciendo  siem- 
pre: "In  silentio  et  spe  erit  fortitudo  vestra..." 

Su  posición  no  fué  nunca  otra. 

— "Cuando  nos  hacen  una  injuria  — decía — 
primero  la  hacen  a  Dios...  ¿Por  qué  no  la 
sufriré  y  no  la  perdonaré  yo,  vil  gusano  y  mi- 
serable pecador?" . . . 


Fué  con  los  reyes  a  Segovia,  luego  a  Cas- 
tilla, después  a  Andalucía.  Para  la  Reina  el 
viaje  tenía  algo  de  marcha  triunfal.  Los  pue- 
blos la  aclamaban.  Quizá  estaban  agradecidos 
a  su  presencia,  a  la  que  era  una  desacostumbra- 
da presencia.  Y  la  vivaban,  a  veces,  hasta  en  la 
iglesia.  De  ahí  que  él  tuviera  que  hacer  callar  a 
los  entusiasmados  pueblos,  que  perdían  el  con- 
trol y  tuvo  que  decirles  que  en  el  templo  de 


234 


Dios  inmortal,  no  se  ciaban  vivas  a  ningún 
mortal.  Y  el  acto  y  la  reprimenda  se  repitieron 
en  Asturias  algunas  veces,  luego  en  Yillafran- 
ca  del  Yierzo  y  en  Badajoz. 

Parecían,  en  verdad,  días  sin  inquietudes. 
Pero  él  veía  en  aquel  momento  de  esplendor 
sólo  una  tregua,  un  pretexto,  acaso  una  prepa- 
ración, y  le  decía  a  su  primo  Magín  Claret,  jo- 
yero en  uno  de  los  pueblillos  asturianos : 

— "Magín,  este  entusiasmo  y  este  recibi- 
miento tan  inusitados  me  recuerdan  demasiado 
exactamente  la  diferencia  que  hubo  en  Jerusa- 
len,  entre  el  Domingo  de  Ramos  y  el  Viernes 
Santo." 

Y  añadía: 

— "Isabel  tiene  demasiados  enemigos"... 


Por  las  poblaciones  parecía  que  pasaba 
también  una  hora  fervorosa.  Quizá  fuera  su  pa- 
labra, la  que  los  llenaba  de  fe  y  de  piedad.  Pro- 
nunciaba discursos  y  sermones  en  todos  los 
pueblos,  y  en  las  iglesias,  en  los  conventos,  en 
las  plazas,  y  a  veces,  al  detenerse  el  tren  en 
las  estaciones  del  ferrocarril.  Valencia  entera 
lo  proclamó  santo  y  mártir.  En  la  ciudad  de 
Alicante  se  solicitó  a  la  Reina  para  que  dejara 
al  Arzobispo,  a  fin  de  que  les  hiciera  unos  días 
de  misiones.  Se  dijo  que  en  muchos  conventos 
lo  contemplaban  como  si  hubiera  bajado  del 
cielo.  Se  dejaba  escrita  constancia  de  su  visita, 
y  se  hablaba  "de  aquella  persona  tan  venera- 


•  235 


ble,  con  su  rostro  como  de  santo,  y  sus  pala- 
bras como  del  cielo".  .  .  En  León  los  diarios  es- 
cribieron sobre  "el  ilustre  apóstol  que  la  Pro- 
videncia ha  suscitado  en  estos  tiempos  tan  ca- 
lamitosos" .  .  . 

"Es  un  santo  — afirmaban —  un  inspirado 
del  Señor...  Es  un  verdadero  prodigio  de  la 
Omnipotencia".  Y  añadían:  Mucho  nos  edifi- 
caban sus  obras,  mucho  nos  sorprendía  lo  que 
se  decía  de  sus  misiones,  pero  lo  que  hemos  oído, 
lo  que  hemos  visto  en  dos  días  que  hemos  te- 
nido la  dicha  de  tenerlo  con  nosotros,  excede 
a  todo  lo  que  habíamos  podido  imaginar. 

Era  ya  todo  como  antes.  Lo  vieron  entre 
resplandores.  Los  fieles  sollozaban  en  las  igle- 
sias al  escucharlo.  Se  arrodillaban  en  la  calle  a 
su  paso. 

"Conozco  que  Dios  quiere  que  predique, 
decía,  pues  me  hallo  tan  tranquilo,  tan  descansa- 
do y  con  tantas  fuerzas  como  si  nada  hubiera 
hecho". .  .  y  agregaba:  "El  Señor  lo  ha  hecho 
todo.  Bendito  sea  para  siempre". 

Y  en  ese  tono,  pronunció  en  aquellos  cua- 
renta y  ocho  días  de  viaje,  doscientos  cinco  ser- 
mones .  .  . 


Era  un  dulce  reconocimiento.  ¿Cómo  no 
sentirlo  después  de  tantas  persecusiones  ?  Los 
Dominicos  de  Ocaña,  por  ejemplo,  escribían  en 
su  libro  de  visitas,  que  "habían  besado  el  anillo 
de  un  santo".  Los  Hijos  de  San  Vicente  de 


236  • 


Paul  guardaron  para  siempre  el  recuerdo  de 
una  medalla  suya.  En  el  Beaterío  de  San  José 
se  va  a  conservar  religiosamente  el  alba  con 
que  dijo  la  misa,  y  se  tendrá  como  reliquia.  Las 
Hermanas  de  la  Caridad  harán  unas  mangas 
para  comulgar  con  un  balandrán  suyo.  Y  las 
monjas  de  la  Visitación  imprimirán  una  hoja 
diciendo:  "Este  santo  pastor  es  una  de  las  gran- 
des almas  que  la  Divina  Providencia  envía  de 
tiempo  en  tiempo,  según  las  necesidades  de  su 
esposa,  la  Santa  Iglesia". 

Juzgaba  así  la  Iglesia  al  que  fuera  el  hom- 
bre más  perseguido  — como  se  dijera —  del  siglo 
XIXr  Pero,  había  sido  así  siempre,  y  antes  ya  el 
Padre  Sala,  escribía: 

— "Yo  no  acabo  de  admirar  este  portento 
de  gracia,  y  de  bendecir  al  Señor  que  en  su  mi- 
sericordia me  concede  este  don  precioso,  y  de 
confundirme  con  lo  que  aprovecho  con  tan  buen 
maestro". 


¡  Cuántos  consideraban  al  Santo  fuera  de  la 
tierra!  Y,  sin  embargo,  cuando  la  revolución 
preparada  por  Espartero,  se  hizo  inminente, 
él,  que  había  salido  del  horror  de  Madrid,  y 
que  era  el  blanco  de  los  odios  del  pueblo  oposi- 
tor, le  dijo  a  la  Reina  con  toda  energía,  como  lo 
oyó  el  Padre  Puig: 

— "Señora,  vamos  a  Madrid,  que  la  revolu- 
ción va  a  estallar". 

Pero  la  Reina  no  comprendía.  Tal  vez  no 


•  237 


quería  creer.  Era  una  mujer  inconsciente,  y  ha- 
blaba de  los  baños  que  tenía  que  tomar  por  in- 
dicación médica.  El  Arzobispo  le  habló  enton- 
ces, no  como  a  una  reina,  sino  con  la  severidad 
con  que  se  debe  detener  al  que  por  estupidez  va 
a  cometer  un  irreparable  error.  Le  dijo  que  lo 
secundario  no  podía  anteponerse  a  lo  principal. 

Pero  los  que  formaban  todavía  su  corte, 
callaban  temiendo  encontrarse  en  más  compro- 
metida y  grave  situación.  Y  mientras  ella  se- 
guía invocando  zonzas  excusas,  sus  ministros, 
sus  amigos,  guardaban  silencio.  "Si  Su  Majes- 
tad fuera  una  muñeca  — dijo  Antonio  Claret — 
me  la  pondría  en  el  bolsillo  y  echaría  a  co- 
rrer a  Madrid  para  salvar  a  España  de  la  Re- 
volución". Pero  no  fué  escuchado.  Todas  las 
actitudes  eran  circunspectas.  Estaba  rodeado 
de  personas  prudentes,  y  unos  días  después, 
aquel  reinado  había  terminado. 

Sus  ejércitos  habían  perdido  la  batalla  de 
Alcolea,  y  la  Junta  Revolucionaria  dictó  la  des- 
titución de  la  Reina. 

Posiblemente  aquella  actitud  que  aconse- 
jara el  Padre  Claret  no  hubiera  contenido  el 
movimiento.  Pero  sí  habría  hecho  caer  a  la  Rei- 
na con  grandeza.  Y  ahora  emprendía  el  destie- 
rro. 

Al  pasar  por  la  frontera  algunos  oficiales 
todavía  presentaron  armas.  Ese  fué  el  último 
homenaje  que  recibió.  Pasó  llorando...  Prác- 
ticamente no  tenía  subditos,  tampoco  tenía 
amigos,  ni  siquiera  cortesanos,  y  España  pa- 


238  • 


saba  a  ser  un  sueño;  y  en  el  coche  con  los  reyes 
y  los  príncipes,  iba  al  destierro  también  el 
Santo. 


Hasta  París  llegó  la  saña  de  los  políti- 
cos españoles;  hasta  allí  persiguieron  al  Santo 
con  sus  calumnias  y  sus  infamias.  La  prensa  es- 
taba plagada  de  mentiras  y  se  le  enviaba  per- 
manentemente una  correspondencia  insultan- 
te. Y  todavía  no  conformes  con  esto  lo  acusa- 
ron ante  los  tribunales,  diciendo  que  habían 
desaparecido  joyas  en  El  Escorial 

Los  Reyes,  indignados  quisieron  tomar  su 
defensa,  y  hubo  que  hablarle  de  ese  asunto. 

¿Tendría  que  defenderse?.  .  . 


Algunos  años  antes,  él  había  tenido  un 
sueño.  Se  vió  preso  por  una  cosa  de  la  que  era 
inocente.  Y  decía  ahora  al  relatarlo: 

— "Yo  no  dije  nada,  pensando  que  era  un 
regalo  que  me  hacía  el  cielo,  que  me  trataba 
como  a  Jesús" .  .  . 

Y  explicaba: 

— "Y  me  callé  como  Jesús;  y  todos  mis 
amigos  me  abandonaron,  como  a  Jesús". 

Sin  embargo  en  el  sueño  también,  uno  lo 
había  querido  defender,  como  Pedro  a  Jesús  v 
a  éste  él  le  había  dicho: 

•  239 


— "¿Tú  no  quieres  que  yo  beba  el  cáliz  que 
me  ha  enviado  mi  padre?".  .  . 


Era  difícil,  pues,  defenderlo.  El  no  lo  ad- 
mitía. Sin  embargo,  ahora,  cuando  se  le  acusó 
infamemente  de  ese  robo  de  joyas,  González  de 
Mendoza,  que  era  Vice-Presidente  de  El  Esco- 
rial en  el  momento  en  que  él  era  presidente, 
sin  atender  sus  protestas,  tomó  su  defensa,  y 
mostró  a  los  acusadores,  dónde  estaban  las  jo- 
yas, guardadas  desde  hacía  nueve  años,  sin  que 
nadie  las  hubiera  tocado,  con  sus  cajas  cubier- 
tas por  el  polvo  de  nueve  años. 

Si  todo  aquello  tuvo  por  objeto  despresti- 
giarlo, quizás  en  algunos  creó  dudas;  pero  los 
que  se  proponían  principalmente  mortificarlo 
perdieron  su  tiempo. 

— "Procuraré  la  paz  interior  — decía  el 
Santo —  sin  enfadarme  ni  disgustarme  por  cosa 
alguna  de  este  mundo". . . 


El  estaba  fuera  de  la  batahola  infernal  y 
exclamaba: 

¡Hace  doce  años  que  no  paso  un  invierno 
más  feliz! 

Era  feliz  en  aquel  retorno  a  la  pobreza,  vi- 
viendo de  caridad  en  los  conventos,  escribiendo 
las  Constituciones  de  la  Congregación  de 
Hijos   del   Inmaculado    Corazón   de  María, 


240 


pronunciando  conferencias  para  arbitrar  re- 
cursos para  los  otros  exilados... 


En  algún  momento  surgió  entre  los  espa- 
ñoles la  idea  de  intentar  la  recuperación  del 
trono  y  se  pensó  en  el  Principe  de  Asturias. 
En  cuanto  el  Santo  se  enteró  del  proyecto,  re- 
solvió alejarse  de  París,  e  instalarse  en  Per- 
pignán  o  en  Prades,  para  mantenerse  ajeno  a 
las  conversaciones,  e  ignorar  lo  que  se  pensa- 
ra, o  dijese.  Personalmente,  sin  embargo,  él  pre- 
fería que  la  Reina  delegara  sus  poderes  en  el 
Príncipe,  porque  ese  acto  le  devolvería  su  li- 
bertad. 

Pero  el  movimiento  seguía  sin  resolverse, 
y  él  decidió  entonces  partir  para  Roma,  dis- 
puesto a  no  volver. 

Un  tiempo  después,  la  Reina  pedía  al  Nun- 
cio su  intervención  para  que  se  le  enviara  a  su 
Confesor,  pero  sin  conseguirlo. 

El  se  había  instalado  en  el  convento  de 
San  Adrián,  y  allí  alternaba  sus  ocupaciones 
de  escritor  con  sus  tareas  de  lego,  y  llevaba  vi- 
da de  extrema  pobreza,  satisfecho  de  aquellas 
privaciones  y  trabajos  que  lo  ayudaban  a  per- 
feccionarse, aunque  tantas  penalidades,  la  fal- 
ta de  fuego  en  aquel  invierno  frío,  el  excesivo 
trabajo,  iban  venciendo  su  cuerpo. 


Con  todo,  su  presencia  tan  oscura,  tan  ca- 

•  241 


liada,  no  pasaba  desapercibida,  y  Pío  IX  lo 
recibió,  diciéndole: 

" — Sé  las  calumnias  y  maldades  que  se  han 
dicho  contra  usted.  Yo  he  leído  todo".  Y  lo 
animó  citando  autoridades  de  las  Escrituras  y 
dándole  razones  muy  poderosas  para  conso- 
larse. 

Y  fué  en  esa  entrevista  cuando  el  Santo 
anunció  al  Papa  la  entrada  de  los  piamonteses 
en  Roma,  diciéndole  que  le  había  sido  revelada 
por  Dios. 


Una  vez  más  había  estado  en  comunica- 
ción con  el  cielo.  Porque  era  como  una  vida  vi- 
vida entre  el  cielo  y  la  tierra. 

— "Dios  nos  ve.  .  .  — decía.  Dios  está  pre- 
sente". 

Y  muchos  asistieron  a  sus  éxtasis  y  com- 
prendieron que  el  Santo  estaba  ante  la  presen- 
cia divina .  .  . 


Estaba  ya  enfermo  y  sabía  próximo  su  fin 
cuando  asistió  al  Concilio  de  la  Basílica  de  San 
Pedro.  Llegaba  al  término  del  alto  camino,  e 
impresionaba  por  su  sencillez,  por  su  humildad, 
por  su  recogimiento,  por  aquella  actitud  tan 
piadosa  y  suya  de  estar  con  los  ojos  bajos. 

Uno  de  los  sacerdotes,  el  Padre  Goyaz, 
que  va  a  ser  más  tarde  Arzobispo  del  Brasil, 
dirá  entonces,  que,  cuando  con  un  grupo  de 


242  • 


clérigos,  recibió  la  comunión  de  sus  manos,  las 
palabras  que  pronunciara  estaban  tan  "llenas 
de  celestial  ambrosía  y  de  ternura  indecibles 
que  agregaba: 

"Y  juzgo  inútil  decir  que  para  todos  nos- 
otros aquella  comunión  fué  la  más  fervorosa 
que  llevamos  hecha" .  .  . 

Pero  ya  estaba  señalado  su  tiempo.  Ya 
era  considerado  por  todos,  "verdadero  mártir 
de  la  causa  católica";  ya  los  Obispos  españoles, 
allí  en  Roma,  unánimemente  defendieron  su 
obra.  Ya  comenzaba  el  reconocimiento  y  se  le 
llamaba  el  Sacerdote  más  edificante  del  Conci- 
lio. Se  iniciaba  la  justicia  con  la  decadencia  fí- 
sica. Se  empezaba  a  ver  claro  en  él,  casi  al  sa- 
ber que  se  alejaba.  Ahora,  sin  hablar,  llamaba 
la  atención;  sin  palabras,  era  un  guía. 


El  mal  que  avanzaba  en  él,  lo  había  deja- 
do con  dificultad  de  palabra.  Pero  asimismo 
cuando  se  discutió  un  tema  que  le  había  intere- 
sado siempre:  la  virtud  y  la  honestidad  del  cle- 
ro, dijo  su  opinión  categórica,  definitiva. 

Allí,  en  esa  hora  última  fué  aprobado  tam- 
bién su  proyecto  de  Catecismo  Universal.  Y  el 
día  que  se  trató  de  la  infabilidad  del  Papa,  en- 
fermo como  estaba,  subió  las  gradas  y  cerca 
de  la  muerte,  defendió  la  posición  dogmática 
con  tanta  energía  y  fervor,  que  impresionó  a 
los  congregados.  "Esta  es  mi  creencia  y  con 
toda  ansia  deseo  que  ésta  mi  fe  sea  la  fe  de 


•  243 


todos".  "No  temamos  a  los  hombres  que  no 
tienen  otro  apoyo  que  la  prudencia  de  este 
mundo,  prudencia  que  a  la  verdad  es  enemiga 
de  Dios".  Y  recordó  a  todos  las  palabras  de 
Jesucristo  a  Santa  Teresa,  y  de  cómo  existen 
los  que  no  quieren  entenderlas,  porque  no  quie- 
ren obrar  bien. 

Y  luego  de  su  discurso,  los  Obispos  impre- 
sionados hablaron  del  Santo  y  lo  comparaban 
a  Pafnucio  y  a  Potamón,  diciendo  "Verdadera- 
mente, Monseñor  es  un  confesor  de  la  fe". 


Después,  próximo  su  fin,  resolvió  ir  a  Pra- 
des,  para  quedarse  con  sus  Misioneros.  Pero  to- 
davía quiso  llevar  una  vida  corriente.  Dió  con- 
ferencias y  clases  a  los  novicios  y  estudiantes,  a 
fin  de  prepararlos  para  la  ciencia  de  la  lucha 
interior,  que  él  había  poseído  en  tan  alto  grado, 
para  enseñar  a  tonificar  la  voluntad,  para  exal- 
tar la  esperanza  y  la  devoción,  y  enseñar  a  amar 
a  Dios  y  a  la  Virgen.  Y  en  esos  momentos  sor- 
prendía a  los  nuevos  con  su  fervor,  con  su  ma- 
nera de  decir  la  misa  y  de  pronunciar  el  nom- 
bre de  María. 

Y  aun  allí  escribía. 

En  los  meses  que  permaneciera  en  Roma 
había  publicado  un  "Triduo  a  María  Santísi- 
ma, en  desagravio'',  una  "Vida  de  San  Pedro 
Nolasco",  una  obra  sobre  "La  devoción  de  San 
José",  "La  refutación  a  Renán  o  la  Divinidad 
de  Jesucristo",  y  una  pequeña  obra  titulada 


244  • 


"Las  dos  banderas",  y  ahora,  en  Prades,  ter- 
minaba su  último  trabajo:  "Libro  de  vida". 


A  pesar  de  su  decadencia  física,  él  era 
quien  daba  ánimo  a  los  Misioneros  persegui- 
dos: Y  les  decía: 

"Cuando  considero  que  Dios  es  tan  sabio, 
bueno  y  poderoso  que  aun  de  las  cosas  malas 
saca  bienes,  espero  que  la  Congregación  saca- 
rá un  gran  bien  de  estas  tribulaciones''. 

Creía  firmemente  que  la  persecusión  que 
venían  soportando  desde  hacía  veinte  años  no 
debía  ser  para  extinguirse,  sino  que  la  sufrían 
para  que,  perseguidos  se  hicieran  más  per- 
fectos y  dieran  más  frutos,  y  que  la  Congrega- 
ción seguiría  el  destino  que  se  había  planeado 
en  sus  comienzos. 

Y  entonces  fundaron  dos  filiales:  una  en 
Africa  y  otra  en  Chile,  y  él  mismo  llegará  a 
saber  de  once  casas,  aunque  es  probable  que 
vislumbrara  ya,  o  que  ya  supiera  de  las  dos- 
cientas que  son  ahora  y  de  sus  cuarenta  cole- 
gios, y  de  las  que  se  seguirán  fundando  en  esa 
obra  lenta  y  fuerte,  bella  y  grande,  de  una  evan- 
gelización  sin  límites  geográficos,  para  la  que 
no  existen  obstáculos  y  para  la  que  no  se  mi- 
den sacrificios. 


Un  día,  uno  de  aquellos  últimos  días,  lla- 
mó al  Padre  Clotet  y  le  dijo: 


•  245 


— Me  moriré  pronto. 

— "Este  librito  que  estoy  escribiendo  será 
el  último"  y  dió  a  propósito  de  él,  las  instruccio- 
nes necesarias.  Empezaba  asi  ya  la  despedida. 
Era  el  alejamiento  lógico,  suave,  lento.  Los 
que  estaban  con  él  no  querían  entender  esas 
palabras;  tan  dolorosas  eran;  sin  embargo,  en 
algún  momento,  ante  tantas  explicaciones,  el 
Padre  Clotet,  traspasado  de  pena,  debió  decir: 

— Pero,  Excelentísimo  Señor,  ;  tan  pronto 
hemos  de  perderlo?.  .  . 

Presidió  asimismo  una  distribución  de  pre- 
mios del  Colegio,  en  un  acto  íntimo  y  extraor- 
dinario por  aquella  presencia  ya  casi  transfor- 
mada. Porque  a  su  alrededor  todo  iba  tomando 
ahora  como  un  tono  de  oración,  de  lejanía  que 
empezara,  de  hora  de  serenidad,  como  ésa  en 
que  la  luz  de  un  día  esplendoroso  empieza  a 
irse. 

Y  en  aquellos  momentos  de  placidez  y  de- 
solación de  la  última  paz,  llegó  la  noticia  de 
que  las  autoridades  francesas,  ahora  de  acuer- 
do con  las  españolas,  a  pedido  de  éstas,  iban  a 
prenderlo.  Pretextaban  para  ello  que  reunía  ar- 
mas y  que  conspiraba. 

Los  del  convento,  sin  decirle  aún  lo  que 
sucedía,  vieron  que  había  que  sacarlo  de  allí 
y  le  prepararon  otro  asilo.  La  noche  fué  para 
todos  tristísima.  Pero  él  no  protestó,  sólo  dijo: 

—"¡Bendito  sea  Dios!". 

Y  salió  de  madrugada  con  el  Padre  Supe- 


246  • 


rior,  apenas  unas  horas  antes  de  llegar  la  po- 
licía. 

— ¿Dónde  está  Monseñor?  fué  la  pregun- 
ta. El  interrogatorio  resultó  esta  vez  inútil.  Di- 
jeron que  se  había  ido. 

Pero  aquéllos  insistieron,  volviendo  al 
convento.  Y  entonces  hubo  que  decir  que  esta- 
ba en  Fontfroide. 


La  persecusión  quiso  hacerse  también  en 
Fontfroide,  y  él  entonces  habló  de  volver  a 
Roma,  a  fin  de  no  quedarse  "como  uno  que  se 
esconde  de  la  Justicia"...  Pero  ni  el  Padre 
Xifré,  ni  los  monjes  de  Fontfroide  admitie- 
ron que  se  fuese. 

Es:aba  así  en  un  monasterio  del  siglo  XI, 
olvidado  de  los  hombres  y  mitad  en  ruinas, 
donde  once  monjes  cistercienses  cumplían  re- 
glas semejantes  a  las  de  San  Benito. 

Estos,  impresionados  con  su  situación,  con 
aquel. a  decadencia  física  y  aquella  brutal  per- 
secusión, buscaban  palabras  y  atenciones  que 
lo  consolaran.  Pero  él  tranquilizó  sus  espíritus 
diciendo  que  no  necesitaba  de  consuelos,  por- 
que toda  su  vida  había  deseado  acabar  sus  días 
en  un  hospital  o  en  un  monasterio. 

Y  así  iba  a  ser. 


El  mal  iba  agravándose  por  días.  Ya,  a 
veces  casi  no  se  entendía  lo  que  hablaba.  Y  a 


•  247 


su  pedido  se  le  dieron  los  últimos  Sacramentos. 
Su  mirada  era  tranquila  y  de  comprensión  y 
preparó  su  alma  sonriente. 

Los  médicos,  alarmados,  previnieron  a  los 
monjes,  aunque  para  él  pronunciaron  las  natu- 
rales palabras  alentadoras.  No  sabían  que  él 
quería  morir.  Pero  como  dijo  el  Padre  Clotet, 
todo  se  iba  haciendo  según  su  deseo;  así  los 
sinsabores,  las  penas,  el  martirio,  y  ahora  esta 
muerte. 

El  quería  que  llegara  la  hora,  y  el  mé- 
dico le  dijo  entonces  que  no  debía  desear  la 
muerte. 

— "Es  pecado  desearla". 
Pero  el  Santo  incorporándose  en  un  gran 
esfuerzo,  respondió  a  esto  con  autoridad: 
Cupio  dissolvi  et  esse  cum  Christd". 

Y  ya  ninguno  volvió  a  hablarle  de  vivir. 


Se  sucedieron  diez  días  cada  vez  más  peno- 
sos. Y  una  noche  quedó  entre  la  vida  y  la 
muerte. 

Clotet,  que  había  tenido  que  irse,  fué  lla- 
mado de  urgencia.  Sus  misioneros  rezaban  ya 
permanentemente  en  su  capilla,  allá  en  Pra- 
des.  Y  él  temía  llegar  tarde. 

¿Vive  todavía  Monseñor?...  Venía  an- 
gustiado. Y  supo  que  aun  vivía.  Ansiosamente 
subió  la  larga  escalera  de  piedra,  abrió  aque- 
llas grandes  portadas  de  cristales,  pasó  apo- 
sentos, y  en  la  última  puerta,  encontró  un  car- 


248  • 


tel  que  prohibía  la  entrada.  Pero  el  Superior 
lo  hizo  pasar.  El  enfermo,  su  enfermo,  divaga- 
ba y  hablaba  de  ir  a  Gerona  y  no  lo  conoció. 

Tenía  horas  de  inconsciencia  y  horas  de 
agitación.  El  viajero  veló  toda  la  noche.  Y  di- 
jo de  un  silencio  que  no  conociera. 

Fué  una  noche  sin  voces,  sin  pasos,  sin 
viento,  sin  alas,  sin  un  canto  de  gallo,  sin  un 
ladrido,  sin  un  reloj.  A  aquella  celda  no  llega- 
ba sino  un  imperceptible  murmullo  de  la  fuen- 
te del  patio. 

Pero  a  las  tres,  antes  del  alba,  una  cam- 
pana llamó  a  los  monjes. 

El  que  velaba  comentó  más  adelante,  con 
la  voz  cortada  de  emoción:  En  esa  noche  de 
calma  y  de  oración  el  Padre  Claret  estaba  ago- 
nizando. Iba  muñéndose  en  aquellas  soleda- 
des, entre  aquellos  santos".  .  . 


En  un  momento  de  lucidez  reconoció  al 
Padre  Clotet;  éste,  que  veneraba  al  Santo,  le 
pidió  de  rodillas  que  rogara  por  él  cuando  es- 
tuviera en  el  cielo  y  que  le  pidiera  a  Dios  que 
lo  hiciera  santo  a  él  también. 

"Ya  lo  haré",  fué  la  respuesta. 

Y  un  rato  después  recomenzaba  el  delirio, 
que  a  todos  se  hacía  angustioso.  Entonces  al- 
guno de  los  monjes,  queriendo  hallar  el  mo- 
do de  que  callara,  le  hizo  acordar  cómo  el  Se- 
ñor había  guardado  silencio  en  la  Cruz.  Y  pasó 
horas  y  horas  sin  hablar. 

•  249 


"La  paz  lo  iba  invadiendo",  dijo  Clotet. 

Oscurecía  en  un  gran  silencio,  en  una  in- 
mensa quietud,  y  los  monjes  empezaron  a  can- 
tar las  jaculatorias,  que  a  veces  él  repetía,  por- 
que de  pronto  dejaba  de  oir  también.  Tomó 
entonces  los  rosarios  y  los  besó,  y  se  le  dió  a 
Clotet,  diciendo: 

"Toma  mis  rosarios,  consérvalos"... 


En  un  momento  el  Padre  Benoit,  uno  de 
los  monjes,  pidió  a  Dios  morir  en  su  lugar.  Y 
fué  emocionante  para  todos,  aquel  deseo,  aquel 
ruego. 

Pero,  durante  las  alternativas  y  los  desve- 
los, frente  a  aquellos  espíritus  tan  llenos  de 
piedad  y  de  grandeza,  la  miseria  de  los  hom- 
bres del  mundo  hacía  que  la  prensa  francesa  y 
la  prensa  española,  con  aquella  misma  política 
de  bajezas  que  habían  usado  antes,  siguieran 
sus  ataques.  Y  hasta  se  volvió  a  decir  de  pren- 
derlo. 

— Canallas  ¡exclamó  el  médico!  indig- 
nado. Yo  soy  responsable  de  su  vida  y  no  per- 
mitiré que  entren.  Y  con  iguales  términos  ya 
se  había  pronunciado  también  el  Padre  Clo- 
tet, proponiéndose  servirle  de  escudo. 

Pero  no  se  animaron  a  presentarse. 


Mientras  de  aquél  hablaban  y  escribían  y 
decían  de  proceder  así,  él  ya  estaba  lejos.  Sola- 


250  • 


mente  hablaba  de  la  Pasión.  Casi  no  entendía 
otro  lenguaje.  Estaba  en  los  versículos  de  los 
Salmos.  No  se  le  oían  sino  expresiones  de  la 
Biblia.  Y  con  el  crucifijo  en  las  manos  o  en 
los  labios,  seguía  con  una  paz  y  alegría  inde- 
cibles. 

Tres  monjes  blancos  lo  rodeaban  perma- 
nentemente, atendiéndolo  y  confortándolo,  y 
dijeron  que  a  veces,  como  si  bajara  a  la  tierra, 
como  si  hablara  un  ángel,  les  decía  con  voz  sua- 
vísima: Tened  paciencia  conmigo. 

Ellos  volvían  a  las  jaculatorias,  y  viendo 
llegaba  el  término,  el  que  tanto  sufría  con  esa 
muerte,  le  dijo:  "V,  E.  quiere  morir  con  Jesu- 
cristo y  con  él  morirá".  Entonces  el  Santo  que 
parecía  ya  no  oír,  respondió:  "Diga  esto.  Dí- 
galo. .  .  Con  él  morirá".  .  . 


El  24  de  octubre  de  1870  amanecía  en 
Fontfroide  con  la  claridad,  rara  allí  y  deslum- 
bradora, de  la  aurora  boreal.  Y  dijeron  que  era 
como  si  el  cielo  se  abriera  para  recibirlo,  y  pen- 
saron en  aquel  carro  de  fuego  en  el  que  Elias 
había  sido  arrancado  a  la  tierra. 

Pero  adentro,  en  la  celda  no  había  llegado 
la  hora,  y  los  monjes  blancos  seguían  cantando 
las  jaculatorias  de  la  muerte. 

Por  instantes  el  pulso  se  hacía  débil. 

Pero  aún  no  se  sabía  nada  en  la  Abadía, 
hasta  que  una  campana  tocó  sola  la  hora  del 
tránsito. 


251 


Y  ella  fué  oída  hasta  casi  en  los  horizontes, 
hasta  en  los  lejanos  conventos,  hasta  por  los 
oídos  ignorantes  e  incrédulos. 


Desde  aquel  momento  las  oraciones  se- 
guían rezándose  en  la  cámara,  entre  velas  que 
lloraban  cera,  y  fueron  así  tres  días  con  la 
muerte  presente,  y  en  ningún  momento  deja- 
ron de  rogar  los  monjes  y  los  Hermanos,  por 
quien  se  iba  limpio  de  corazón,  porque  llegó  al 
último  límite  sin  pecados,  sin  apartarse  de  su 
alto  camino.  ¡  Bienaventurado  tú  que  has  creí- 
do, y  has  amado  a  Dios  y  le  has  servido,  y  se- 
renamente esperas  su  juicio! 

Con  cuidado  embalsamaron  entonces  su 
cuerpo,  flexible  todavía  y  como  si  tuviera  vida, 
y  así  flexible  siempre,  llegado  el  tiempo,  fué 
colocado  en  su  ataúd. 

Después,  en  la  Abadía,  frente  a  su  túmu- 
lo, cantaron  los  funerales  aquellos  once  mon- 
jes y  los  que  habían  ido  de  lejos  a  despedirlo 
y  un  pájaro  que  nunca  se  había  visto  antes,  y 
que  acompañó  el  tono  del  coro  y  calló  cada 
vez  que  cantaba  el  celebrante,  y  voló  y  no  se 
vió  más,  apenas  terminó  la  ceremonia. 

Y  después  fué  llevado  a  la  fosa  común. 
Porque  le  fué  negado  todo  otro  lugar,  y  tam- 
bién que  fuera  enterrado  entre  aquellos  muros, 
como  se  había  pedido. 

Llegó  así  la  malicia  hasta  manifestarse 


252  • 


en  esos  actos.  Por  eso  los  monjes,  en  desagra- 
vio, doblando  las  rodillas  besaron  el  suelo  de 
su  cámara  y  derramaron  lágrimas  de  venera- 
ción, y  uno  de  ellos  escribió  en  su  lápida:  Mu- 
rió en  el  destierro  porque  amó  la  justicia. 

Pero  pudieron  decir  también: 

— uTú  le  has  colmado  Señor",  por  el  goce 
que  debió  recibir  con  ese  último  desprecio,  con 
la  venganza  de  los  enemigos  de  Dios. 

Después  los  Misioneros  retornaron  sin 
consuelo  doblados  por  la  pena  y  junto  a  ellos, 
el  Padre  Clotet,  que  era  su  discípulo  y  que 
amaba  al  Santo  como  Juan  a  Jesús.  Y  será  él 
quién  escriba  el  primero  su  vida  espiritual  con 
estos  últimos  recuerdos,  y  él,  quien  concentre 
entonces  en  una  sola  frase,  su  inmensa  orfan- 
dad: 

— En  esta  tumba  se  me  ha  quedado  en- 
terrado el  corazón. 


•  253 


OBRAS  DE  LA  AUTORA: 


1931. -MIS  CUARTOS  DE  HORA.  -  (Inédita). 

1934. -A  MEDIA  VOZ.  (Editorial  Alfar).  -  Premiada 
por  el  Ministerio  de  Instrucción  Pública  del 
Uruguay. 

1938. -ENTRE  LINEAS.  -  Premiada  por  el  Ministerio 
de  Instrucción  Pública  del  Uruguay. 

1 940.- CRISTALIZACIONES.  -  Premio  de  Honor  en 
el  Concurso  de  la  Biblioteca  de  Matanzas.  Cuba. 

1943.  -REYLES  (Biblioteca  de  Cultura  Uruguaya). 
Premiada  por  el  Ministerio  de  Instrucción  Pú- 
blica del  Uruguay. 

1944.  -  ANTOLOGIA  DE  POETAS  ARMENIOS.  - 
(Aprobada  y  editada  por  el  Centro  de  Estudios 
Armenios  del  Uruguay). 

1948. -VARELA,  EL  REFORMADOR.  -  (Segundo  Pre- 
mio en  el  Concurso  de  Biografías  de  José  Pe- 
dro Várela.  1946.  Dirección  de  Instrucción  Pri- 
maria y  Normal). 

1  948.- CONTRALUZ.  -  Premiada  por  el  Ministerio 
de  Instrucción  Pública  del  Uruguay. 


En  preparación:  "DEL  ESPIRITU  DE  PAZ" 


Este  libro  se  terminó  de  impri- 
mir el  dieciséis  de  julio  de  mil 
novecientos  cincuenta  y  cinco, 
centésimo  sexto  aniversario  de 
la  Congregación  Claretiana,  en 
los  talleres  gráficos  de  Manuel 
Iglesias,  Avenida  Agraciada 
mil  novecientos  veinte  y  tres. 


I.  O.  D.  G 


V 


DATE  DUE 


-7 

Demco.  Inc.  38-293